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Plinio, sin responder, había encendido de nuevo su mechero y lo aproximó a la pared encalada, en la que se veían restregones de un rojo oscuro, de un indudable rojo de sangre.

– ¿Será humana? -preguntó Plinio como para sí, aunque en voz alta.

Don Lotario sonrió con cara traviesa.

– Eso lo sabremos en seguida.

Y de su gran cartera, que sacó del bolsillo interior, extrajo un cristalito portaobjetos de su microscopio. Lo mojó en el charco y se quedó con él en la mano, aguardando a que se secase.

Plinio, que había apagado de nuevo el mechero, parecía pensativo. Don Lotario estaba con el cristal entre los dedos escrutando el semblante de Plinio.

Plinio encendió de nuevo su mechero e, inclinándose, lo aproximó al charco, pero no hacia la pared, sino hacia la orilla opuesta. Era un charco en forma ovalada, sobre un leve hundimiento del terreno de unos cincuenta centímetros de foco aproximadamente.

– Es un gran charco, ¿eh, Manuel?

Plinio, obstinado en su silencio, comenzó a andar hacia la cuneta del paseo de los Foudres.

Don Lotario le siguió. Se veían gotas gruesas de sangre que seguían hasta la cuneta, y, saltada ésta, sobre los adoquines de la carretera durante unos sesenta centímetros hacia el centro de la calzada. Luego, el chorreón, más que gotas aisladas, se interrumpía totalmente.

Plinio, que volvía a quemarse, apagó el mechero, pero siguió dando vueltas en torno a donde estaba el goterón. Don Lotario iba junto a él, también con su mechero encendido.

Durante un largo rato ambos hombres fueron desde el charco a la calzada y de la calzada al charco; por fin, Plinio dio por acabada su inspección y se puso derecho, llevándose ambas manos a los ríñones, resentidos por tan prolongada inclinación.

– ¿Echamos otro cigarro, don Lotario?

– Vamos -dijo el veterinario al tiempo que se sacaba la petaca con la mano que le quedaba libre.

– Pero vamos a nuestro banco -añadió Plinio tomando la petaca.

Ya sentados, y mientras Plinio liaba, don Lotario, una vez comprobado que se había secado la sangre que había en el portaobjetos, cuidadosamente lo lió en un papel y lo guardó en su cartera.

Cuando ambos amigos chupaban ya de sus cigarros recién liados, Plinio habló:

– ¿Sabe usted lo que digo?

– ¿Qué, Manuel?

– Que, ahora que caigo, esta vez me tocaba a mí sacar tabaco.

– ¡Qué cosas tienes, Manuel! Yo creí que ibas a hablar de la sangre.

Plinio sonrió con aire bonachón.

– Porque esa sangre es muy reciente, Manuel. Sangre de hace media hora lo más, si no se habría coagulado.

– Ya… ¿Qué hora es?

Don Lotario sacó su reloj de oro y se inclinó un poco para que la luz que tenía a su espalda incidiese sobre el reloj.

– La una.

– Hace una hora que llegó el tren.

– Sí; cuando nosotros salíamos de la plaza llegaba el coche de Paco.

– Caso de tratarse de un crimen, ocurrió después de la llegada del tren.

– Claro, y claro que es un crimen, ¿qué va a ser?

– Que hayan matado un gorrino -dijo Plinio sonriendo.

– ¡Qué cosas tienes, Manuel!

– Sí, hombre, todo puede ser.

– O alguna cosa de… mujeres. Ya sabe usted que por ahí vienen parejas.

– Eso ya es otra cosa… ¡Estaría bueno!

– Por eso hay que andar con tiento, no vayamos a tocar el violón.

– El tren llegó a las doce en punto. Lo más probable es que lo que ocurrió fuese hacia las doce y media, cuando ya no había gente por aquí. Es decir, aproximadamente cuando nosotros llegábamos al principio del paseo.

– Sí, lo que haya ocurrido debió de ser a esa hora. La sangre estaba fresca…

Plinio, súbitamente, se puso de pie.

– ¿Vamos a ver si hay alguien en la estación?

– Bueno, vamos. ¿Crees que esto puede tener alguna relación con la estación?

Llegaron ante el charco de sangre y Plinio se detuvo de nuevo junto a él. Lo tocó suavemente con el dedo.

– Ya está casi seco.

– Y hay una gran cantidad.

Plinio asintió con la cabeza; y ahora que ya parecía no venir a cuento contestó la pregunta hecha por don Lotario.

– Muy bien puede ocurrir que esto -señaló el charco con la punta del pie- nada tenga que ver con la estación… Pero por la hora en que ha debido de ocurrir, y por estar relacionada con la estación la mayor parte de la gente que por aquí anda, por la estación hemos de comenzar la indagación. ¿Qué le parece? -preguntó el jefe con cierta sorna.

– Que está muy bien, Manuel.

Echaron a andar hacia la puerta de la estación, que quedaba a unos cien metros del final de los paseos.

– Así que don Luis el boticario analice esta sangre, sabremos si el muerto o herido es hombre, mujer o animal -dijo don Lotario como para sí.

Plinio volvió a su tono de sorna. La verdad es que en los principios de todo trabajo siempre se ponía nervioso.

– Total, que sin ese análisis nunca sabríamos si el herido o muerto es hombre o mujer…

– Hombre, Manuel, seguro que tú acabarías por averiguarlo; pero la ciencia es un gran auxiliar.

– La ciencia, la ciencia… -rezongó el guardia-. Lo importante es el caletre, don Lotario, el caletre, no lo olvide.

– Ya lo sé, Manuel…

La puerta de la estación estaba encajada. Plinio le dio un puntapié a pie plano y se abrió.

Pasaron al vestíbulo y salita de taquillas, que estaba sin luz y salieron al andén. Sentados al fresco, bajo los árboles, estaban el jefe de la estación y su mujer.

– Hemos tenido suerte -comentó Plinio al verlos.

Después de cambiar saludos y de saber que los visitantes «venían de asiento», el jefe sacó de su despacho dos sillas.

Plinio, en vez de empezar preguntando, según era su costumbre, cambió de táctica y empezó por explicarle al jefe de estación lo del charco de sangre que había enfrente.

El jefe escuchó la relación con gesto de extrañeza.

– ¿Ha visto usted algo anormal, Contreras? -preguntó al fin Plinio.

– No, señor, nada.

Se levantó el jefe sin añadir palabra, entró en su despacho y en seguida salió con un factor de servicio y un vigilante.

– ¿Vosotros habéis visto algo anormal esta noche por la estación al llegar el «6»?

Los interrogados movieron la cabeza sin comprender bien la pregunta.

A Plinio no le hacía ninguna gracia aquella oficiosidad del jefe de estación de llamar a aquellos hombres y consultarles por su cuenta, pero tuvo que resignarse.

Cuando la explicación, no breve, acababa, y Plinio pensaba terciar, el jefe de estación ordenó a los empleados que lo siguieran a ver el charco, como si supiera dónde estaba exactamente.

La mujer del jefe, picada por la curiosidad, también se puso en movimiento.

– Yo iré con ustedes -dijo don Lotario- para indicarles dónde es exactamente.

Marcharon todos, y Plinio quedó solo, con gesto de cómica resignación.

Aprovechó para liar otro cigarro.

Tardaron lo menos veinte minutos en volver. Y cuando lo hicieron, formaron corro cerca de Plinio y comenzaron a especular sobre las probables causas del charco. Por supuesto, la voz cantante la llevaba el jefe de estación, que parecía excitadísimo.

– No cabe duda alguna -decía-, esto es cosa de los gitanos que han acampado en el paseo de la Circunvalación. Ellos son gente muy sanguinaria, y algún trato, ya se sabe…