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– ¿ Recuerda usted las heridas de Antonia, la que mataron el domingo de Piñata del año pasado? -le preguntó Plinio.

– Sí.

– ¿Con qué cree usted que se las hicieron?

– Ya se lo dije…, con un palo o un bastón.

– ¿Pudo ser éste?

El médico lo tomó entre las manos y comenzó a examinarlo con detenimiento:

– Esto es sangre -dijo con voz desganada señalando unas manchas.

– Eso parece.

– No cabe duda -dijo don Gonzalo,

El forense guiñando el ojo miró con el otro el bastón desde la contera:

– Tiene un poco alabeo.

Todos comprobaron la observación del médico.

Luego examinaron la sábana.

– Y eso tampoco cabe la menor duda de que son sesos -afirmó el cura.

– Puede ser -dijo el forense con su acostumbrada ambigüedad.

– Eso lo veremos ahora mismo -repuso don Lotario destapando su pequeño microscopio.

Todos volvieron los ojos hacia el microscopio. Don Lotario comenzó a raspar algunas de aquellas motitas que depositó sobre un «porta». Con mucho cuidado lo colocó en el microscopio y empezó a manipular en él. Miró unos instantes y levantó la cabeza sonriente:

– Vea usted -dijo al forense.

El forense echó el sombrero hacia el cogote y miró con detenimiento:

– Una de las motitas es de barro seco -dijo sin despegar el ojo y con voz de aguafiestas-. Las otras sí.

– ¿Sí qué? -preguntó el cura.

– Sí son masa encefálica.

Todos fueron desfilando por el microscopio.

Cuando Plinio consiguió quedarse solo, que no fue hasta la hora de comer, pensó seriamente que su plan de trabajo inmediato debía desarrollarlo personalmente, o lo que era igual, con el único auxilio de don Lotario y de sus guardias. No era cosa, llegada la hora de la verdad, de tener que dar cuenta de todos sus pasos y propósitos a todas las fuerzas vivas del pueblo. Además, dada la popularidad que había tomado el asunto, procuraría obrar con el mayor sigilo y hacerse ver lo menos pasible.

El cura le había dicho secretamente en el herradero que don Onofre le había encargado una misa en sufragio del alma de Antonia para la primera hora de la mañana del domingo de Piñata, fecha del aniversario de su muerte.

Consideraba Plinio que su primer paso debía ser hacia don Onofre, pero aisladamente, sin la proximidad de Joaquinita. Por ello desterró la idea de ir a «Las Pozas». Era preferible aguardar a que volviese al pueblo el sábado. Para ello había que esperar hasta tres días, pero merecía la pena contener la impaciencia. La contrapartida es que se enterasen del escándalo que había por el pueblo. Pero no era fácil, ya que «Las Pozas» quedaban lejos, y en aquellos días de carnaval no era probable que fuera allí nadie. Tampoco le venía mal el tener reposo aquellos días para madurar adecuadamente el plan a seguir y las posibles complicaciones y sorpresas que podían surgir.

Pasada la euforia del Miércoles de Ceniza, la gente volvió al tema y todo eran cabalas de si Joaquinita había matado a las dos mujeres o había sido don Onofre. Había otro bando que repartía los muertos de manera caprichosa. Unos decían que Joaquinita había matado a la Antonia y don Onofre a su mujer, y otros preferían la combinación contraria. Pues era admitido entre todos que doña Carmen había muerto envenenada.

Debido a su prolongado trabajo durante el martes y el miércoles, Plinio pasó todo el día del jueves en su casa. Quería darse a vistas lo menos posible para evitarse molestias.

El viernes apenas salió del cuarto de guardia para tener una conferencia obligada con el señor juez, que le entregó toda su confianza; y otra conferencia, digamos de cortesía, con el alcalde, que era primo hermano de Carmen. El alcalde estuvo discretísimo y solamente se interesó por el hallazgo de la famosa sábana y el bastón.

El mismo viernes por la noche se entrevistó con don Lotario en su casa y le dio las siguientes instrucciones:

– Mañana por la mañana, temprano, deja usted el «Ford», con la sábana y el bastón, en la portada trasera de la casa de doña Carmen. A las siete en punto nos juntamos en la buñolería de la Rocío. Mientras estamos en la buñolería, que Maleza nos aguarde en el auto.

El sábado por la mañana Plinio mandó a un guardia vestido de paisano que vigilase desde un lugar discreto la llegada de don Onofre a su casa y se lo avisase inmediatamente a la buñolería. Sabía que llegaba aproximadamente a las ocho, pero quería ser el primero que hablara con el recien casado.

Luego se marchó a la buñolería, que aquel frío día de febrero estaba poco concurrida a las siete de la mañana.

– Dichoso lo ojo -dijo la Rocío al verle entrar.

Y se volvió en seguida a prepararle el café.

– Don Lotario de su arma ya se ha ido con los churros para sus niñas. Ha dicho que viene en seguidita.

Plinio, impaciente, tomó un buñuelo que había cortado sobre el mármol y comenzó a comerlo.

Rocío, al servirle el café, le miró con guasa:

– Me han dicho que ahora se dedica usted a recoge sábanas viejas. ¿Es que va usted a poné una trapería?

Entraron unas mujeres y Rocío se calló. Plinio comenzó a mojar con delectación sus buñuelos en el café solo.

Cuando salieron las mujeres, Rocío siguió:

– Le arvierto que a mí no me importaría que me mataran estando usted vivo, porque tarde o temprano daba con er crimina…

– Ponme otro café, gitana -le dijo Plinio, sonriendo.

– ¡Ay, Manué de mi arma! Si no estuviese ya casao y tan pochito, que se casaba usted conmigo lo saben los guardias, ¡digo!

– Eso puedes asegurarlo -dijo Plinio.

– ¿No ve…? Si ya lo sabía yo que usted me tiene ley.

Y comenzó a reír con todas sus ganas.

– Y lo de pochito, no creas, no creas…

– Ya lo sé, sabueso, si é por consolarme…

En estas entró don Lotario resoplando bajo la capa.

– Ponme un cafelito con gotas, Rocío, que hace un frío endemoniado -dijo el veterinario.

– ¿Ve usted, Manuel Con don Lotario no me casaba, lo que son las cosas, aunque tiene carrera y auto…

Don Lotario quedó mirándola con sus ojos vivos y sin comprender.

Plinio comenzó a reír con tantas ganas que se le salía el café por las comisuras.

Luego de consumir su desayuno, ambos amigos encendieron los cigarros y aguardaron en una punta del mostrador mientras Rocío despachaba a la gente que iba llegando.

Sobre las ocho y cuarto apareció el guardia vestido de paisano en la buñolería y le hizo una seña discreta a Plinio.

Plinio y don Lotario salieron en seguida.

– Acaba de llegar. El coche está parado en la puerta.

– Tú puedes marcharte -dijo el jefe al guardia-. Usted -al veterinario- me espera en el coche. Hasta luego.

Y Plinio salió con paso rápido hacia la calle de la Luz.

La puerta de la casa de doña Carmen estaba entreabierta; no obstante, llamó discretamente.

– ¡Pase! -gritó don Onofre desde la escalera. -Buenos días, don Onofre -saludó Manuel, llevándose la mano a la visera.

– ¡Hola, Manuel! ¡Cuánto bueno! -le respondió el dueño de la casa, que en aquel momento se disponía a subir la escalera, vestido con una recia pelliza de caza y gorra de visera-. ¡Sube, sube y desayuna conmigo!

Plinio subió la escalera hasta la altura de don Onofre, que le dio la mano con mucha euforia.