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Todos, menos don Lotario, asentían a las sugerencias del jefe de estación.

– Tiene razón, son los gitanos -decía la esposa de Contreras, mirando a Plinio.

Por fin callaron y abrieron el corro hacia Plinio. El jefe de estación, muy ufano, esperaba sin duda que Plinio le diera la razón. Pero Plinio fumaba con paciencia y parecía no darse cuenta de que ahora lo miraban.

– No cabe duda -repitió el jefe como para convencerse a sí mismo-, han sido los gitanos.

Plinio lo miró descaradamente. El jefe de estación quedó un poco desconcertado.

– Los gitanos esos, ¿tienen auto, o al menos carro? -preguntó Plinio con cierta reticencia.

– No…, no creo -respondió titubeante el jefe de estación-. ¿Por qué?

– Porque el cuerpo herido ese, de quien sea, lo retiraron de frente la tapia hasta la calzada, según marcan los goterones, que de pronto se cortan, y lo subieron en algo que no permitía la filtración de una gota de sangre… Como la hemorragia era enorme, si lo hubieran llevado andando o en brazos -añadió Plinio con aire enérgico, cortándole al ferroviario la palabra para objetar a lo que el guardia suponía-, lo más fácil es que no hubieran ido hasta la calzada; y segundo, que no habrían podido evitar las gotas de sangre en el suelo… Y no hay ni una gota más, una vez franqueados dos pasos de la calzada, exactamente enfrente de la mancha que hay en la tapia.

Todos quedaron en silencio mirando a Plinio, que, con los ojos bajos, como pensando, daba una chupadita a su cigarro.

– ¿Qué piensas entonces, Manuel? -dijo don Lotario.

– Pienso que lo más fácil es que esa sangre tenga algo que ver con la gente de la estación.

– ¿Con la gente de la estación? -preguntó el jefe como ofendido.

– Sí -respondió Plinio, mirándole a los ojos-, con la gente del tren de las doce, más exactamente.

– ¿Es que no hay por aquí más gente que la que viene a la estación? -preguntó la mujer del jefe con el mismo aire de ofensa.

– No, mujer -respondió Plinio, conciliador-; pero dada la hora en que ha ocurrido el accidente, debo pensar que puede tener algo que ver con la llegada del tren, con los viajeros, con los que han venido a recibirles…, qué sé yo… A estas horas, y no habiendo trenes por aquí, no pasa un alma.

– Mejor oportunidad para el criminal -dijo el jefe, defendiendo su posición hasta el extremo.

– Es muy posible. Sin embargo, mi deber es comenzar la investigación por la gente del tren y de la estación.

Todos quedaron mirando de nuevo a Plinio. Éste, luego de un momento de titubeo, dijo a Contreras:

– ¿Tiene usted por ahí alguna pluma de escribir?

Y, sin esperar respuesta, se metió en el despacho del jefe y se sentó tras una mesa, tomó una pluma y, sacando un cuadernillo de su bolsillo, se puso las gafas y quedó en actitud de escribir. Los demás miraban desde la puerta. -Entren, entren; hagan el favor de entrar. Todos fueron pasando con cierto temor. -Tomen asiento. Usted, Contreras, respóndame primero.

Contreras miró a su mujer. Luego se estiró bien la guerrera azul de botones dorados.

Plinio aproximó al cuaderno un farol de ferroviario que había sobre la mesa.

– Veamos, Contreras. ¿ Estaba usted en la estación cuando llegó el tren número 6? -Sí, señor.

– ¿Había mucha gente esperando el tren? -Muy poca.

– ¿Recuerda usted a alguien?

El jefe hizo memoria.

– Sí, estaba don Julio, el maestro; José, el de la fonda; los del correo…

– La del escobero -terció el vigilante.

– Usted aguarde a que le llegue su turno. -¿Quiénes más?

– Como cuíco o seis más, que no sé quiénes son y quizá también alguno que no recuerdo.

– Bien… Veamos ahora si recuerda quiénes vinieron en el tren.

El jefe hizo un gesto de perplejidad, como si eso fuera imposible.

– Esta noche llegaron bastantes viajeros. -Veamos. Haga un esfuerzo -le dijo Plinio, con la pluma presta.

– Un grupo de vendimiadoras y vendimiadores. -¿Como cuántos?

– Serían diez entre hombres y mujeres. -¿Venían en grupo? -Me pareció que sí. -¿Quién más?

– El interventor del Ayuntamiento, don Patricio, y sus hijas.

De esta forma, Plinio interrogó a todos los presentes, hasta conseguir una lista bastante larga de la gente que pisó la estación hacia la hora del presunto crimen.

Cuando estuvo seguro de haber estrujado bien la memoria de los ferroviarios y de la señora del jefe de estación, se guardó el cuadernillo y quedó mirando sobre las gafas con aire interrogativo a todos los circunstantes.

– ¿ Tienen algo más que añadir? ¿ No? De todas formas volveremos por si recuerdan algo que merezca la pena. Buenas noches.

Plinio y don Lotario marcharon a buen paso. Cuando llegaron al paseo de los Foudres, Plinio se detuvo un momento, titubeante.

– Mejor será -dijo- que echemos un vistazo a esos gitanos.

Y sin más dobló hacia el paseo de Circunvalación. Daba unos pasos tan largos que don Lotario, para seguirle, iba casi al trote.

Por el paseo no había una sola luz. La noche estaba oscura y tuvieron que aminorar la marcha.

– ¿Tú sabes bien dónde acampan, Manuel?

– Sí, junto al campo de fútbol.

Hacia el centro del paseo y como a unos doscientos metros, surgió una luz que se aproximaba.

– Este de la bicicleta nos servirá -dijo Plinio.

Luego de avanzar unos pasos, Plinio se cuadró en el centro del paso, e hizo señal de parar al que venía con la bicicleta.

El ciclista, que no venía muy de prisa, echó pie a tierra casi rozando al guardia.

– ¿Qué se tercia? -preguntó con naturalidad.

Era un hombre fuerte, con una boina muy chiquita sobre el occipucio.

– Queríamos que nos alumbre un poco junto a las tapias del campo de fútbol. Vamos buscando a unos gitanos.

– ¡Ah! ¿Van a gitanos? Pues sí que les alumbro, y les presto la faca, si precisan.

– Hombre, no es para tanto.

– Yo… Es que, ¿sabe usted?, los gitanos…, a mí los gitanos… ¡Maldito sea su padre…! Los gitanos…

Iban andando junto al ciclista, que llevaba la bicicleta sujeta por el manillar.

– Se la tengo «jurá»… Si llego a saber que están por aquí… Son sal negra los gitanos. Una vez, contaba mi padre, que tuvieron su mala suerte, viniendo de la Ventilla, porque eran gitanos allí, junto a la casa de ese que vive por el canal, ya de noche, salieron unos gitanos con anís, decía mi padre, y se pusieron a cantar no sé qué del galopín, ¿sabe usted? Y mi padre venga arrear al macho… Pero ellos, con el anís y el galopín, que si quieres… Hacía oscuro y uno le dio anís al macho…

Plinio y don Lotario se miraban y hacían gestos de no comprender. El mocetón hablaba de una manera apagada, como si recitase algo muy sabido y totalmente ajeno.

– … el macho habrá sido de los gitanos, y al oír el galopín o al beber el anís, mi padre cree que al oír el galopín, al macho, que se llamaba Lucero…

Habían llegado junto a la tapia del campo, y Plinio comenzó a mirar con interés, pues casi divisaba el campamento.

– Allí se ven sombras…

Y se dirigió un poco a campo traviesa, seguido del ciclista, que había puesto una de sus manazas sobre el hombro de don Lotario y, sin dejar la bicicleta con la otra, seguía contándole lo de los gitanos.

Plinio ordenó al de la bicicleta que enfocase en la dirección que él decía. Y al haz de luz del farol, se vieron hasta ocho cuerpos que, arrebujados en mantas, dormían junto a la tapia. Quedaba, junto a un carromato, un rescoldo de lumbre.