– Hasta luego. Vamos, don Lotario.
Montaron en el coche sin decir palabra. Cuando pasaron frente al Ayuntamiento, dijo don Lotario:
– ¿Te dejo, Manuel?
– No, vamos al herradero, que allí se piensa mejor.
Ya en el despacho del veterinario, Plinio, colocándose la gorra sobre el cogote, se encaró con don Lotario.
– ¿Qué me dice usted, mi amigo?
– Pues te digo que la cosa me parece muy clara.
– En el sentido de que esa niña tiene algo que ocultar -dijo el albéitar señalándose la barriga.
– Desde luego… ¡Pobre hombre!
– ¿Y tú no crees, Manuel, que eso puede tener relación con lo otro?
– Hombre, es lo más fácil de pensar, pero hay que andarse con cuidado para no meter la patita.
– Ya.
– Son gente muy decentísima. Un poco brutos, eso sí, y hay que pisar de puntillas. Vamos a ver si primero logramos enterarnos qué hizo esta gente el día del presunto crimen.
– ¿Cuándo hacemos la gestión?
– Si no avisan hoy por teléfono, como les dije, mañana se lo decimos al juez y que nos lo aclare.
Hacía media mañana del día siguiente, Plinio recibió una llamada telefónica.
– ¿Quién es? ¡Hombre, Andrés! ¿A qué debo el honor?
– Manuel, don Jerónimo y la niña se te han largado.
– ¿Qué me dices?
– Como lo oyes. Anoche se los llevó Antonio en el coche.
– ¿Dónde?
– Ni idea.
– ¿Ha vuelto Antonio?
– No.
– Y tú, ¿cómo lo sabes?
– Alguien me lo dijo.
– Ya… Tú no te pierdes nada.
– Hombre, es que este asunto me intriga un poco.
– ¿Y qué crees tú?
– Lo que tú, que el Carnicero ese se pasó de rosca, no se quiso casar con la niña y encontró la horma de su zapato.
– ¿No crees que todo eso es demasiado fácil?
– Las cosas que pasan en los pueblos son demasiado fáciles, Manuel.
– No siempre…
– Ahora sí, es una cuestión de honra.
– ¿Y quién crees tú que fue: el padre o los hijos?
– A lo mejor los tres.
– No sé, hombre, no sé…
Plinio, sin paciencia, marchó solo a casa de don Jerónimo sin recoger a don Lotario. Y junto a la piquera, como el día anterior, encontró a Manuel, el hijo menor de don Jerónimo.
– En vista de que no habéis avisado, vengo a ver qué pasa -dijo a manera de saludo.
Manuel no respondió y quedó mirando al suelo con ahínco.
– Tengo en el bolsillo una citación del juez para tu hermana.
– Mi hermana marchó de viaje.
– ¿Que marchó de viaje?
– Sí, señor.
– ¿Y adonde?
– No lo sé.
– ¿ Sola?
– No, señor, con mi padre y mi hermano.
– Oye, mozo, ¿sabes que todo esto es muy extraño?
– Nada de extraño, jefe, es que mi padre no quiere que mi hermana ande entre lenguas.
– Cuando la justicia está por medio hay que obrar con claridad.
El mozo frunció las cejas con obstinación.
– En fin, ya volverán… -dijo Plinio haciendo como que se iba. -Y, de pronto-: Oye, ¿dónde estuviste tú el día 20 de setiembre?
– ¿El día…?
– Sí, el día que mataron a Carnicero.
– Casi toda aquella semana estuvimos mi hermano y yo en Ciudad Real.
– ¿Dónde os hospedasteis?
– En el «Gran Hotel». Estuvimos casi todo el tiempo con nuestro abogado, el señor Rivero.
– Ya… Oye, dondequiera que esté tu padre, le dices que lo de estar entre lenguas, ya como están las cosas, no hay manera de evitarlo. De modo que vuelva cuanto antes; de lo contrario, habrá que buscarlo como sea, ¿enterado?
– Sí, señor.
– Una cosa más. ¿Dónde estuvo tu padre aquel día?
– Aquí, naturalmente.
Plinio, de vuelta a su casa, recordó que don Jerónimo estaba en la terraza del «Casino de San Fernando» aquella misma noche cuando él y don Lotario fueron de paseo hacia la estación.
De todas maneras llamó a don Lotario por teléfono. Le comunicó las novedades y le preguntó si recordaba haber visto a don Jerónimo en la terraza del Casino aquella noche. El veterinario creía que sí, pero no con seguridad.
Luego, Plinio escribió a su buen amigo y maestro Longinos, el jefe de la Guardia Municipal de Ciudad Real, para que le diera una información completa de la estancia de los dos hijos de don Jerónimo en aquella capital, de manera privada.
Después fue al Juzgado a informar al juez de sus gestiones.
Cuando, tres días después, recibió Plinio carta de su amigo Longinos, que antaño fue jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso, dándole detalle de la estancia de los dos hermanos en Ciudad Real durante aquellos días, Plinio se sintió tan desanimado que se pasó una tarde entera en el herradero con don Lotario, que era su paño de lágrimas.
– De modo, Manuel, que estamos sin pista.
– Sin pista, don Lotario.
– Pues estamos aviados.
– Dichoso charco de sangre… ¿Para qué se nos ocurriría pasar aquella noche?
– Fuimos atraídos por la sangre, Manuel; por pura telepatía…
– Ya, ya…
– ¿Y qué piensas hacer?
– Nada, absolutamente nada. Si por lo menos tuviéramos el cadáver…
En éstas estaban cuando sonó el teléfono del herradero. Era Andrés, el ciego pupilero.
– Es para ti, Manuel. Andrés.
– Ya ha venido, Manuel -díjole el Ciego.
– ¿Solo? -Solo.
– Pero por ese lado no hay nada que hacer, ya lo tengo comprobado.
– ¿Qué me dices?
– Lo que oyes.
– ¿Entonces…?
– Entonces, nada.
– A ver si charlamos un rato.
– Bueno. Iré por ahí mañana.
– Está bien.
Plinio, de todas maneras, se puso en camino para ver a Antonio. Don Lotario fue con él.
Se había parado el motor del jaraíz de don Jerónimo, y sus dos hijos, con mosto hasta las rodillas, estaban en cuclillas ante el artefacto, intentando arreglarlo.
Seguro que vieron detenerse a don Lotario y a Plinio ante la puerta del jaraíz, pero se hicieron los distraídos hurgándole al motor.
Dos pisadores con las greñas sobre los ojos, miraban los afanes de sus patronos. Sobre un gran montón de casca descansaban las palas. El mosto salía levemente por los sumideros, adornado por los reflejos del sol que entraba por la piquera.
En el corralizo, tres carreros mocetes jugaban a la pídola, en espera de que les llegase el turno de descargar los carros.
Plinio optó por callar y esperar a que los dos hermanos se dieran por enterados de su presencia.
Antonio indicó a uno de los pisadores que enchufase el interruptor. Lo hizo con cierto respeto y el motor comenzó a sonar bien.
Los dos hermanos se pusieron de píe mirando al motor, de espaldas a la puerta del jaraíz. Y los pisadores, con cierta pereza, cogieron sus palas y empezaron a echar uvas a la destrozadora.
– Buenas tardes -dijo Antonio volviéndose hacia Plinio con desgana.
Y antes de que el jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso despegase los labios, Antonio le habló:
– No tengo nada que decirle.
– ¿Ni dónde están su padre y su hermana?
– Ni eso. No tengo por qué.
– Cuando la justicia hace una pregunta a unos ciudadanos honrados como son ustedes, creo yo que se debe responder.
Antonio se encogió de hombros.
Los pisadores, con poco disimulo, hacían oído a la conversación.
Los dos hermanos se volvieron hacia el motor echando las espaldas a la visita.