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– Cansadito, ¿eh? -le preguntó Maleza.

– Un poco.

– El jefe, con esa manía que tiene de las listas, nos balda. Yo le temo. Cada vez que ocurre algo en el pueblo me echo a temblar pensando en las dichosas listas.

– Siempre resultan eficaces, Maleza.

– Eficaces, eficaces… -rezongó Maleza-. Es un trabajo de negros el hacer una lista de quince o veinte tíos, que cada uno vive a mil leguas del otro, y echarse a la calle a preguntarles tontadas.

– Te digo que son eficaces.

– Menos algunas veces. ¡Acuérdese usted cuando los meloneros…!

– Sí.

– ¿Y para qué sirvieron?

– Para saber que el asesino no era un melonero.

– Eso es una manera muy buena de decir que no valieron de nada.

– No seas terco, valieron para eliminar a los meloneros.

– ¡Pamplinas! Es una manía del jefe como otra cualquiera. Y, además, las listitas de hoy han sido las más endemoniadas que he trabajado en mi vida, porque cada tío que visitaba recordaba a otro o a otros que habían venido en el tren.

Don Lotario sonrió en señal de asentimiento, y añadió:

– A algunos los hemos visitado los tres.

– Ya… No me diga que no es una «simplez»…

– Era irremediable.

A la una y veinte llegó Plinio, más cansado si cabe que sus ayudantes. De puro desceñido, traía el cinto casi en las ingles y el sable le arrastraba de la manera más torpe.

Se sentó luego de saludar con un vago ademán, como sin fuerzas para más.

– Yo creo que ya que nos ha hecho usted trabajar estas listitas tan criminales, debía invitarnos a algo fresco -dijo Maleza.

– Como que yo no he trabajado, so voceras -le replicó el jefe, del peor humor-. Además, estamos a finales de mes y no tengo un real.

– Sí, pero, ¿y los veinte carritos de uva que va a vendimiar?

Plinio no dijo nada.

Don Lotario dio una palmada para llamar al camarero, que estaba a la espectativa.

– Tráenos unas cervezas fresquitas.

– ¡Cómo le quiero, don Lotario! -dijo Maleza dándole una palmada en la pierna.

– No; si pago a cuenta de Manuel, que me va a vender la uva…, si quiere, vamos.

Plinio sonrió a don Lotario beatíficamente.

– ¿Quieres o no? -preguntó el veterinario.

– Yo le vendo hasta la mujer si la quiere.

– ¿A qué precio?

– ¿El qué, la mujer o las uvas?

– Hombre, las uvas de momento.

– Al que usted quiera.

– Bueno, no te quejarás.

– Yo nunca me quejo de usted.

Manolo, el camarero, llegó con tres dobles de cerveza y unas patatas fritas.

– Esto me lo apuntas -dijo Plinio.

– Ni hablar, pago yo -dijo don Lotario, sacando la cartera-. Era una broma.

– ¿Lo de las uvas? -preguntó Plinio con gesto cómico.

– No, lo de que las pedía a tu cargo. Tú invitarás cuando yo te pague el fruto.

Maleza, de un solo golpe, se bebió medio vaso de cerveza.

Calles, un hombre gordito con blusa negra y boina, se acercó al corro:

– ¿Qué, Manuel, me vendes las uvas?

– Acabo de vendérselas a don Lotario.

– ¡Vaya con don Lotario! -exclamó Calles-. Con su cuenta y razón hace de policía todo el año.

Y dio una palmada en el hombro al veterinario para subrayar el tono de broma de su dicho.

– Y que lo digas -sonrió don Lotario.

– Y entérate Manuel, que va a haber uvas para embasurar las viñas -añadió Calles.

– No será tanto -dijo el guardia-. Si lo fuera no vendría usted buscando vendedores.

Calles se echó a reír y, sin añadir palabra, se fue hacia su tertulia, que no dejaba de gritar sobre uvas y precios.

Se disponía Plinio a sacar su famosa lista, que tenía en la misma funda de las gafas, cuando llegó don Luis, el farmacéutico, con el portaobjetos de don Lotario en la mano.

– ¡Es sangre de hombre! -dijo al tiempo que tomaba una patata del plato de los tres amigos.

Plinio hizo un gesto de escepticismo. -¿Qué? ¿Que no? -dijo el boticario con gesto de ingenua sorpresa.

– No digo que no, don Luis, pero sí que les dan ustedes mucha importancia a sus aparatitos. Que un policía con agallas descubre las cosas sin necesidad de microscopio.

– Qué cosas dices, Manuel -añadió el veterinario al ver la cara de desconsuelo que ponía don Luis.

– Yo lo que necesito saber es dónde está el herido… o el muerto.

– Eso sí que no lo puedo yo ver con el microscopio -dijo don Luis tomando alegremente otra patata frita.

– Bueno, vamos al grano -añadió Plinio sacando definitivamente su lista de viajeros de la funda de sus gafas.

Don Lotario hizo lo mismo, y Maleza, de mala gana, también sacó la suya, que por cierto no estaba nada presentable.

– Empiece usted, don Lotario -ordenó el jefe.

Don Lotario carraspeó y luego:

– Nada en conclusión. He visitado a diecisiete entre viajeros y los que esperaban a los viajeros. Ninguno vio nada anormal; ni carro ni auto parado en el camino de los Foudres. Venía uno de Argamasilla que no he podido localizar, un tal Benjamín, que vende piensos.

– ¿Y tú, Maleza?

– Igual resultado. Un viajante de tejidos que para en la fonda de Marcelino, lo he localizado y no sabe nada de nada. Me ha faltado por ver a Sebastián Carnicero, el de Alcázar, el que es novio con la de Jerónimo. Pero le he preguntado a la chica por teléfono y dice que ella no sabe nada, porque ya no son novios. De coches y carros, nada.

Plinio quedó mirando su lista, a su vez, con gesto de desánimo.

– Yo tampoco he sacado nada en claro. He visto a más de veinte. Sólo me queda por localizar a otro de Argamasilla, que por lo visto no es el mismo que el de usted. Se trata de Antonio Mojoncillo, el del molino.

– Entonces, ¿ustedes buscan al criminal de un presunto asesinado junto a las paredes de San Isidro? -inquirió don Luis.

– No -dijo Plinio-. Buscamos al muerto o herido. A partir de él vendrá lo demás.

– Muy bien podría tratarse de un vómito, de una hemorragia… -aventuró el boticario.

– Pues, entonces, busquemos al del vómito.

– Ya.

Plinio quedó pensativo, con las gafas de plata en el caballete de la nariz y moviendo su papelote a manera de abanico.

– ¿Han visto ustedes si aquella noche trajeron a alguien a la Casa de Socorro? -sugirió de nuevo el boticario.

Plinio afirmó con la cabeza.

– Maleza -dijo Plinio-, desde este mismo teléfono del Casino, pero a cuenta del Ayuntamiento, claro está, vas a pedir conferencia con el jefe de la Policía de Alcázar y con el de Argamasilla, para que nos informen si estos sujetos que tenemos en la lista regresaron a su pueblo.

– Sí, señor.

Tomó las tres listas, sacó los nombres y se fue para la cabina del teléfono.

– El teléfono, a pesar de ser un aparatito científico, bien que se vale usted de él -dijo don Luis a Plinio.

Plinio se rascó la cabeza y miró a don Luis por encima de las gafas.

Mientras Maleza estaba arriba, en el teléfono, pidiendo las conferencias, don Luis, el farmacéutico, acabó de comerse despaciosamente las patatas fritas que había en el plato.

Plinio, inclinado sobre la mesa, daba vueltas a la funda de sus gafas. Don Lotario también parecía reflexionar, con la barbilla sobre la palma de la mano. Don Luis picoteaba en los últimos restos de patatas.

– No creo que hayan enterrado a ese tío dándole gato por liebre al médico que hizo el certificado de defunción.

Don Luís movió la cabeza en sentido negativo.