La máscara, a aquellas horas, lo mismo que Plinio, debió de ver en el tabladillo a un mocetón con grandes barbas hechas de rabo de mula que recitaba un monólogo, que ripio a ripio, era así poco más o menos:
Y mientras tos amos comen
en mesas enmanteladas,
los pobrecitos gañanes
nos hacemos unas gachas.
Ellos, en el casino y de caza
y los míseros gañanes
con las mulas en el haza.
Aunque haga mal horage
o el sol pele las espaldas
los pobrecítos gañanes
les damos «pá» ir a la plaza…
La gente se reía a gusto, no sólo por la letra, sino por los desmedidos ademanes de los actores y sus voces a todo grito.
Luego salió un segundo personaje a las tablas, vestido de mujer copiosa a fuerza de almohadas en esta y aquella parte, que dijo al de las barbas de mula:
Apártate maniqueo
que debías comer paja.
Tanto criticar al amo
pareces una criada.
El de las barbas:
Yo es que digo las «verdás»
y harto estoy de tanta raja;
tú eres una pelotilla
que al amo chupas las bragas
Mujer:
Yo soy la casera «honra»
que me sobra con la paga.
Tengo gallinas, dos guarros;
«tó» lo demás, peroratas.
El de las barbas:
Y lo que robas al amo
¿te lo callas?
A este tenor siguió la representación durante largo rato. Cuando el público se aburría, los del carro echaban un trago, se metían entre las cortinas, y buscaban otro lugar, siempre en las calles más céntricas.
La máscara, según Plinio, debió de cruzar la plaza con gran esfuerzo hasta desembocar en la calle de la Luz. En la esquina se detuvo sin apartar los ojos de la puerta de la casa de doña Carmen. Casa antigua, de piedra, con pesados balcones de hierro forjado y puerta de nogal con llamadores altísimos. Allí, según los cálculos del Jefe, debió permanecer más de una hora en espera de lo que ella sabía. En el entretanto debió de ver muchas cosas. Unas las contó la propia máscara un año después; otras no tuvo por menos que verlas, ya que por aquel lugar y a aquella hora las vio el mismo Manuel González, alias Plinio.
Por ejemplo, muy cerca de donde estaba parada y acechante la máscara había una tiendecita improvisada donde se alquilaban trajes de pierrot, de payaso, dóminos; se vendían caretas, serpentinas, conffeti. Como muestra había sobre la puerta colgado un pantalón rojo, cuyas perneras vacías tijereteaban, movidas por el viento.
Dentro, y medio oculto por unas cortinas -esto lo contó la máscara-, un hombre se vestía precipitadamente un pierrot negro con botones rojos. Era el médico, don Antonio. Cuando salió a la calle dispuesto a correrse la gran broma, nuestra máscara, casi sin saber lo que hacía y tal vez por aburrimiento, se acercó a darle la broma, su primera broma de la tarde.
– ¡Que no me conoces, Antonio, que no me conoces!
El pierrot negro recibió la broma con cierta perplejidad.
¿Dónde se había visto que una máscara diese broma a otra? ¿ Cómo era posible que le hubieran conocido? ¿Es que iba tan mal disfrazado? Don Antonio miraba a la máscara sin saber qué hacer ni qué decir.
La máscara o mascarón persistía:
– ¡Que no me conoces, Antonio, que no me conoces, parece mentira!
Tanto debía de desconfiar el médico de su disfraz recién puesto que comenzó a mirarse de arriba abajo, como buscándose la ventanilla por donde se le identificaba.
Por fin dio media vuelta y sin decir palabra desapareció entre la gente.
Nuestra máscara, marchado el médico, como decepcionada, volvió sobre sus pasos hacia la esquina de la calle de la Luz. Allí se detuvo nuevamente y como quien aguarda a la novia, sin perder nunca de vista la puerta de la casa de doña Carmen, se distrajo en ver pasar las máscaras y la gran algazara de gente que por todas las calles subía hasta la plaza próxima.
De pronto desembocó desde la plaza hacia la misma calle de la Luz donde la máscara estaba un grupo de chiquillos que rodeaban a un gran mascarón. Éste andaba muy parsimonioso y dándose gran importancia. Por fin, se detuvo en la esquina frontera a la que ocupaba la máscara, que Plinio conoció un año después.
Era un mozo muy fornido. Llevaba la cara manchada de pimentón. Se vestía con una chambra de mujer, pañuelo a la cabeza, también de mujer, cortísima falda que apenas le cubría los muslos; medias negras que forraban sus enormes piernas y alpargatas blancas. Tenía un aspecto grotesco y terrible a la vez. A pesar de ser hombre, las prendas de mujer sugerían una oscura impudicia.
El mascarón de las medias negras miró a un lado y a otro como para comprobar la importancia de su auditorio. Como le debió de parecer suficiente, luego de carraspear, comenzó a dar grandes voces, al tiempo que mostraba un pequeño trompo o peón de color verde con una mano, y una guita trompera en la otra. Decía:
– «Acuda, acuda el respetable gentío, mozas en particular, y verán cómo baila mi trompo trompero. Su rejo hace virutas en el corazón… Acudan, que nadie, que ninguna moza en particular quede repisa de no haber visto bailar a mi trompo trompero que en cada vuelta hace un novio y en cada cabeceo una boda… Acudan las mozas en particular a ver mi trompo trompero, verde como el perejil, picante como la guindilla, criador de novios, trompo del amor es el que yo bailo.»
Y así seguía su perorata llena de requiebros para su trompo verde… Y hablaba abriendo mucho su boca de grandes dientes amarillos que resaltaban en su cara pintada de almagre.
La gente se detenía ante aquel hombrón. Y muchos que ya lo habían visto representar, se frotaban las manos esperando el desenlace.
– Ya verás, ya verás, el remate es la monda…
– «… Que pronto va a bailar y pronto van a sentir las que lo vean el rejillo de mi trompo escarabajearles en el tintero… y llegar los novios en racimos… y tendrán buena cuaresma, cuaresma de manos calientes.»
En un balcón que daba sobre la esquina donde el mascarón estaba se asomaron dos señoritas. Cuando el mascarón las vio se dirigió a ellas:
– «Qué lástima que estéis tan altas, hermosísimas pichonas, no vais a poder ver desde ahí cosa buena, ni sentir el rejillo de mi trompo…»
Cuando los espectadores comenzaban a dar pruebas de impaciencia por tan largo prólogo, el mascarón, que había ido liando la cuerda en el trompo lentamente mientras decía sus últimas palabras, soltó el peón a golpe de tralla sobre el suelo de la acera. Y mientras la peonza bailaba sola arrimada a la pared y todos la miraban ahincadamente aguardando el tan voceado milagro, él añadía:
– «Todavía no, señores; todavía no… Será ¡ahora!, cuando yo lo tome con mi mano.»
Y con mucha ceremonia, doblando su tronco hacia delante cuanto podía, de manera que sus cortas faldas se subieron al cielo, se agachó a tomar el trompo, dejando a la vista de los espectadores aquella postrera y enorme parte de su trasero completamente desnuda…