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– ¡Quién fuera usted…! Aquí no damos abasto… Por cierto, me dice el cabo que ha llegado una información posterior de Alcázar, diciendo que el tal Carnicero estaba citado en Tomelloso con un tal Joaquín Fernández, que trabaja en el Banco.

– Ya sé quién es… Pero, que estaba citado ¿cuando?

– La noche que llegó o que debió llegar.

– Está bien. Yo me encargo de todo.

– No creo que sea nada de particular.

– Yo creo que sí.

– ¿Cómo? -gritó el sargento.

Plinio colgó el auricular riéndose, y, sin detenerse ni un momento, salió hacia el Banco.

Con los jaleos de la vendimia, el Banco estaba imposible de gente. Los hombres con blusa se agolpaban ante las ventanillas con cheques y vales de uvas en la mano.

Sobre la mesa que estaba en el patio de operaciones, otros contaban torpemente montones de billetes y de monedas de plata.

Un hombre muy gordo, a quien llamaban Bombero, ayudado por su mujer, menuda y triste, entraba con una espuerta pequeña cargada de plata y calderilla. Él iba tan ufano, con un puro en la boca, exhibiendo sus dineros; ella, un tanto encogida, como si le diera vergüenza…

Plinio preguntó a un ordenanza dónde podría hallar al empleado Fernández.

– Ése está en cámara.

– ¿En qué cámara? -preguntó Plinio, sorprendido de la palabreja.

– Pues… en cámara. Entre por aquella puerta.

– En esa cámara ¿se trabaja mucho?

– Por estas fechas en todos sitios.

Plinio, sin pensarlo más, fue hacia donde le indicó el conserje.

Abrió y vio cuatro hombres que, pluma en mano, parecían muy ocupados sobre papeles y libracos.

El empleado Joaquín Fernández, con el pelo muy untado de fijador, cigarrillo en la comisura de la boca y ademanes así como superiores o despreciativos a lo que estaba haciendo, movía la pluma lentamente. De vez en cuando, como para secar el escrito, fumaba del cigarro y echaba el humo sobre el papel.

Plinio se acercó a la mesa, a espaldas del empleado.

– Buenos días, Fernández.

Éste volvió la cabeza sin gran prisa.

– Buenos días, Plinio.

– Manuel González.

– Perdón…, Manuel.

– Quería hacerte una pregunta.

Fernández se puso de pie. En el dedo meñique llevaba una sortija con brillante o algo así, y los puños de la camisa sin gemelos.

– Usted dirá, Manuel.

Como los demás empleados quedaron muy sorprendidos de la visita del jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso, Plinio creyó prudente cambiar de lugar.

– ¿Podríamos hablar en otro sitio?

– Sí, señor; vamos ahí.

Salieron, Fernández delante, y entraron en una habitación oscura, rodeada de paquetes de papeles, que servía también de ropero.

Fernández, con sus ademanes de hombre superior, esperó las palabras de Plinio.

Éste, en vista de que no había donde sentarse, se apoyó los pulgares en el cinto.

Fernández se pasó la mano por el pelo endurecido por el fijapelo.

– ¿Tú conoces a Sebastián Carnicero, el de Alcázar?

– Sí, señor, mucho.

– ¿Sabías que iba a venir a Tomelloso el día 20 de setiembre, por la noche?

– Sí, señor. Me avisó por teléfono para que le esperase. Hicimos combinación para irnos juntos al día siguiente a Ciudad Real. Yo iba a unas cosas del Banco.

– ¿ Dónde lo esperaste?

– En el «Círculo Liberal».

– ¿A qué hora llegó?

– No llegó. Yo me fui solo a Ciudad Real al día siguiente.

– ¿ Tampoco le viste allí?

– No, señor.

– ¿A qué venía a Tomelloso?

– Pues… a que nos distrajésemos un rato.

– ¿Dónde?

– Él tiene una amiguita en la «Casa del Ciego».

– Oye…, ¿y no tenía novia formal?

– Quedó mal.

– ¿Quién es la amiguita?

– La Relicario.

– Ya… ¿Y qué iba él a hacer en Ciudad Real?

– Asuntos de Hacienda, creo que me dijo. Ya sabe usted que él lleva el negocio de su familia.

– No, no sabía… ¿Has vuelto a saber algo de él?

– No, señor, nada… Me llamó su tío hace unos días para preguntarme si sabía dónde estaba.

Y que si había venido a Tomelloso. Yo le dije que no.

– Pues sí que vino.

– ¿Y dónde está?

– Eso quisiera saber yo.

– ¿Está usted seguro que vino?

– Seguro; más de cuatro le vieron en el tren aquella noche.

Fernández hizo un gesto de sincera extrañeza.

– Mira, Fernández -comenzó Plinio con tono de gravedad y poniendo una mano en el hombro del empleado-, me parece que estamos ante una cosa muy seria, y tienes que ayudarme con toda sinceridad.

– Yo estoy a su disposición, Pli… Manuel.

– Al parecer, eres su mejor amigo aquí.

– Sí, señor.

– ¿Quién podía tener interés en quitar a Carnicero de en medio?

Fernández hizo un gesto de perplejidad.

– Piensa…

Fernández frunció la frente.

Plinio le observaba, mirándolo un poco al través.

– Él era… como yo, un poco mujeriego, amigo del vino y de la juerga. Ha tenido, como muchos de su edad, aficiones a muchas tonterías; pero así como para que alguien le desee la muerte… Aquí, que yo sepa, no…

– ¿Había tenido últimamente algún altercado gordo?

– No, que yo sepa. Hacía más de un mes que no venía por aquí…, desde que rompió con la Margarita.

– ¿Pasaba tanto tiempo sin ver a la Relicario?

– La ve en Alcázar, porque ella trabaja aquí y allí. Cuando aquí amaina el negocio, se va por allí unos días.

– Ya. ¿Tiene la Relicario algún novio antiguo? ¿Alguien que pueda tener celos de Carnicero?

– No creo; nunca me dijeron nada…, pero todo podía ser.

– ¿Todo podía ser… o es?

– No, le repito que no sé nada de eso.

Plinio se pasó la mano por la boca, como si se riese, y quedó pensativo. Por fin:

– Bueno, mira, es mejor no hablar demasiado de esto, hasta ver qué pasa, ¿estamos? Seguramente tendremos que hablar más de este asunto. A lo mejor te llamo. Si tienes que salir del pueblo para algo, me lo dices, ¿estamos?

– Sí, señor.

– Y procura recordar, ¿eh?, procura hacer memoria, que todo nos puede ser útil.

– Pero, bueno, usted ¿qué cree?

– Creo que lo mataron cerca de la estación.

Y Plinio marchó sin añadir palabra.

Media hora más tarde, Plinio y don Lotario, en el «Ford» del veterinario, salían del herradero camino de la «Casa del Ciego».

El Ciego estaba sentado en el corralillo de su casa, la casa de todos, tomando el sol. Con la mano se acariciaba la gruesa cadena del reloj. A su lado una mujer ya ajada, con cara de gitana y el pelo muy lustrado, recogido en moño, le leía el periódico.

El Ciego, con la gorra encasquetada y su gran barriga, tenía cierto aire patriarcal, y escuchaba la lectura como el que está un poco al cabo de la calle de cuanto oía.

Apenas el guardia y el veterinario dieron dos pasos por el corralillo, el Ciego -Andrés- dijo:

– Adelante, Manuel.

– ¿Se puede saber en qué me has conocido?

Plinio siempre estaba intrigado por el sutil oído del ciego.

Andrés empezó a reír con pausa y sonoramente.

– Al entrar por esta puerta -dijo- tu sable ha dado un golpecito, Manuel… Además, a ti te huelo, más que te oigo.