Don Lotario, que había dejado el paquete sobre las piernas de Plinio, salió rápido.
– ¿Se puede saber a qué vienen estas preguntas? -dijo Joaquinita simulando dignidad.
Plinio desenvolvió los paquetes con pausa.
– Caprichos que tiene uno. Tomó el bastón entre sus manos y lo enseñó.
– ¿Tú has visto esto alguna vez?
Joaquinita simuló fijarse.
– No, señor. No recuerdo haberlo visto.
– ¿Y esta sábana? -añadió poniéndole el bordado cerca de los ojos.
– Es una sábana de mi casa.
– Eso es de «tu» casa…, y esto también es sangre de «tu» casa.
– Ya sé por dónde va usted -dijo, mirando a su padre.
El padre asintió con la cabeza y sacó una media sonrisa.
– Esto es lo que llevaba la máscara que mató a la Antonia-dijo ella.
– ¿Cómo lo sabes?
– Lo sabe todo el pueblo.
– ¿Y cómo sabes tú que lo sabe todo el pueblo? -inquirió Plinio mirando al padre.
En aquel momento entró don Lotario.
– ¿Qué hay en el carro?
– En las bolsas hay paquetes de comestibles de «Casa Soubriet» y sardinas frescas.
– Está bien, don Lotario. Siéntese a la lumbre que estamos aquí con un poco de plática. -Y dirigiéndose al padre de Joaquinita-: De modo que usted le ha traído la noticia… Eso está bien. Nos ahorramos muchas explicaciones -continuó Plinio-. Pero el pueblo también sabe quién mató a la Antonia.
– ¿Ah, sí? ¿Quién?
– Tú.
– ¿ Qué le parece a usted, padre? -dijo Joaquinita sin inmutarse.
– El pueblo está equivocado y usted también -dijo el padre lacónicamente.
– Entonces, sólo ustedes saben la verdad, por lo que veo.
– La mató mi yerno -dijo el viejo sin dejar de mirar a la lumbre.
– ¿Es posible? -dijo Plinio, mostrándose muy sorprendido y mirando a Joaquinita y luego a don Lotario.
– ¿Usted puede probar esa grave acusación? -le preguntó Plinio.
– Yo, no; pero mi hija, sí.
Plinio sacó la petaca en señal de gravedad y de proximidad de asuntos importantes, dio a todos, y se puso a liar un cigarrillo. Luego de un breve silencio, se dirigió a Joaquinita con tono profesoraclass="underline"
– Estoy esperando que hables.
– No tengo que decir más de lo que ha dicho mi padre. Desgraciadamente, él la mató.
– ¿Por qué?
– Ella sabía que Onofre y yo nos veíamos a solas y amenazó con decírselo al ama Carmen.
– Ya… ¿Y tú sabías que él la iba a matar?
– No. Pero lo vi salir aquella tarde, hacia las seis.
– ¿Por dónde salió?
– Por la portada.
– ¿Vestido de máscara?
– Sí.
– ¿Con esto?
– No; iba vestido de militar antiguo.
– ¿Y esto? -dijo Plinio señalando la sábana.
– Llevaba un lío bajo el brazo que debía de ser la sábana y el bastón.
– ¿Cuándo volvió?
– Poco después de las siete.
– ¿ Él sabe que tú lo viste?
– No. Yo me imaginaba algo y lo aceché.
– ¿Por qué no lo denunciaste?
– No estaba segura y además yo no soy chivata… si llegaba el caso.
– ¿Cómo te casaste entonces con un criminal?
– Como no se descubrió… No todos los días el amo quiere casarse con una criada como yo. Además, estaba embarazada.
– Y a doña Carmen, ¿quién la mató?
– Él.
– ¿Lo viste tú?
– No lo vi, pero fue el único que entró en el cuarto después de marcharse el médico. Estuvo un rato largo y luego vino al comedor hasta las doce.
– ¿Tú sabías que doña Carmen no había muerto por enfermedad?
– No lo supe hasta que me dijeron lo que corría por el pueblo, pero no me extrañó.
– ¿Tú sabes cómo la mató?
– Dicen que la envenenó.
– Si se enamoró de mi hija, no había necesidad de hacer tantas tropelías; todo se arregla con el tiempo -terció el padre sentencioso.
– Bueno, pues, vamonos -dijo Plinio.
– Esperen y tomen un bocado -dijo Joaquinita.
– No. Y ustedes se vienen con nosotros también. Esta declaración hay que repetirla en el Juzgado y firmarla.
El padre y la hija se miraron indecisos.
– No hay más remedio -concluyó Plinio.
Al cabo de una media hora arrancaba de nuevo el «Ford» de don Lotario con los cuatro viajeros.
Al amor del mediodía el sol caldeaba un poco más. Desde lejos el pueblo se veía como una cinta blanca, coronado de la torre negruzca de la iglesia y de las altas chimeneas de las fábricas de alcohol, que desliaban unos humos densos y grisantones.
Plinio, por el retrovisor del coche, observaba de reojo las caras de Joaquinita y su padre.
Él, pequeño, delgado y vestido con chaqueta de pana lisa y boina, tenía una expresión impasible. Sus ojos, pequeñísimos, parecían reflejar las cosas más que mirarlas. Sus labios, pequeños, finos y resecos, parecían algo mineral o arcilloso.
Joaquinita, palidísima, ancha la frente, correctos los rasgos y de ojos grandes, parecía haber envejecido mucho durante los últimos meses. Su perfil acusaba una fortaleza y decisión propias de un carácter que hasta hacía muy poco no se habría adiviando en ella. Erecta en el automóvil, totalmente inmóvil, llevaba la cabeza levemente vuelta hacia el paisaje. Como un muñeco o una estatua se movía al impulso de los movimientos del auto, sin la menor flexibilidad, como zarandeada. Plinio se fijaba especialmente en sus manos, entre delicadas y fuertes, cruzadas a la altura del estómago, sobre su vientre ostensiblemente abultado, inmóviles. Representaba una extraña mezcla de labradora y de señorita, con una cabeza llena de ideas fuertes y decisivas.
Plinio cerraba los ojos e intentaba recordar aquella Joaquinita de un año antes que viese contadas veces. Aquella Joaquinita más bien delgada, suave, escurridiza, graciosa como un gato. Y al compararla con la que ahora veía en el retrovisor, sentía la misma sensación que cuando en muchas ocasiones veía juntas a una mujer todavía joven, junto a su hija ya mocita y en edad de merecer.
Al entrar por las primeras casas del pueblo el padre y la hija se miraron un momento, como dándose ánimos.
Pararon ante la puerta del Juzgado y los cuatro subieron con rapidez.
Como una hora después, Plinio, acompañado de don Lotario, entraba en casa de don Onofre.
Entraron en el comedor y don Onofre estaba sentado donde lo dejase Plinio.
– Adelante -dijo el dueño de la casa con gran serenidad mientras introducía un pliego de papel en un sobre-. Perdonen un momento -dijo mientras escribía una dirección en el sobre-. Es el borrador de mi testamento -añadió con gran calma.
Plinio y don Lotario se miraron un poco confundidos.
Don Onofre sorprendió la mirada y sonrió. Luego se miró las manos.
– Has ido a hablar con mi mujer, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Y qué? ¿Has sacado algo en claro?
– Las pruebas están contra ella -dijo Plinio sin titubear.
– Las pruebas… mienten -dijo don Onofre con solemnidad-. Yo maté a la Antonia y a Carmen.
– ¿Por qué? -dijo Plinio sin pestañear.
– Porque quería casarme con Joaquinita. -Es una buena razón. ¿Y qué tenía que ver Antonia con eso?
– Antonia sabía que yo tenía relaciones con Joaquinita.
– Podía usted haberla despedido… -Le hubiese dado un gran disgusto a Carmen.
– Mayor disgusto le dio matando a su vieja criada y… luego a ella -dijo don Lotario.
– ¿Cómo la mató? -preguntó Plinio, rápido. -Pues… me vestí de máscara.