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Al día siguiente, como anunció el cura, se reunieron los cuatro amigos en la casa rectoral. Todos iban un poco pendientes de lo que pudiera contar el cura. Apenas estuvieron sentados, el veterinario lanzó la primera pregunta a su estilo:

– ¿Se confesaron con usted, don Felipe?

El cura lo miró, moviendo la cabeza:

– El albeitar puñetero no tiene remedio -dijo.

Don Lotario se rió meciendo mucho los hombros y guiñando el ojo a los demás.

– Sí, señor, se confesaron, pero no conmigo, sino con don Juan -dijo con gravedad-. Le tenían avisado… Es algo que no me explico bien.

Y el párroco quedó como pensativo, con las peludas cejas muy alzadas.

– Ella -continuó- tenía un aspecto muy sereno y muy señor. Y escribe bien. No sé cuándo habrá aprendido. Hizo una firma correcta.

– ¿Le notó usted algo? -preguntó don Gonzalo.

– Pues… no podría decir que sí ni que no. Había poca luz en la iglesia, y ella, naturalmente, si está como usted dice, debía de llevar faja… Pero no sé si influido por sus sospechas, sí me pareció algo pálida y con la figura un poco alterada… Pero no me atrevería a poner las manos en el fuego.

– ¿Y él? -preguntó Plinio.

– Él como siempre… Con la misma cara de placidez que cuando se casó con Carmen hace quince años… Lo verdaderamente interesante del asunto es que la gente ha comenzado a comentar por ahí. La boda ha hecho que el pueblo repase los acontecimientos ocurridos en esa casa de casi un año a esta parte, de la manera más arbitraria… o no tan arbitraria. El pueblo tiene su instinto.

– ¿Y qué dicen? -preguntó el médico.

– Muchas cosas… ¿Es posible que ustedes no hayan oído nada?

– Yo no -dijo don Gonzalo.

El veterinario y el guardia asintieron.

– Yo he oído que, según la gente, Joaquinita envenenó a doña Carmen -añadió el cura.

– Eso mismo me han dicho a mí -dijo Plinio.

– Yo lo que he oído -dijo el veterinario- es que la mataron entre él y ella. Que, además, era un proyecto viejo que descubrió la Antonia y por eso don Onofre mandó a un guardaespaldas suyo que la matara.

– Es curioso… La gente no sólo adivina las intenciones, sino los hechos exactos -comentó el cura-. Y Dios me perdone.

– Lo que no me explico bien es cómo la «cencerra» se organizó con tanta puntualidad… Si empiezan unos minutos antes pillan a los desposados en la casa.

– Instinto, el instinto del pueblo… Aunque no debió de faltar algún alma caritativa muy próxima a la parroquia que hablase lo que no debía -dijo el cura, y luego quedó gruñendo.

– El que la gente se ocupe de esto nos va a perjudicar ahora, ¿no crees, Manuel? -dijo el veterinario.

– Tal vez sí y tal vez no. Nunca se sabe. Lo que ocurrirá de momento es que, especialmente a usted, a don Lotario y a mí, nos observarán con mucho cuidado, porque supondrán que estamos sobre el negocio.

El veterinario asintió con la cabeza la mar de gozoso y dándose importancia.

– Estos comentarios populares pueden muy bien poner nerviosos a los presuntos culpables y facilitar las cosas -dijo el médico.

– O ponerlos en guardia -replicó Plinio-. A nosotros, desde luego, lo que nos conviene es oír cuanto se diga, pero desmentirlo y defender a don Onofre y a Joaquinita en lo posible. No es conveniente que llegue a sus oídos que nosotros nos hacemos eco de la gente.

– Es muy cuerdo lo que dices, Manuel -dijo el cura.

Los recién casados continuaban en su casa de campo «La Poza». Don Onofre venía al pueblo los sábados a pagar a los gañanes y a comprar provisiones, y se volvía con su mujer el domingo por la mañana. Procuraba darse a vistas lo menos posible y no aparecía por el Casino.

Los comentarios de la gente no aminoraron de momento hasta la mañana del Miércoles de Ceniza.

Aquella mañana Plinio estaba endemoniado por las últimas disposiciones del alcalde. Ya, diez días antes del carnaval, había aparecido un bando dando instrucciones severísimas para prevenir cualquier desgracia como la del año pasado. Hubo otras instrucciones privadas a la Policía: una de ellas era que hicieran siempre su servicio con el barboquejo caído. Este simple detalle traía de mal talante al jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso que no se arreglaba de llevar la correíta pegada a la barbilla. A cada instante se pasaba el dedo por debajo del cuero o se encasquetaba más la gorra para que la tirantez del barboquejo fuera menor. Otras veces iba a quitarse la gorra olvidándose de la sujeción y se pegaba unos tirones de cuello que temía morir estrangulado. Plinio decía a sus amigos:

– Creerá el señor alcalde que llevando el barboquejo caído tenemos más autoridad, si no, no me explico.

Por si esto era poco, en prevención de que el Miércoles de Ceniza era el día de más tráfago del carnaval, con el entierro de la sardina, el baile de gala y el concurso de carruajes, el alcalde había dado la orden «descabellada», a juicio de Plinio, de que toda la Policía prestase servicio permanente aquel día. La orden tomó desprevenido al jefe, que ¡estuvo de guardia todo el día anterior y tenía la perspectiva de otra noche sin dormir.

De este humor estaba Plinio hacia las once de la mañana en el cuarto de guardia, con la gorra quitada por supuesto, cuando sonó el teléfono que había en la pared al alcance de su mano.

Mejor que hablar escuchó unos segundos e inmediatamente colgó. Se encasquetó la gorra, se metió el barboquejo hasta la nuez, y salió calle de la Feria arriba con una velocidad inusitada en él. Algunas máscaras tempraneras, al verlo tan aprisa se volvían a mirarlo. «De caza va Plinio», se decían. Dobló por el pasadizo de Toledo y entró en la puerta de taquillas del teatrillo. Entró como un huracán y se plantó ante la taquillera. No le dio tiempo a hablar.

– Don Isidoro está en el escenario -le dijo la muchacha.

Manuel salió a la misma velocidad que entró, cruzó el patio del teatro, pasó al patio de butacas, ahora sin butacas y convertido en salón de baile. A la luz de la mañana las serpentinas y colgaduras parecían decoloradas. Y por una puertecilla que había en la orquesta, bajo el escenario, se metió arrastrando el sable.

En el escenario -el telón de boca estaba bajado- había varios empleados desenrollando alfombras, moviendo un piano, colocando cortinas… Era la preparación del tradicional baile de gala del Miércoles de Ceniza, con orquesta de Madrid, aquel año con negros y concurso de disfraces.

Don Isidoro, con un gran puro en la boca, el sombrero en la mano y el gabán desabrochado, miraba las maniobras de unos tramoyistas de espaldas al foro por donde entró Plinio. Éste se aproximó al empresario y se llevó débilmente la mano a la gorra.

– Buenos días, don Isidoro.

– Buenos días; Manuel. Un momento.

Don Isidoro, con gran calma, dio unas instrucciones más a unos cuantos que estaban a punto de lanzar un piano escenario abajo con sus inhábiles esfuerzos.

Cuando el piano pareció seguro, don Isidoro llamó a Plinio a un lado del escenario y puso un pie sobre una alfombra débilmente enrollada.

– Esta alfombra -dijo- es de la guardarropía del teatro. La ponemos cuando viene alguna compañía de verso o en el baile de gala del Miércoles de Ceniza.

Plinio asintió.

– Este año -continuó el empresario- no se ha utilizado. Estaba tal como la dejamos el jueves de carnaval del año pasado.