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– El muerto -continuó Plinio con cara de listo y agudo -debe de estar en un lugar muy frecuentado o transitado por ellos…

– En una de sus fincas o cerca de ellas, ¿eh, Manuel? -dijo don Lotario levantando el dedo, emulando el gesto astuto del jefe.

– Exactamente…

Don Lotario se frotó las manos y sintió que la boca se le hacía agua… De pronto, dejó el frote, y se quedó mirando al infinito. Prorrumpió al cabo:

– Manuel, ¿y si se hubieran llevado al muerto en el coche, camino de Ciudad Real, para tirarlo por ahí en un lugar lejano.

Plinio, empujándose la visera con el dedo, se subió un poco la gorra. Y con la boca entreabierta y los ojos entornados, quedó mirando al veterinario. Por fin hizo un gesto escéptico.

– No es fácil improvisar un lugar de enterramiento de aquí a Ciudad Real y en plena noche… Si hubiese mar, todavía… Don Lotario empezó a reír a borbotones.

– ¿De qué se ríe usted? -dijo el jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso, mosqueado.

– De lo del mar. Tú, que no lo has visto…

– No me lo recuerde. Es una espina que llevo clavada en el corazón. De este año no pasa; al remate de la vendimia, cojo a la mujer y a la chica y nos vamos a Alicante.

– Ya estamos al remate de la vendimia -dijo con sorna el albéitar.

– Bueno, quiero decir más adelante.

– Mira, Manuel, como el vino nuevo tome buen precio, palabra de honor que soy yo quien os llevo a Alicante… Doy cualquier cosa por ver la cara que ponéis ante la inmensidad…

– No será usted capaz…

– ¡Vaya que sí!

– El mar… -Y Plinio quedó pensativo-. Nunca me lo imagino.

– Es muy difícil imaginárselo. Es…, bueno, te advierto que es como estas llanuras de por acá, mas que en azul… ¿Ves tú las casas aquí, a lo lejos? Pues así se ven allí los barcos, chiquitines.

– Sí, sí, eso sí, pero lo que yo no me imagino bien es lo de las olas.

– Eso sí que es difícil de explicar, Manuel. No hay nada que se le parezca… Vienen con mucha fuerza, como para comerse el mundo… Y luego, nada, se vuelven cansadas, rotas, echando espuma de rabia.

– Y las caracolas, ¿están encima de la arena?

– Encimita…, para que las cojan los niños.

– ¿Y la gente merienda tranquila sobre la playa? -Sí, porque se sabe hasta dónde llegan las olas… Tienen su límite. De ahí no pasan hasta que sube la marea.

– Entonces, ¿uno las ve llegar cerca, como el perro que viene a oscuras a por los desperdicios de la merienda?

– Así es, Manuel, así es. Ya verás qué maravilla. ¡Y cómo huele!

Por en medio del paseo de la Estación venía una pareja de beodos, enlazados por el talle, que cantaban:

Cuando el sol

se va ocultando,

una plegaria

yo recito lentamente…

– Debe de ser una furcia de la casa de el Ciego -dijo don Lotario.

– ¡Vaya «castaña» que tiene…!

Gritó la furcia:

– ¡Déjame que cante Mamita, que es más triste!

Y comenzó con voz quebrada y cómica:

Mamita,

yo sé que mi culpa

no tiene disculpa,

no tiene perdón…

Como a ella se le ahogó la voz al llegar a lo del «perdón», él la remedó: -¡Perdón! Ella siguió gritando más:

Mamita,

tú que eres tan buena,

comprende la pena

de mi corazón…

– Vamos allá a ver si los hacemos callar, que van a despertar al vecindario -dijo Plinio-Vamos.

Ambos echaron a andar por el centro del paseo con derechura a la pareja que venía.

Cuando los abrazados vieron al guardia y a su amigo, con muy poco disimulo se dirigieron hacia uno de los paseos laterales y dejaron de cantar.

Plinio y don Lotario, de todas formas, se fueron hacia ellos. Cuando estuvieron enfrente y a poca distancia, Plinio se paró y puso los brazos en jarras.

– Estos puñeteros… -dijo.

– Buenas noches, Manuel -dijo el de la furcia, un mazacote negruzco, peludo, y era conductor de camionetas.

– Bien le habéis dado al biberón, ¿eh, granujas?

El chófer se sonrió estúpidamente.

– Yo creo que debíais iros a dormir o por lo menos callaros…

– Es que yo…, ¿sabe usted?, tiene usted razón. ¿Me quieren aceptar un cigarro?

Le tendió la petaca al guardia. Plinio la tomó y empezó a liar.

– ¿Y tú que dices, pichona? -le preguntó el guardia a la furcia, que miraba con ojos de cordero.

– ¿Yo?

Era delgaducha, huesuda, de ojos tristes, con un enorme flequillo negro.

– Te ha dado cantadora, ¿eh?

– No estoy casi bebida -dijo-. Es que a una servidora le gustan mucho los tangos.

– ¡Ah!

Cuando Plinio estaba encendiendo, aprovechó la mujer para inclinarse sobre el hombre y decirle algo al oído.

– ¿Cómo? -le dijo el chófer, que no había oído bien.

La otra lo repitió. Plinio les miró de reojo.

– ¡Anda ésta con la vergüenza…! Pues díselo tú.

– ¿Qué pasa? -dijo el guardia. -Es que no se atreve a decirle una cosa. -¿Qué?

– Que el señor Andrés lo lleva buscando a usted toda la tarde. -¿A mí?

– Sí, señor.

– ¿Para qué? -Creo que para una cosa de la Relicario.

– ¡Ajá…! Está bien. Vamos para allá. Y vosotros, chitón, o vais a la «trena».

– Sí, jefe -dijo el chófer, confianzudo.

– Y tú, tanguista, gracias por el aviso.

Plinio y don Lotario se desviaron hacia la casa de el Ciego, por la calle de las Isabeles.

– Nunca he visto una pájara tan tímida -dijo don Lotario.

– No lo será, pero ante la autoridad suelen ponerse así de cortas.

– ¿Qué noticias puede tener Andrés?

– ¡Vaya usted a saber…!

El tocar de las guitarras y bandurrias se oía desde lejos. Aquella noche había lleno en la «Casa del Ciego». Ya el portal estaba casi lleno de mocetes que permanecían en un sí o no entro. Como hacía calor, a pesar de las fechas, todavía se alternaba en el patio de cemento. Sobre una tarima estaba la orquesta: Andrés con su vieja guitarra y la gorra de visera calada, dos barberos con bandurria, y la Chucha, que tocaba el laúd, con un cigarrillo en la boca. Casi todas las mesas estaban ocupadas. Las parejas bailaban sobre el cemento arrastrando mucho los pies. Cuando entraron el guardia y don Lotario estaban tocando aquello de:

Diego Montes

es un valiente bandolero.

En los reservados también había gran algazara, canciones y sonar de cristales.

Las encargadas servían en las mesas licores y ponches.

Apenas entraron en el patio, Andrés, sin dejar de tocar, dio una voz:

– Manuel, sentaos aquí en esta mesa que está bajo la parra… ¿Te dieron mi recado en el Ayuntamiento?

– No. Me lo dio una pupila que canta tangos que iba por el paseo.

– Ya se ha salido otra vez esa pécora, en vez de alternar aquí -dijo la Chucha al viejo.

– Déjala, para algo ha servido.

Se sentaron.

El Ciego, tan moreno, gordo e inmóvil, sobre la tapia encalada resaltaba como una figura de mármol negro. Mientras tocaba sólo movía la mano y miraba hacia el cielo con sus ojos cerrados, que de vez en cuando entreabría.