– ¿Y cómo la vio y pudo ocultar quien fuera esas cosas que usted me dijo? -preguntó Plinio.
– Ya he pensado en eso. He preguntado a los tramoyistas. Hemos sacado la conclusión de que la alfombra debió de quedar enrollada en el escenario, tras el telón, hasta el domingo de Piñata… Allí la debió de ver quien ocultó esas cosas entre sus pliegues.
– ¿Y cómo no la vimos nosotros, que rebuscamos por todo el local, incluso en el escenario, como recuerdo perfectamente?
– Debió de ser la fatalidad de que la dichosa alfombra la guardasen en la guardarropía después del baile de la tarde. Cuando hicimos el registro, después del baile de la noche, la alfombra ya estaba en el cuarto de guardarropía, cerrado bajo llave. Allí, naturalmente, no se nos ocurrió buscar los objetos contundentes que se hubieran dejado las máscaras del baile de la tarde.
– El paso al escenario ¿está franco para las máscaras?
Don Isidoro sonrió:
– Sí, porque no tiene llave. Y como la puerta del escenario está junto a la del retrete, más de una pareja se nos cuela en el escenario… para estar más tranquilos.
– Ya… Si esa dichosa alfombra aparece antes, hubiésemos ahorrado muchas cosas -dijo Plinio, sentencioso.
Don Isidoro, después de asentir con aire de complicidad, continuó su explicación que consideraba incompleta:
– Hace un rato, momentos antes de llamarle, al desenrollarla Montera y Ramírez, encontraron lo que le he dicho a usted por teléfono.
Plinio echó una ojeada a la gran alfombra, ya más que pasada, que le señalaba don Isidoro con el pie. No vio nada de particular.
– Vamos a ver eso -dijo con cierta impaciencia.
El empresario echó otra pausada ojeada a sus operarios, dio una chupada al puro y con el andar pausado que acostumbraba y un rítmico y pendular movimiento de sus brazos, entró su corpachón por el hueco de una escalerilla estrecha que conducía a los camerinos. Se detuvo ante uno de ellos, abrió con una llave que se sacó del bolsillo, entró delante y encendió una luz pajiza que casi volaba a ras del techo. Luego se quedó mirando a un rincón y mostró a Plinio un lío ovalado de tela que fue blanca y ahora sucia de polvo.
Como don Isidoro no parecía dispuesto a agacharse sobre el lío ni mucho menos, Plinio se inclinó sobre él y lo desenvolvió con cuidado. Conforme lo iba desliando se daba cuenta de que se trataba de una gran sábana de cama de matrimonio que en su interior contenía algo duro. Antes de que Plinio llegase al objeto envuelto, don Isidoro, poniendo un pie sobre un pico de la sábana, le dijo:
– Fíjese usted en esto.
Plinio miró hacia el ángulo de la sábana que apuntaba el pie de don Isidoro.
– Sangre -dijo el empresario.
Plinio encendió su mechero y miró más de cerca. En efecto, se trataba de unas salpicaduras de sangre ya un poco descolorida.
Plinio levantó los ojos hacia don Isidoro, que por su gran estatura la cabeza le quedaba altísima, envuelta entre la nube de humo de su habano.
– Y en eso -dijo don Isidoro apuntando con el pie a otra zona un poco más alta de la sábana.
Plinio tuvo que volver a encender el mechero. Miró con mucho detenimiento y tocó suavemente con los dedos. Parecía sangre más clara y solidificada.
Manuel alzó de nuevo la vista hacia don Isidoro, con gesto ambiguo.
– Yo diría que son briznas de masa encefálica…, de sesos -aclaró, pues Plinio quedó indeciso.
Plinio volvió a mirar. Por fin, casi temblando de emoción, iba a continuar desliando cuando don Isidoro, cambiando su pie al otro pico de la sábana, volvió a decir:
– ¡Y en eso!
Plinio tomó el pico y se lo levantó hacia los ojos. Había, bordadas con hilo blanco, dos oes enlazadas.
Plinio, de sorpresa en sorpresa, volvió a levantar los ojos hacia el empresario.
– ¡Dos ces! -dijo, quitándose el puro. -Carmen Calabria… -musitó el guardia.
Por fin tiró de la sábana con cuidado y un objeto metálico cayó sobre el suelo. Era un bastón de hierro delgado, con el puño, que fue niquelado, lleno de orín. Plinio lo tomó entre sus manos y se puso de pie.
– Es un bastón estoque -dijo Plinio mirando la empuñadura.
– Sí, pero quien lo usó no se fijó en lo que era. Mire usted…
Y le señaló el centro del bastón aproximadamente. Sobre el esmalte negro se veían unas manchas y restregones rojizos.
– Más sangre.
Don Isidoro, que en aquel momento reencendía su puro, cosa rara en él, asintió mirando de reojo.
Plinio, con un ligero esfuerzo, sacó el estoque. Estaba completamente limpio. En el puño del bastón había grabado un perro largo, estilizado. Luego lió cuidadosamente la sábana y el bastón.
Plinio, mientras asentía, pensaba en que sus éxitos policíacos habían despertado una gran afición en el pueblo a los asuntos de esta especie y todo el mundo se sentía policía, hasta don Isidoro, hasta el cura… Y sonrió para sí.
– Quien utilizó ese bastón y esa sábana entró en el escenario, cosa bien fácil un día de baile, y metió su disfraz entre la alfombra.
– ¿Y luego salió ya sin disfraz? -cortó Plinio, malicioso.
– Claro -dijo don Isidoro, pensativo.
– No lo veo claro.
Don Isidoro quedó mirando al suelo, con las manos en la espalda y el puro en la boca.
– Depende de si el… digámoslo, asesino, era persona muy conocida o no lo era -dijo don Isidoro mirando de reojo a Plinio, que también parecía pensativo con la sábana bajo el brazo.
– Podía llevar otro disfraz debajo…, total una sábana -dijo Plinio.
Don Isidoro, sin quitarse el puro de la boca, comenzó a asentir reiteradamente con la cabeza.
– Lo sorprendente -dijo el empresario- es que se le ocurriera venir a esconder esas cosas a un baile.
– En un baile de carnaval, se esconde todo.
– Lo que me choca también es que supiese que estaba ahí la alfombra.
– O no; entraría por todos sitios buscando un lugar adecuado y se topó con la alfombra…
– Oiga usted, Manuel -dijo don Isidoro después de una pausa-, ¿ cómo sabía usted que el presunto criminal había estado en el baile la tarde del domingo de Piñata y se había dejado algo?
Plinio, antes de responder nada, con gran sosiego, se desabrochó un botón de la guerrera, y del bolsillo interior se sacó una vieja cartera sujeta con una goma y de uno de sus departamentos sustrajo algo envuelto en un papelito de seda. Lo desdobló con cuidado de relojero, y mostró la entrada famosa que encontrase en el estribo del «Gran Paije» de don Onofre.
Don Isidoro la examinó con gran cuidado y se la devolvió al jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso, al tiempo que entornaba los ojos. Parecía querer adivinar el sitio exacto donde había sido hallada.
– Esta entrada -dijo Plinio, haciéndose cucamente eco del pensamiento del empresario- la encontré la misma tarde del crimen en… cierto lugar.
– Ya.
Plinio, con el lío bajo el brazo se fue derecho al herradero de don Lotario. Allí lo guardaron en la vitrina del instrumental bajo llave. Luego localizó por teléfono desde el herradero al médico forense, y le rogó que fuese. El cura y don Gonzalo, atraídos por los rumores que corrían por la calle, se presentaron casi al mismo tiempo en el herradero. Plinio tuvo que enseñarles el hallazgo inmediatamente. Cuando estaban con la sábana y el bastan de hierro sobre la mesa del laboratorio, llegó el forense.