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– No he visto en mi vida un hombre más parecido a un niño que don Onofre. Hasta su afeminamiento lo aniña más a pesar de su corpachón.

– Total, que no le ves un detalle -dijo el cura.

Plinio movió la cabeza negativamente.

– Ya te lo dije yo… Es un tontaina.

Cuando faltaban muy pocos días para Navidades, los tres amigos recibieron aviso urgente del cura.

Plinio se imaginó para lo que era. Había oído a don Onofre decir en el Casino que iba a pasar una larga temporada en el campo. Se reunieron en la rectoría al caer la tarde.

– Boda tenemos, amigos -dijo el cura sin preámbulos-. Hoy me ha llamado muy secretamente don Onofre para avisarme que, con la mayor reserva, haga los preparativos necesarios. Él me fijará el día y la hora. Por supuesto que esto no lo debe saber nadie. Con razón, quiere ahorrarse la cencerrada.

– ¿Vio usted a Joaquinita? -preguntó el guardia.

– No. No apareció en toda la casa. Me permití insinuarle si no resultaría la boda demasiado prematura, dado que no hace un año que había muerto doña Carmen. No me contestó. Por primera vez en mi vida vi un gesto de dureza y decisión firme en su cara. Creo que está bien cogido…

– Por lo visto la chiquilla es un águila -dijo el médico como para sí-. Se supo ganar a doña Carmen hasta el extremo de ser su confidente y al mismo tiempo a Onofre, hasta el altar.

– Esto de la boda estaba previsto -dijo Plinio con desmayo.

– Sí, tú lo anunciaste hace mucho tiempo -añadió el veterinario.

– Yo daría cualquier cosa por no hacer ese matrimonio -dijo el cura hablando también para sí.

– Lo comprendo -asintió Plinio.

– Les advierto que muchas veces me dan ganas de coger al tontón de Onofre y contarle las cuatro verdades del barquero… ¡Qué narices, para eso es uno cura!

– Ya hablamos de eso en otra ocasión -añadió Plinio con severidad.

– Sí, sí, sí -dijo el cura-, pero es que la cosa es muy gorda.

– En conciencia, usted no puede citar a don Gonzalo, cuya suposición es la verdadera clave.

– Ya, ya lo sé, ¡uf! -Y, dando un puñetazo sobre la mesa, se levantó enrabiscado-. Si cogiese yo a la niñota esa en el confesonario…

– La cogerá usted -dijo Plinio, sonriendo-. Y ella, naturalmente, le dirá lo que quiera… Será una confesión angelical, aparte de lo del embarazo, naturalmente, que si existe sí se lo confesará. Y él también.

El cura se paseaba como una furia por el despacho rectoral. De pronto, se detuvo ante Plinio con verdadera indignación:

– Y tú, que eres tan buen policía, el mejor de España según dicen por ahí, ¿no puedes hacer algo, no se te ocurre nada, no encuentras una prueba, la mínima para evitar este matrimonio demoníaco? ¿El que esa víbora entre en la mejor sociedad de Tomelloso?

Plinio movió la cabeza, resignado. Luego, añadió:

– Yo soy un pobre guardia municipal, don Felipe… Bastante hace uno para dieciséis reales que gana.

– Y a lo mejor la víbora es él -intervino el veterinario.

El cura lo miró con desprecio y siguió sus paseos enfurecido. Luego, más sereno:

– No sé si me estará permitido comunicarles el día y hora de la boda, no lo sé. De todas formas es igual.

III UNA «CENCERRÁ»

El día 22 de diciembre, cuando Plinio cruzaba la plaza a eso de mediodía, vio que don Felipe le hacía una señal desde la puerta del cuarto de guardia de la sacristía.

– Esta noche, a las diez, los caso. No hace falta que lo digas a nadie más… ¿Para qué? Mañana podemos reunimos a comentar.

– Está bien. ¿Hay alguna otra novedad?

– No.

– ¿Vio usted a Joaquinita?

– Todavía no. Seguramente esta tarde.

– Bueno, entonces, hasta mañana.

– No comentes con nadie… Mañana, a las siete, en mi casa.

– Descuide.

Hacia las diez de la noche Plinio se apostó en una esquina próxima a la casa de doña Carmen. Apenas llevaba unos segundos en su puesto de acecho, se dio una palmada en la frente, y dijo para sí: «¡Idiota de mí!» Y echó a correr camino del callejoncito del Zurdo, donde daba la parte trasera de la casa.

Apenas tuvo tiempo para apostarse de nuevo. En seguida se abrió al portada y salió de ella una tartana pequeña, sin farol.

La siguió desde lejos. Se detuvo en la puertecilla trasera de la iglesia que da a la calle de Veracruz. Cuatro personas bajaron rápidamente de ella entre las sombras del oscuro callejón y entraron en la iglesia.

La tartana se marchó en seguida. Plinio se acercó a la puertecita trasera de la iglesia y empujó, pero habían cerrado. Se quedó dando paseos. Aburrido, vio las otras dos puertas de la iglesia. Estaban cerradas. Volvió a la calle de Veracruz y se ocultó a esperar. A las once en punto volvió la tartanilla y se detuvo donde antes. El que la conducía, que a Plinio desde lejos le pareció Pedro, se bajó y dio unos golpecitos en la puerta. Se subió en la tartana. A los pocos minutos salieron cuatro personas que entraron rápidamente en el carricoche.

Nuevamente Plinio lo siguió. Entraron en la portada que ya estaba abierta. Como no la cerraban, Plinio aguardó. En seguida se oyó el motor de un coche. Salió el «Gran Paije» de don Onofre. Conducía él. Milagrosamente, a Plinio le dio tiempo a correr hasta otro callejón, si no, lo ven a las luces del auto.

Plinio decidió volver a su casa, ya era hora de cenar, cuando le pareció oír ruido y alboroto de gentes. Aligeró el paso hacia la calle de la Luz. Mucho antes de llegar apreció claramente, entre las voces, el sonar de cencerros y latas golpeadas. Por la plaza entró en la calle y pronto, frente a la casa de don Onofre, vio un nutrido grupo de gente que producía la algazara. La voz cantante la llevaba una mujerona descomunal llamada la Minerala, que armada de un palo, golpeaba sobre el barreño de porcelana viejísimo, que sostenía otra mano. La coreaban inmediatamente unos cuantos mozalbetes y muchachas que, ferozmente, pegados a la puerta de la casa, daban porrazos sobre botes. Unos cuantos movían cencerros y pretales de campanillas.

Por las bocacalles próximas, atraídos por el ruido y la algazara, acudía cada vez más gente. Cuando a la Minerala le pareció que había suficiente concurso, levantó los brazos con ademanes enérgicos para ordenar a todos que se callaran. Cuando lo consiguió, preguntó con una voz estentórea:

– ¿ Quién se ha casado?

Una moza gorda y con voz chillona que había a su lado respondió a todo pulmón:

– Don Onofre.

Volvió a preguntar la Minerala:

– ¿Con quién?

Moza:

– Con la Joaquinita.

Minerala: -¿Para qué?

Moza:

– ¡Para que le haga una pancita!

Al acabar la última palabra del verso improvisado, la Minerala hizo un ademán y todos los cencerros, campanillas y latas comenzaron a sonar de manera ensordecedora.

Al cabo de unos momentos, la Minerala volvía a ordenar que callase el ruido, y ella nuevamente volvía a hacer las mismas preguntas, que la moza gorda contestaba con procacidades mayores, y que en seguida eran coreadas con risotadas y desconciertos.

A la escasa luz que había por aquella parte de la calle se veía mal; a la gente apretujada, riendo sin freno, alzando los cencerros y las latas al tocarlos, sobre sus cabezas.

Plinio se marchó para casa. Sabía que era inútil querer detener una «cencerra». Había que esperar a que se cansasen y se marchasen. Como casi siempre en estos casos, no se explicaba cómo la noticia de la boda había corrido tan aprisa… Posiblemente el pueblo entero tuviese ya también su versión más o menos verosímil de los demás sucesos de la casa de la calle de la Luz.