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Don Onofre quedó mirando a Plinio con verdadero terror.

– ¿Qué, Manuel?

– El médico de cabecera tiene casi la absoluta seguridad de que doña Carmen no falleció de muerte natural.

Don Onofre volvió a ocultar la cabeza entre las manos:

– No…

– Parece que murió asfixiada. Alguien debía esperar con verdadero placer que muriera de una pulmonía, hasta cierto punto provocada, pero cuando el médico dijo que parecía haber pasado el peligro, ese alguien, inmediatamente se ocupó de obrar en lugar de la pulmonía… Casarse con don Onofre era importante… Se pasaba a ser dueña de todo el capital de él y el de los Calabria… Máxime si ya tenía síntomas de embarazo.

Don Onofre seguía con la cabeza entre las manos. Plinio no quiso darle reposo, sin embargo.

– Pero usted, don Onofre, no podía estar absolutamente ignorante de todas estas cosas. Son demasiado gordas para que pasen inadvertidas a un hombre de mundo como usted. Algo presentía, ¿verdad? ¿Por qué se casó con ella, entonces? Es muy difícil que nadie lo crea totalmente ignorante. ¿No comprende? Usted odiaba a su mujer, que nunca fue suya totalmente, que siempre, siempre le traicionó con el pensamiento. Que sólo vivió para recordar a su novio… A usted también le interesaba mucho que desapareciese doña Carmen, ¿verdad, don Onofre? -dijo Plinio poniéndole la mano en el hombro-. ¿Verdad que usted sabía, no queriendo saber, lo que ocurrió? Usted es el cómplice moral de ella. A la gente no se le escapan las cosas. ¿Y sabe usted lo que dice? Que usted envenenó a doña Carmen.

Don Onofre comenzó a sollozar sordamente. Plinio calló. Durante unos minutos paseó por la habitación un poco sofocado, con gesto de gran amargura. Prefirió dejar que don Onofre se desfogase.

En vista de que la congoja de don Onofre se prolongaba demasiado, Plinio se entretuvo en hacer cuidadosamente un paquete con la sábana y el bastón de hierro.

Por fin pareció serenarse después de un gran esfuerzo, pero nada dijo.

Plinio miró el reloj.

– ¿No tiene nada que decirme, don Onofre?

– No, Manuel… Te ruego que me dejes un poco de tiempo para pensar en estas cosas.

– Como usted quiera. ¿ Nos veremos esta tarde?

– Bueno, aquí estaré.

– Adiós.

Manuel tomó el lío bajo el brazo y salió solo por el corral. Abrió el postigo de la portada.

Don Lotario estaba aterido, envuelto en la capa.

– ¡Qué barbaridad, Manuel! Creí que no venías. Manuel dejó el lío en la parte trasera del coche y tomó asiento junto a don Lotario.

No fue fácil arrancar el coche. Cuando el motor petardeaba normalmente, don Lotario preguntó con cierta impertinencia:

– ¿ Se puede saber dónde vamos? Estoy helado.

– Vamos a «Las Pozas». ¿Dónde quiere usted que vayamos?

El campo estaba totalmente vestido de invierno. Las viñas asomaban como cabezas casi negras y en las tierras rojizas y pardas apuntaban verdosos los cereales. La llanura completamente callada yacía bajo un cielo límpido y delgado.

Sobre la carretera se dibujaba la sombra del «Ford» de don Lotario como un tinglado altísimo y un poco en tenguerengues.

Plinio iba encogido, con ambas manos en los bolsillos de la pelliza y la gorra metida hasta las cejas.

Don Lotario, como siempre, iba como apescado al volante, mirando los accidentes del camino con verdadera ansiedad.

– ¿ Qué dice don Onofre? -preguntó al guardia.

– Nada, absolutamente nada. Se ha limitado a escuchar y a llorar.

– ¿Y ahora vamos a interrogar a Joaquinita?

– Sí… A intentarlo por lo menos…

– Tú sabes más de estas cosas que yo, Manuel, pero si ésta se niega a hablar también, con todo nuestro golpe de sábana y bastón, no hacemos nada.

– Ya lo sé. No tenemos más remedio, para coger la fruta de estos árboles, que menearlos una y otra vez a ver si cae algo.

– ¿Tú no fías más que en eso? No me engañes, Manuel… Tú tienes algún otro plan.

– No, don Lotario. No fío más que en eso y en la Providencia. Esto es como una partida de cartas, sabes que uno de los jugadores tiene los triunfos, pero no puedes volverles las cartas a la fuerza para verlas. Como uno no las enseñe por descuido o cálculo, estamos perdidos.

– El pueblo está muy interesado en este asunto, Manuel.

– El pueblo que se meta en sus cosas.

– Te juegas tu prestigio.

– Prestigio…, prestigio… Yo lo que necesito es que me suban el sueldo.

Pasaron un repecho y aparecieron los chopos que rodeaban la casa de «Las Pozas». El olor del río llegó hasta ellos. En lo alto de un cerrito próximo se veía, en silueta, un labrador inclinado sobre el arado, arrastrado por dos mulas.

– ¡Qué finca han hecho aquí! -exclamó don Lotario.

Plinio no contestó.

Entraron por el camino particular de la finca.

– Párese usted un poco apartado de la casa. A ver si podemos llegar muy de sorpresa.

– Me parece bien. ¿Yo voy contigo?

– Sí…, a ver si así entra usted en calor. Pare aquí mismo. Coja usted el paquete. Vamos a ver cómo pinta esto.

Llegaron sin ver a nadie hasta la puerta principal de la casa. Al entrar a una especie de zaguán con trofeos de caza se dieron de manos con Pedro, que quedó un poco sorprendido al ver al guardia y a don Lotario.

– ¿Dónde está Joaquinita? -preguntó Plinio con aire amenazador.

– Ahí… -señaló el viejo casi temblando-. Está con su padre…

Plinio se dirigió a la puerta que señalaba el viejo y abrió. Ya dentro, preguntó:

– ¿Se puede?

Joaquinita y su padre, sin duda interrumpidos en la conversación por tan brusca llegada, quedaron sentados, mirando a los que entraban con cierta hostilidad.

Don Lotario dejó el paquete encima de la mesa y las miradas del padre y de la hija fueron hacia él con poco disimulo.

Joaquinita y su padre estaban sentados junto a la chimenea encendida y crepitante.

Durante unos segundos nadie dijo nada.

Por fin, Joaquinita, cuyo embarazo se notaba ostensiblemente, se esforzó en dulcificar el gesto:

– Acerquen sillas y siéntense…, si vienen de asiento.

– ¡Vaya un frío que hace! -dijo Plinio, una vez sentado y alargando las manos hacia la lumbre.

Como volvió el silencio, Joaquinita habla de nuevo:

– ¿Venían ustedes aquí o van de paso?

– Esto no es paso para ninguna parte -respondió Plinio.

– Hombre, la carretera… -apuntó Inocente.

– La carretera, sí, pero el camino de la finca, no.

– ¿Quieren ustedes tomar algo?

– Muchas gracias. Traemos aquí unas cosas que queremos que veas…

– Muy bien.

El padre de Joaquinita, con su cara delgada, bien empotrada la boina, no perdía de vista, con sus ojillos redondos, los movimientos de Manuel. Estaba más pálido que nunca y sus labios finos y resecos se apretaban entre un acoso de arrugas que le convergían en la boca.

Plinio hizo una señal a don Lotario para que acercase el paquete.

– ¿Cuándo ha venido usted del pueblo? -preguntó Plinio al padre de Joaquinita a bocajarro. -Est… -empezó a decir el hombre.

– No viene del pueblo -interrumpió ella.

– Vengo de la casa -dijo el viejo sordamente.

– Usted ha venido esta misma mañana del pueblo -afirmó Plinio con rotundidad.

– Si usted lo dice…

– ¿Dónde tiene usted el carro?

– Ahí, en el porche.

– Vaya usted, haga el favor, don Lotario, a ver qué hay en él.