– ¿Cómo?
– Con una sábana…, esa sábana. La esperé en el callejón de la vaquería y…
– Y luego, ¿qué hizo?
– Me fui al baile y escondí la sábana y el bastón en una alfombra.
– ¿ Dónde estaba la alfombra?
– En… en un pasillo interior.
– Y luego salió usted del baile vestido de paisano, tal como va ahora.
– Eso es.
– ¿No le parece que era algo expuesto?
– No; a mí me gustaba dar una vuelta siempre por los bailes con los amigos.
– Pero esta vez salió solo.
– Sí.
– ¿Por dónde salió de su casa?
– Por la portada.
– Y a doña Carmen, ¿cómo la mató?
– Le eché un veneno en la medicina.
– ¿ Qué veneno?
– Estricnina.
– ¿Dónde la compró?
– La tenía yo.
– Todavía le quedará… Enséñemela. -Y cambiando el tono de su voz, espetó-: Usted no mató ni una mosca, don Onofre. Pero de todas formas véngase al Juzgado a firmar esa declaración.
Don Onofre, de pronto, empezó a sollozar, al tiempo que se levantaba y obedecía el mandato de Plinio.
– Se trata de mi hijo, Manuel, de mi único hijo…
Fueron al Juzgado en el coche de don Lotario. Mientras el juez quedaba con don Onofre en su despacho, Plinio y don Lotario sacaron a Joaquinita y a su padre, que habían sido ocultados en la habitación del Registro Civil mientras entraba don Onofre. En el coche los llevaron a casa de la calle de la Luz. Ya en el comedor Plinio cerró la puerta y, de pronto, se dirigió a Joaquinita.
– Cuando don Onofre, tu marido, volvió a matar a Antonia, ¿tú le viste entrar?
– Sí…
– ¿ Venía vestido de paisano?
– No… de militar. Como salió.
– Vamos a ver ahora mismo ese traje.
– Yo no sé dónde está… Espere, sí. Salió Joaquinita y detrás el padre, don Lotario y Plinio. Llegaron a un cuarto de baúles. Joaquinita, con gran serenidad, abrió uno. Sacó unas cuantas prendas y, por fin, apareció un antiguo uniforme de caballería. Un fuerte olor a naftalina se esparció por la habitación.
– Ése es -dijo señalándolo.
Plinio cogió la chaqueta y pantalones; colocó unas prendas encima de las otras, en el aire.
– Este traje no le cabe a don Onofre aunque adelgazase treinta kilos y lo cortaran por la mitad -dijo Plinio a gritos. Y, de pronto, volviéndose hacia el padre de Joaquinita, le puso el traje delante y gritó-: ¡A usted sí que le iría bien!
El viejo dio una especie de respingo, como si le amenazaran con un hierro al rojo.
Plinio, entonces, dejando caer el traje, tomó el viejo de las solapas de la chaqueta y le pegó un tremendo testarazo contra la pared.
– ¡Canalla! ¡Qué bien le habría venido…!
– ¡Cuidado, Manuel! -gritó don Lotario-. ¡La navaja!
El padre de Joaquinita había sacado una gran navaja del bolsillo de la chaqueta y acababa de abrirla cuando el veterinario dio la voz. Plinio soltó su presa y dio unos pasos hacia atrás, al tiempo que desenvainaba el sable, un tanto herrumbroso.
– ¡Suelta el arma, desgraciado! -dijo al tiempo que ponía la punta del sable en la barriga del viejo.
El hombre, con la cabeza un poco echada hacia delante, entornados los ojos, su breve boca entreabierta, continuaba amenazante a pesar de que casi sentía en su carne la punta del sable de Plinio.
– ¡Suelta! -volvió a gritar Plinio al tiempo que hacía más presión.
– ¡Suelta, padre!
Por fin, el viejo, sin dejar de mirar al guardia con el mayor odio, dejó caer la navaja.
Plinio, con la mano libre, se sacó del bolsillo trasero del pantalón sus viejas esposas de cadena.
– Póngaselas usted, don Lotario.
El veterinario tomó las esposas y, con agilidad y no sin esfuerzos, maniató al padre de Joaquinita.
Plinio tomó la navaja del suelo y se la guardó en el bolsillo.
– ¡Qué familia más bien avenida, don Lotario! El padre quitó de en medio a la Antonia, y la hija al ama…
– Su cuenta les tenía -respondió el veterinario,
– Yo no maté a nadie -dijo Joaquinita, con voz que quería ser enérgica.
– Eso nos lo vas a explicar allí en la cárcel, donde yo tengo medios muy buenos para hacer hablar a las niñas precoces.
– Tú no puedes detener a mi hija -dijo U viejo.
– Ya lo creo, y para muchos años. Vámonos -añadió Plinio.
Después de las completas declaraciones de los detenidos, Manuel González, alias Plinio, pudo reconstruir totalmente el crimen de la Antonia y el de doña Carmen de la siguiente manera:
La noche del domingo de carnaval, cuando don Onofre visitaba a Joaquinita en su habitación, ella creyó oír un leve ruido en la puerta. Abrió de pronto y vio a Antonia, inmóvil junto a la puerta. Nada se dijeron. Antonia miró a Joaquinita fijamente, sin pestañear, con un gesto duro, de reproche. Como Joaquinita titubease un momento, Antonia se llevó el dedo a los labios, pidiendo silencio. Joaquinita entró de nuevo al cuarto cerrando la puerta tras de sí.
– ¿Qué era? -le preguntó don Onofre.
– Nada. Creí haber oído un ruido.
Al día siguiente, lunes de carnaval, Antonia habló a solas con Joaquinita:
– Oye, niña, el próximo sábado, cuando venga tu padre al pueblo, te vas a ir con él para siempre. Dirás a los señoritos que te sientes un poco mal y que deseas ir unos días al campo para reponerte, ¿entiendes? Unos días que serán toda tu vida.
– ¿Y si no me da la gana?
– Si no te da la gana, ahora mismo le digo a doña Carmen tu desvergüenza y no hay necesidad de esperar al domingo… Si quiere el señorito seguir viéndote, que sea en otro lado. Aquí no, porque a mí no me da la gana.
Joaquinita lloró un poco y después cambió de actitud. Prometió a Antonia seguir sus instrucciones.
El sábado por la mañana, Joaquinita y su padre tuvieron una larga y secreta conversación, en la que se convinieron los planes ulteriores.
Joaquinita dijo luego a Antonia que su padre permanecería en el pueblo hasta el lunes, después de Piñata. La vieja se mostró conforme.
El domingo de Piñata, Joaquinita, con el mayor secreto, abrió el postigo de la portada que daba al callejón del Zurdo. Entró su padre hasta una cocinilla que se utilizaba para lavar. Allí Joaquinita le entregó un lío de ropa, y volvió inmediatamente al piso superior.
Media hora después, Joaquinita, desde la galería de cristales que daba al corral, hizo una seña a su padre, que aguardaba oculto bajo la gavillera. Inmediatamente el hombre salió a la calle por la portada con un lío de ropa bien envuelto bajo el brazo… Pronto se perdió entre las máscaras, camino del derruido cuartillejo de junto a los paseos del cementerio.
La súbita enfermedad de doña Carmen dio a Joaquinita y a su padre la esperanza de una muerte inmediata. Pero aquella noche, cuando don Gonzalo el médico, ante don Onofre, el padre de Joaquinita y ésta, declaró que la enfermedad había hecho crisis, una mirada de inteligencia se cruzó entre padre e hija.
Sin que mediasen palabras, y mientras don Onofre cenaba, Joaquinita pasó a la alcoba de doña Carmen. La habitación estaba iluminada solamente por una luz de mariposa en aceite. La señora dormía casi boca abajo, según su costumbre. Joaquinita se aproximó a la cama. La volvió con cuidado un poco más hasta dejarla completamente boca abajo y entonces, desconfiando de sus fuerzas, apagó la mariposa, se subió en la cama y se sentó sobre la cabeza de doña Carmen, apoyándose con los talones en el cuerpo de la víctima para hacer mayor fuerza. Así permaneció largo rato, hasta notar que el cuerpo de doña Carmen no rebullía. Entonces, bajó de sobre su ama, encendió de nuevo la mariposa, colocó el cuerpo de doña Carmen en la postura que le era habitual, le cerró la boca y los ojos y, con pasos muy suaves, salió de la alcoba por la puerta que daba a la galería de cristales.