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– Rosario, apaga -gritó el Ciego-. Éste tiene muchas fantasías moriscas en la cabeza -continuó.

– Los periodistas, ya se sabe… -comentó don Lotario, que se había despabilado.

Empezó a surgir del oboe algo así como una melodía oriental, quebradiza y poco limpia. La Hija del caíd, sobre la mesa, a la luz de la luna, hacía unas contorsiones y movimientos de brazos que querían ser reptilescos.

La parroquia, encabezada por el periodista de Albacete, la animaban dando palmas y diciéndole piropos.

El barbero se había puesto de pie en la tarima, más despabilado, y subía el quirio de su cante. La Hija del caíd, también animada, se movía casi frenética.

– Esto está muy bien -comentó el veterinario, que se había incorporado de su asiento.

– Es una real hembra -insistió Plinio.

– Ya lo creo -tornó a suspirar el Ciego.

– A cualquier cosa llaman real -rezongó la Chucha desde su tarima.

– Qué más quisieran algunas… -apuntó el barbero.

– Tú te callas, canijo -le dijo la Chucha, del peor humor.

Cuando la Hija del caíd acabó su baile, sudorosa y extenuada, el periodista de Albacete la cogió a duras penas entre sus brazos y se la llevó a su cuarto.

La tertulia comenzó a deshacerse. Los músicos se despidieron. No habían vuelto a encender la luz. La luna estaba toda dentro del patio, pintando sobre el suelo y las cales rutilantes, las sombras de la higuera, de las sillas y de las personas.

La Rosario se acercó a Andrés.

– La Relicario está en la ventana. Dice que para qué la llaman.

Plinio se levantó.

– ¿Dónde está?

– Sígame usted.

Asomada a un ventanuco, en el lado de la sombra, estaba la Relicario, con los hombros desnudos y los labios resecos. Al ver llegar al guardia hizo un movimiento instintivo hacia atrás.

Plinio se acercó a la ventana e iba a romper a hablar, pero la Relicario le chistó para que hablase en voz baja. Plinio la obedeció.

– Enséñeme ese retrato -musitó.

La Relicario, sin añadir palabra, se retiró de la verja. Volvió al instante con una cartulina en la mano.

Plinio la tomó y se apartó un paso de la ventana. Comenzó a examinarla a la luz del mechero.

Era un retrato «al minuto». En él aparecía la Relicario con un mantón de Manila y un sombrero calañés simulando un poco de baile. Detrás decía con letra infanticlass="underline" «Para mi chato, con todo el cariño de su Juli.»

Plinio se lo guardó en la cartera.

– ¿No sabes cómo se llama el que lo encontró?

– No.

– ¿Ni por dónde?

– No, señor. No me lo ha dicho.

– ¿ Cuánto tiempo hace que lo tenía Carnicero?

– No sé…, hará un año… Siempre lo llevaba en la cartera.

– Ya. ¿Cuándo se lo encontró ese carrero?

– Hace unos días. No sé.

El que descansaba en la habitación gritó, de pronto:

– ¡Chica!

La Relicario se entró corriendo.

Cuando salían de la «Casa del Ciego» ya estaba el cielo lechoso y los gallos andaban en los últimos cantares.

Dos pupilas, medio borrachas, dormían de bruces sobre una mesa, y al salir por el corralillo vieron a otra, en cuclillas, que hacía aguas, mientras cantaba con voz ronca un fandanguillo.

Plinio y don Lotario, más que cargados de anís, iban por los paseos de la Estación dando algún traspié que otro y con el refrío de la madrugada en los huesos.

Las gentes que querían tomar el primer tren, venían calle arriba, cargadas de maletas, hablando con la voz fría y sin matices de los recién levantados.

Algunos carros traqueteaban sobre los averiados adoquines de la calle de la Feria… En algunas ventanas se veían luces, y ya había mujeres barriendo y regando la puerta de la calle.

Parecían barrer a falta de mejor ocupación.

Antes de las nueve de la mañana, Plinio estaba haciendo hora en la buñolería de la Rocío, a que abriesen la sucursal de los Belda, que había en la calle de la Independencia.

Mojaba sus porras en café con leche, mientras la Rocío no se daba abasto a despachar. De vez en cuando se pasaba el brazo, con manguito blanco, por la frente para limpiarse el sudor. Hacía un día tormentoso, impropio ya del tiempo.

Como el trabajo no le dejaba espacio para la conversación, Plinio la miraba con ojos de guasa. Todo eran voces:

– ¡Rocío, seis buñuelos!

– ¡Rocío, diez churros!

– ¡Rocío, échame una porra!

– ¡Rocío, que tengo prisa! Plinio sólo le dijo:

– Alguien va a reventar esta mañana…

La Rocío le sacó la lengua, entre enojada y burlona.

Sobre el mármol del mostrador se contundían los buñuelos y la calderilla brillante por el aceite. Cuando estaba más atareada, Plinio le pedía:

– Ponme una copita de cazalla.

– Se va a tener que aguarda una chispa, señor guardia, digo yo…

Apenas dieron las nueve, salió Plinio, luego de pagar su desayuno y sin tomar la copa.

– Pero ¿no quería usted una copiya, saborío?

– Ya no, luego si acaso.

– Pues anda, qué prisa…

Ya estaba la puerta abierta cuando llegó Plinio. Sobre el largo mostrador de pino pintado de verde, Pavitos y otro dependiente, juntamente, con sus guardapolvos amarillos puestos y las tijeras asomando en el bolsillo superior, echaban una mirada al periódico. Tras ellos, en altas estanterías elementales, se alineaban las piezas de tela, especialmente pana y tela para blusas azules de campesino.

Ambos dependientes quedaron un poco sorprendidos al ver entrar a Plinio.

Éste, sin andarse con titubeos, dijo a Pavitos:

– Quiero hablar contigo a solas. ¿Podemos pasar a la trastienda?

– Sí, señor -dijo Pavitos un poco inexpresivo.

Iba muy repeinado con fijador y se movía con un aire de afectada suficiencia. Era alto y no mal parecido. Con frecuencia se pasaba la mano por el pelo para cerciorarse de su perfecto peinado. En el meñique de la mano izquierda tenía la uña muy larga, con la que quitaba la ceniza del cigarro con mucha prosopopeya.

Plinio pasó bajo la trampilla del mostrador, y ambos entraron en la menguada trastienda.

Olía en ella a humedad, a apresto de las telas.

Pavitos encendió una bombilla amarillenta y altísima.

Plinio se sentó en una especie de banquillo de madera que había para soportar las lonas.

Con mucha parsimonia se sacó la fotografía del bolsillo.

– ¿Tú conoces este retrato, Pavitos?

Pavitos lo miró, poniéndolo a cierta distancia de los ojos.

– Sí, señor.

– ¿Cómo llegó a ti?

– Me lo dio Braulio, el que está de carrero en casa de Joñas.

– ¿Cómo lo tenía él?

– Me dijo que lo encontró tirado en un camino.

– No me acuerdo bien, pero creo que dijo que por el Brochero o por ahí.

– Ya. ¿Por qué te lo dio a ti?

– Como él sabe que yo suelo alternar con la Relicario…

– ¿Cómo es que tú, tan señorito, tienes amistad con un carrero?

Pavitos se esponjó por lo de señorito.

– Braulio es algo pariente de mi padre y somos además vecinos. De vez en cuando hablamos. Él, sabe usted, quiere que yo lo lleve a «Casa del Ciego»; le gusta una de allí.

– Y tú te haces el interesante.