Y volvió a reír con todas sus fuerzas.
– Yo creo que tú ves algo, Andrés.
Andrés soltó una nueva carcajada.
– Aunque tuviera el sol en la misma punta de la nariz no vería ni claridad. Te lo juro, Manuel… ¡Niña, trae sillas y cerveza! -añadió, dirigiéndose a la lectora con aire de gitana.
– ¿Qué dice el periódico, Andrés?
– Muchas cosas de todo el mundo, pero nada de Alcázar de San Juan ni de Carnicero.
– ¡Hombre! -exclamó Plinio sin gran extrañeza-. ¿Ya sabes a lo que venimos?
– Te esperaba hace dos o tres días.
La gitana y otra mujer de edad con aire de criada, entraron con la cerveza.
– Andrés, sería mejor que os fuerais al salón, que aquí pega mucho el sol -dijo la gitana.
– Lleva razón. Vamos.
Y, con toda decisión, se puso de pie y echó a andar tras la mujer. Los visitantes fueron tras él.
El salón era grande. Entarimado. En su fondo, mesas de mármol y sillas. En un rincón, una tarima con un organillo. A pesar de estar la pieza regada y aireada, olía a vino agrio, a perfumes baratos, a humo de tabaco antiquísimo.
Andrés escanció cerveza con gran habilidad, apenas tocando los vasos, y puso la mano sobre la rodilla de Plinio.
– ¿Qué quieres de nosotros, Manuel? Usted, don Lotario, tome de las aceitunas con hueso, que son mejores que las rellenas.
Don Lotario sonrió y cambió de plato.
– ¿Qué sabes del caso Carnicero? ¿Por qué me esperabas?
– Sé lo que tú. Me enteré de lo del charco de sangre, de tus averiguaciones de aquella noche, de que en aquel tren iba a venir el pollo de Alcázar, de que Fernández llamó a la Relicario, de que desde Alcázar llamaron a la Relicario, de que habían dado parte a la Guardia Civil… Y me dije:
«Manuel, con todo eso en el magín, no tardará en venir por aquí a ver a la moza.»
– ¿Y qué sabe la moza, como tú dices, de este caso?
– Nada. Lo que yo.
– ¿No habrá otro por medio que no le gustase la amistad de Carnicero con la Relicario?
– Aquí, no. Yo le he preguntado a fondo, y ella parece que no sabe nada más. Ahora habla con ella si quieres… A mí me huele que los tiros van por otro lado.
– ¿Por dónde?
– No lo sé. Quiero decir que no tienen nada que ver con esta casa.
– Tú siempre crees que tu casa no tiene relación con las fechorías que pasan en el pueblo.
– Y casi siempre tengo razón. Porque así que me da en la nariz un principio de algo, pongo remedio, corto de raíz… Es preferible prevenir que curar. Yo tengo mucha vista, Manuel.
Y soltó otra de sus carcajadas.
– Ese Carnicero -continuó- era…, o es, hombre que pica en muchos guisos, y se las da de guapo, que es lo peor.
Y Andrés quedó serio, como pensativo, inmóvil. Tan moreno, con los ojos casi blancos mirando al infinito y ambas manos sobre la cadena de su reloj, parecía ahora una escultura de bronce.
Plinio, pensativo, con la contera del sable intentaba hacer rayitas en el suelo.
Dijo a la gitana que trajese más cerveza y que llamase a la Relicario.
– Le pagará usted bien las uvas a Manuel, ¿ eh, don Lotario? -dijo el Ciego, riendo y dándole en el hombro al veterinario.
– A como él quiera, como siempre.
Llegó la Relicario, con los ojos hinchados de dormir, en bata, con zapatillas a chancla y el pelo recogido con una redecilla. Era una mujer hermosa, algo metida en carnes y de ojos enormes.
– ¿Me llamaba, Andrés?
– El jefe quería hablar contigo.
La Relicario, sin decir nada, ni mirarlo siquiera, tomó una aceituna y dijo:
– Hable.
– ¡Oye, niña! -gritó Andrés, congestionado súbitamente-. Manuel es el amo de esta casa y del pueblo.
Tan moreno y con la sangre subida a la cabeza, Andrés, en aquel momento, parecía un negro. Los ojos, ahora totalmente blancos, le brillaban de forma extraña.
– Sí, señor -dijo ella, atemorizada.
– Deja la aceituna.
La Relicario la dejó, con sumisión, Plino acercó una silla.
– Siéntate aquí, muchacha.
Llenó su vaso de cerveza y se lo aproximó, junto con el plato de aceitunas.
– Toma, este Andrés tiene muy mal gusto. Yo no soy el amo de nada…
– ¡No puedo con la falta de educación, eso es, no puedo! -gritó Andrés, fuera de sí.
– Venga, hombre, tranquilízate -le dijo el guardia.
A la Relicario se le llenaron los ojos de lágrimas.
Se hizo el silencio y Andrés, más tranquilo, sacó su enorme petaca, papel y cerillas.
– Liemos.
Liaron todos con pausa. Andrés, que hacía su cigarro a la perfección, con la cabeza levantada hacia el techo, dijo entre dientes:
– Tengo muy repetido que cuando tengo visita no quiero que nadie escuche detrás de las cortinas.
Plinio miró hacia la puerta que daba al interior.
Se vio un ligero movimiento de la tela, y se escucharon pasos de varias personas que se alejaban.
La Relicario también lió un cigarro.
Plinio, sonriendo con amabilidad, se volvió hacia ella.
– ¿Quién crees tú que podía tener interés en matar a Carnicero?
– No sé, señor.
Andrés hizo un gesto de deferencia, como si aprobase el nuevo tono de su pupila.
– ¿Qué clase de hombre es…, o era? -Un golfo, pero nada más. -A ti ¿te gusta?
– No está mal. Cuando está de buenas, da gusto. Es muy simpático y se gasta el dinero.
– ¿No le querías de verdad?
– Todavía no, pero podía llegar.
– Entonces, ¿no sabes tú de algún enemigo…?
– Enemigo grande, no… Antipatías, muchas, como todos los chulillos.
– Y si yo te obligase a decirme de quién sospechas, ¿a quién acusarías?
– A nadie. No sospecho de nadie. No sé apenas de su vida, fuera de esta casa y de la de Alcázar.
– ¿Está bien visto allí?
– Entre la gente bien, no.
– ¿Y en tu mundo?
– Sí, más bien sí.
– ¿Qué sabes de su novia de aquí?
– Es una buena chica.
Andrés asintió.
– ¿Qué tal veían su noviazgo en casa de ella?
– Por un lado bien y por otro mal.
Andrés volvió a asentir.
– Explícate -pidió Plinio.
– Mal porque era un golfo. Bien porque en su casa tienen dinero, bastante dinero.
– Ya… ¿Tú crees que esas relaciones pueden haber pasado a mayores?
– Él habrá hecho todo lo posible. No es hombre que se conforme con monadas; pero la rotura puede haber sido porque ella se haya negado a… eso.
– O porque se hayan pasado de la raya -apuntó Andrés con aire de gravedad.
Plinio y don Lotario se miraron con aire de comprender.
– Vamonos -dijo Plinio súbitamente, poniéndose de pie.
– Yo no he dicho más que una sospecha mía, ¿está claro? -dijo Andrés.
– Lo está.
El coche de don Lotario salió rápido para casa de Margarita, la ex novia de Carnicero.
Durante el breve trayecto, Plinio y el veterinario cambiaron muy pocas palabras.
– ¿Ve usted, don Lotario, cómo no hacía falta el análisis de don Luis para saber que el asesinado era un hombre?
– No te precipites, Manuel; ése no es tu estilo.
– Lo es seguro. Ya verá. Pero, a lo que vamos. ¿Ha hecho falta el análisis o no?
– Tú, Manuel, es que en materia científica eres reaccionario…, un cavernícola.