El hombre de la bicicleta, sin encomendarse a Dios ni al diablo, comenzó a tocar la enorme bocina que llevaba en el cuadro de la máquina. Apenas el primer bocinazo comenzaron a verse cabezas despabiladas y empavorecidas.
Plinio esperó en silencio.
Los gitanos cuchicheaban entre sí, al tiempo que se hacían visera con la mano intentando ver quién les deslumbraba.
Plinio se puso delante de la luz.
– ¿Cuántos sois?
– «Tós» éstos… -dijo un viejo de bigote gris.
– Ven para acá.
El hombre se destapó de mala gana y se incorporó sujetándose los pantalones.
– Somos onse, ¿sabe osté?, onse justos… Lo saben los seviles…
– ¿Estáis todos?
– Sí, señor…, todos.
– ¿Cuándo os acostasteis?
– Al caer la tarde.
– ¿Tenéis alguno herido?
– No, señor guardia.
– ¿Seguro?
– ¡Seguro! Mire…
Plinio tomó la bicicleta y comenzó a pasar el farol petate por petate. Todos los ojos le miraban en silencio, siguiendo sus movimientos con temor. Luego registró el carromato. En él dormían tres criaturas y un perro entre ropajos sucios.
Plinio, después, pacienzudo, fue destapando uno por uno todos los petates y los husmeó, así como los alrededores del campamento.
– ¿ Cuánto tiempo pensáis estar por aquí? -preguntó al viejo.
– Lo que ustedes consientan.
– Bueno, no os vayáis sin decírmelo. Mañana preguntaré a la Guardia Civil si es cierto que sois los que estáis aquí.
– Segurísimo, señor guardia.
Plinio sacó la petaca y dio al gitano, que, confiado, empezó a liar.
– ¿Se puede saber qué pasa, señor guardia?
– Nada -dijo Plinio con calma-, que esta noche, en aquella esquina, han matado a un hombre.
– ¡Virgen de las Angustias!
Hablaban en voz baja y parecía imposible que lo oyesen los que estaban en los petates; sin embargo, se escuchó un murmullo cuando Plinio dijo lo del muerto.
– Pues nosotros, nada, señor guardia, ni enterarnos.
– Bueno, bueno, eso ya lo estudiaremos mañana.
– Pero ¿adonde va? -gritó de pronto don Lotario.
Volvieron la cabeza Plinio y el gitano y vieron que el de la bicicleta se escapaba a todo pedal y a campo traviesa.
Don Lotario intentó correr tras él.
– Déjelo, déjelo -le dijo Plinio-. ¡Pobre hombre!
Eran las tres de la madrugada cuando Plinio y don Lotario volvían por los solitarios paseos de la Estación, viendo de nuevo cómo las sombras de sus cuerpos crecían y menguaban y desaparecían al fin, a medida que pasaban bajo las luces del centro.
– Hay que completar esta lista de viajeros, don Lotario. Mañana visitaremos a todos los que tengamos apuntados para que nos digan quién más venía en el tren.
– Me parece muy bien, Manuel.
– Y, ahora, antes de acostarnos, intentaremos localizar adonde ha ido ese grupo de vendimiadores, no sea que mañana se vayan cada uno por su lado y la faena sea más difícil.
– Lo más seguro es que esta noche la pasen en una posada.
– En eso pienso.
Cuando llegaron al Ayuntamiento, el guardia de puertas les dijo que un grupo de vendimiadores que llegó por la calle de la Feria había entrado hacia la una en la «Posada de los Portales».
Plinio, sin añadir palabra y seguido de don Lotario, se fue hacia la posada, que estaba en la misma plaza.
Tuvieron que darle muchos golpes al llamador para que abrieran. Salió el mismo posadero en mangas de camisa y restregándose los ojos.
– Jaro -le dijo Plinio-, ¿te ha llegado en el tren de las doce un grupo de vendimiadores?
– Sí, jefe.
– ¿Dónde están?
– Pasen ustedes.
– ¿De dónde son?
– De la Puerta del Segura.
Pasaron a una gran pieza llena de sacos, de aperos de labranza y de petates. A la luz amarillenta de una sola bombilla que había en el centro, se veía mucha gente, casi hacinada, durmiendo vestida, sobre sacos, entre maletas viejas y hatillos.
El ambiente, espeso, olía a paja y a sudor.
El posadero señaló a un testero de la pieza en la que dormían ocho o diez personas entre hombres y mujeres, revueltos, en las posiciones más caprichosas.
– ¿Éste también es? -dijo Plinio señalando a un mocetón que dormía apaciblemente con las manos cruzadas bajo la cabeza, desabrochada la camisa y con los pies cruzados.
– Sí, también.
Plinio le dio una patadita.
– ¡Eh, buen mozo!
El buen mozo abrió los ojos con gran naturalidad, como si no hubiera estado durmiendo, y, sin la menor alarma, preguntó:
– ¿ Qué pasa?
– El jefe de la Policía, que quiere hablar contigo -dijo el posadero.
– Bueno, que hable.
– ¿Cuántos vendimiadores habéis venido en el tren de las doce?
– Nosotros.
– ¿Nadie más? -Que yo sepa, no. -¿Cuántos sois?
– Diez.
– ¿Todos de la Puerta?
– Sí, señor.
El mozo iba respondiendo sin cambiar de posición.
– ¿Habéis venido todos a la posada?
– Sí, señor.
– Al bajar del tren, frente a la estación, ¿habéis visto algo raro?
– No, señor.
– ¿Dónde venís a trabajar?
– A casa de Rufinillo.
– ¿Todos?
– Sí, señor. Todos.
– Que duerma bien.
– Bueno.
Plinio salió de la posada con don Lotario.
– ¿Entonces, Manuel…?
– Entonces, hasta mañana, que trabajaremos esta lista lo que podamos.
A la una en punto de la tarde llegó Maleza, el cabo de la Guardia Municipal de Tomelloso, al salón bajo del «Casino de San Fernando», y se dejó caer, derrumbado de cansancio, sobre un sillón. Luego, se quitó la gorra y se limpió la calva con el pañuelo.
Maleza, en su soledad, hacía algunos gestos y movía los labios, como en soliloquio.
En el Casino se notaba la euforia de la vendimia. La gente, vestida de trapillo, entraba y salía como excitada. Hasta los señoritos iban sin corbata y con trajes usados, para demostrar que andaban en plena actividad.
El motivo de tantas entradas y salidas de los socios era husmear la cotización de la uva en las distintas casas; saber si a fulano o a mengano le
«entraban» uvas o no; y, sobre todo, el hacer política; los vendedores de uvas procuraban propalar con los más ingeniosos argumentos que la cosecha era escasa, que había muchas uvas menos de las que parecía a simple vista; y que en los pueblos próximos se pagaba el fruto a más alto precio.
Por el contrario, los compradores, de manera sutil, dejaban caer en este y aquel corro que la cosecha era inmensa, que la uva era mala, de poco grado, y que en todos sitios se pagaba a menos precio que en Tomelloso.
En este juego, tan viejo como la misma uva, no se engañaba nadie, porque la realidad tenía una elocuencia incuestionable, pero era divertido y excitante.
Maleza, que no tenía ni una mala parra, miraba con melancolía aquel trajín de vendimia. Hubiese preferido él mil veces verse en aquel tráfago, mejor que arrastrando el sable.
A la una y diez llegó al Casino don Lotario, que a pesar de su costumbre de andar y de su naturaleza inquebrantable, también aparecía fatigado. Llegó con el sombrero un tanto descolocado y resoplando un poco. Se dejó caer en otra silla junto a Maleza, y, como él, se pasó el pañuelo por la calva.