– Hombre, no es eso, es que no es de mi clase, ¿comprende usted? ¿Puedo preguntarle qué pasa con ese retrato?
– Nada importante. A lo mejor tenemos que volver a hablar.
– Cuando usted quiera.
Cuando salieron de la trastienda, el otro dependiente despachaba a dos mujeres:
– Estopilla como ésta no hay en toda España, se lo digo yo -les decía.
Las mujeres se la acercaban mucho a los ojos y la palpaban con ansia.
Plinio se encaminó, calle del Campo arriba, a la bodega de Joñas Torres.
Plinio llegó a la bodega, donde tantas veces fuera de niño. Allí trabajó su padre. Llegó a ser capataz. Él iba a verlo al salir de la escuela por la tarde. Hasta que concluía el trabajo, jugaba por los patios con otros niños, entre las cubas y bidones… Allí cogió también su primera borrachera. Un día de fritanga y zurra, los peones y carreros le dieron de la bota reiteradamente, y su padre lo tuvo que llevar a casa en brazos.
Aquel olor a orujo, a vinazo y a alcohol le sugerían viejos recuerdos. En los primeros años de mozo también trabajó allí, a la vera de su padre, primero como peón de bodega, luego como aprendiz de cubero; pero a él no le hacía mucha gracia todo aquello. Cuando volvió del servicio militar con el grado de sargento, el jefe político conservador, que lo quería mucho, le propuso hacerle jefe de la Guardia Municipal, y aceptó. Dejó la azuela por el sable y comenzó su carrera de policía.
La mayor parte de los bodegueros que había en aquella casa eran de su tiempo. Iba por todos sitios haciendo saludos y diciendo chirigotas…, pero aquel Braulio no le sonaba a él. Debía de ser nuevo. Prefirió ir derecho a preguntar al capataz de bodega, que era un hombre achaparrado e hinchado de sangre, a quien llamaban Gregorio. Le dijeron que estaba en una de las cuevas.
Bajó la empinada escalera; a cada tramo se hacía mayor la oscuridad, y aumentaba la sensación de fresco. Ya abajo, no vio a nadie ni oía nada. Debían de estar en el otro tramo. Dio una voz que resonó sobre las panzas de las tinajas:
– ¡Gregorio!
– ¿Quién? -se oyó.
– Soy yo, Manuel…
Una manguera de goma, con la que estaban sacando vino por una de las lumbreras, se estremecía como un reptil. A través de las rejas de las altas lumbreras se veía la mañana límpida del otoño. Las tinajas, solemnes y panzudas, se alineaban perfectamente como un ejército de gigantes gordos. Cada tinaja tenía marcada con tiza la clase de vino que la ocupaba.
Encontró a Gregorio frente a una bomba manejada a mano que movían esforzadamente dos hombres dándole a los volantes. Los pistones, engrasadísimos y dorados, ascendían y bajaban al ritmo de los volantes.
Un poco más allá, sentados sobre un rollo de mangueras, masticaban pacientemente su almuerzo dos hombres jóvenes, que apenas se distinguían entre las sombras a primera vista.
Así que cambiaron los primeros saludos, Gregorio dio a Plinio una botella con caña para beber.
Plinio, que amaba el vino tomado en la bodega, en la misma «halda de la madre», como él decía, echó un trinque prolongado y eficaz. Se limpió luego con el dorso de la mano y ofreció su petaca a Gregorio, que le dio otro tiento a la botella.
Cuando el policía dijo que buscaba a un carrero llamado Braulio, Gregorio le dijo, señalando a uno de los que comían entre las sombras:
– Ahí lo tienes, haciendo por la vida.
El mozo, al oír su nombre, dejó de masticar y se quedó con la navaja en suspenso.
Todos miraron hacia Braulio.
– ¿Es a mí? -dijo, un poco azorado.
– Sí, pero no es nada, muchacho. Sólo hacerte una pregunta.
Braulio se levantó lentamente, con la navaja en una mano y el pan y el tocino en la otra.
Llevaba la blusa azul atada con un grueso nudo a la cintura. Los pantalones de pana también los llevaba recogidos al tobillo con correas. La boina, al cogote. No tendría veinticinco años.
Desde arriba, por la lumbrera abierta, por donde salía una manguera, tronó una voz:
– ¡Buenooo…!
Los de la bomba dejaron de voltear. Los dos, casi a la vez, se pasaron la manga de la blusa por la frente para secarse el sudor. Luego, bebieron un largo trago y comenzaron a liar un cigarro.
Arriba, junto a la lumbrera, se oía mover cubas y dar órdenes a las mulas:
– ¡Sio…! ¡Booo…!
– Con el permiso de ustedes voy a hablar unas palabras con Braulio.
Plinio lo tomó del brazo y se lo llevó a buena distancia de allí. Se detuvieron bajo una lumbrera donde había buena luz.
Plinio sacó la fotografía de su vieja cartera y se la mostró al mozo, que no las tenía todas consigo.
– ¿ Tú conoces este retrato?
Braulio lo tomó entre sus dedos torpes y, después de echarle una ojeada, quedó mirando a Plinio sin saber qué decir, mejor dicho, sin saber lo que le convenía decir.
– ¿La conoces, sí o no?
– Sí, señor -casi suspiró.
– ¿De dónde?
– De la «Casa del Ciego» -añadió con aire de confesión.
– Si no digo ella, digo la fotografía.
– Me la encontré.
– ¿Dónde?
– En el campo.
– ¿En qué campo?
– Cerca de Cinco Casas.
– ¿En qué finca?
– Junto al Brochero… Estaba cas! en el camino, entre unos cardos.
– ¿Casi en el camino?
– Sí, señor.
– ¿En el camino que pasa junto al Brochero?
– Sí, señor.
– Si yo te llevara allí, ¿sabrías decirme justamente en qué parte?
– Sí, señor…, creo que sí… Hay enfrente un bombo que es de nuestra viñeja.
– Ya.
– ¿Cuánto hace que lo encontraste?
– Yo salla de nuestro carril y apenas entré en el camino del Brochero, todavía no me había subido al carro, la vi entre los cardos. Me pareció una carta.
– Sí… Digo que cuánto tiempo hace que la encontraste.
– Hará cosa de mes y medio…, cuando me traje el primer viaje de uvas. -Cuando fuiste por la mañana, ¿no la viste?
– No, señor.
– Si era tu primer viaje de uvas, sabrás muy bien qué día fue.
– Sí, señor, el primer domingo después de la feria.
– ¡Ajajá! Bueno… -dijo Plinio con gozo, al tiempo que se guardaba la foto en la cartera-. Muy bien, muchacho. A lo mejor tenemos que hacer allí un viaje juntos, para que me digas exactamente dónde la encontraste.
– Sí, señor, como usted quiera. Oiga usted…
– ¿Qué?
– ¿Me pasará algo malo?
– No. Además, no te preocupes, contigo no va nada.
– Sí, señor.
– Toma, lía un pito.
Plinio salió casi corriendo en busca de don Lotario.
Don Lotario sabía las gestiones que aquella mañana ocupaban a Plinio; sin embargo, estaba pasando la mañana molestísimo. Sentía enormes celos cuando no intervenía en alguna diligencia. Llegaba a sospechar que Plinio le ocultaba algo. Acabó por abandonar el herradero y marchó al Casino para otear desde la ventana y ver si Plinio llegaba al Ayuntamiento, o pasaba por la plaza camino de cualquier sitio. Con el sombrero muy caído, el cigarro en la boca y los ojos entornados, pasó largo rato mirando a través de los cristales, de espaldas a los socios que, en el salón bajo, jugaban a las cartas o leían los periódicos.
Una novedad de este caso es que lo conocía muy poca gente, y nadie prácticamente sabía que ellos andaban en él. Estos casos secretos excitaban mucho a don Lotario.
En aquellos momentos, el veterinario pensaba que había tenido mil ocasiones de comprobar que Plinio no le ocultaba nada; sin embargo, no podía evitar la desconfianza. Cuando el jefe estaba ausente, investigando por su cuenta, don Lotario, en su imaginación, agigantaba y deformaba la personalidad de Plinio hasta figurárselo como un zorro astuto, capaz de doblez… Otras veces, la deformación era más atenuada. Se representaba a su amigo como dotado de tan alta inteligencia y propenso a tan adelantadas averiguaciones que él no podía llegar a ellas… No podía tomarse Plinio el trabajo de descender a cada instante a dar explicaciones y detalles al veterinario.