Don Lotario se consideraba a sí mismo un ser muy vulgar. Algunas veces se excitaba y llegaba a creerse equiparable a Plinio, pero esto pasaba pronto. Al fin y al cabo su papel le gustaba; el otro era la gran cabeza y él un auxiliar útil, especialmente por su fidelidad y por su «Ford». No podría vivir ya sin ayudar al guardia. Su profesión, el dinero, las fincas, todo perdía interés para él cuando surgía un «caso»… Algunas veces pensaba don Lotario que había una cosa que nunca podría hacer Plinio y él sí: escribir las Memorias de sus comunes aventuras. Él podría hacer famoso a Plinio. Bastaba con contar sencillamente sus «casos» punto por punto… «Un día lo haré -pensaba-. Todavía estamos en el principio.»
Vio a Plinio cruzar la plaza, camino de su herradero, y salió corriendo a la plaza:
– ¡Manuel! ¡Manuel!
Plinio, al oírlo, cambió la dirección de sus pasos hacia el Casino. Avanzaba, como siempre que cruzaba la plaza, mirando al suelo, con el cigarro en la boca y las manos atrás.
Ya en el salón, buscaron con los ojos una mesa junto a la que sentarse. A aquellas horas estaba muy concurrido. En torno a la mayoría de las mesas cuatro hombres jugaban a las cartas y otros ocho o diez seguían la partida. Eran hombres ya maduros, labradores acomodados, vestidos, sin excepción, con blusa negra, pantalón de pana del mismo color, y boina, que jamás se quitaban. A voces comentaban los incidentes de la partida. Reían. Hombres que en su mocedad se curtieron con el sol y todavía conservaban un lejano aspecto montaraz, aunque sus manos ya estaban blancas por la ociosidad y la sombra. En torno a otras mesas, hombres con el mismo atuendo charlaban despaciosamente, con ademanes sentenciosos. Algunos, con aire poco interesado y pasando las hojas con torpeza, miraban los periódicos.
Los camareros, ociosos ante esta clientela totalmente ahorrativa, sentados en alguna mesa, mezclados con los socios de la blusa negra, hojeaban alguna revista o fumaban mirando al cielo.
En el fondo del salón, casi junto a la escalera, había una mesa libre. A ella se dirigieron el guardia y su amigo.
Plinio se echó la gorra hacia el cogote, puso ambas manos extendidas sobre el tablero de la mesa, y quedó mirándoselas, meditativo.
– ¿Qué hay, Manuel, qué hay? -preguntó don Lotario, impaciente, sentado en el borde de la silla y mirando al guardia con toda la penetración de sus ojos arrugados.
– Mañana domingo vamos a hacer un pequeño viaje al Brochero, con Braulio. Por allí se encontró el retrato.
– ¿El Brochero?
– Sí…
– ¿Qué relación puede tener el Brochero con… ellos?
– No sé. Ellos no han tenido nunca posesiones por esa parte.
– Por eso digo… Claro que puede ser camino.
– Sí, puede.
– Veremos sobre el terreno qué sacamos en claro.
– No estará de más que usted, por su cuenta, se entere bien de quién tiene tierras por allí y de qué relación pueden tener éstos con aquellos o con lugares próximos.
– Sí…
Don Lotario iba al volante; detrás, Plinio y Braulio, el carrero de casa Torres.
Hacía una tarde nubosa y calma. Sólo muy de tarde en tarde se veía algún carro de uvas. Los últimos de la campaña. Eran carros apenas cargados, de unas uvas amarillentas y mosteadas. A lo lejos se vio el «trenillo» de Cinco Casas-Tomelloso, chafarrote y negro bajo un humo espesísimo.
– Tú mira bien, muchacho -dijo Plinio al carrero-. Necesito saber en qué lugar encontraste ese retrato.
– Sí, señor. Todavía falta un poco.
– No creo que llueva.
– ¿Qué? -preguntó Plinio, que le impidió oír el ruido del motor.
– ¡Que no creo que llueva!
– ¡Ah! Yo tampoco.
– Vaya usted despacio… -dijo el carrero-, que ya veo el bombo y es enfrente.
– ¿Aquí vale?
– Un poquito más.
– ¿Aquí?
– Vale.
Se apeó el carrero, fue hacia el otro lado del camino y avanzó sin perder de vista el bombo frontero. El guardia y el veterinario iban tras él. Por fin se detuvo junto a unas tobas altas y ya pajizas.
– Aquí fue, jefe.
– ¿ Seguro?
– Seguro.
Plinio oteó el horizonte hacia aquella parte durante unos minutos.
– ¿Hay por aquí senda para algún sitio? -le preguntó a Braulio.
– Senda, no. Lo que hay, cuatro pasos más allá, es una linde que separa esta viña de aquélla. La linde va derecha a la quintería, que la tienen en común los amos de estas dos fincas.
– ¿ Quiénes son?
– Los Rosado. Esta parte es de Julián y aquélla de Benito.
– ¿ Hermanos?
– Sí.
– Bueno, si no te importa, te quedas un ratito fumándote unos pitos nuestros. Nosotros vamos a echar un vistazo.
– Si lo permite, yo me quedo aquí viendo mi viña.
– Bueno, mejor.
Plinio, seguido de don Lotario, anduvieron un poco camino adelante hasta encontrar el lindero que estaba ocho o diez pasos más hacia el Norte.
– ¿Vamos por aquí a ver qué pasa?
– Vamos.
Avanzaban uno tras otro por la estrecha linde. La llanura era tan absoluta por aquellos parajes que el horizonte sólo lo interrumpían las blancas casas de labor diseminadas por el campo.
Ambos amigos llegaron hasta la casa de los Rosado. Concluida hacía poco la vendimia, en la finca no había absolutamente nadie. La casa estaba cerrada y las viñas llenas de despojos y con los pámpanos abatidos y casi secos.
Dieron una vuelta en torno a la casa y no vieron nada de particular. Junto a la casa había un aljibe cerrado con candado. Don Lotario quedó mirándolo con aire misterioso.
– ¿Qué te parece esto?
– Nada. No creo que nadie sea capaz de echar un «fiambre» a un aljibe. Toda la vendimia sacando agua de él… Se habría descubierto en seguida.
– Llevas razón… Salvo que le hubieran atado alguna piedra.
– No creo. ¿Y cómo iban a tener ellos la llave de aquí? En fin, ya veremos.
Plinio siguió oteando por los alrededores, seguido de don Lotario. En esto les pareció oír que alguien les voceaba. Miraron y era el carrero.
– ¿Qué dice? -preguntó Plinio.
– No sé…
– Acerqúese usted.
Don Lotario, con ambas manos en los bolsillos, se fue hacia el carrero a medio trote.
Plinio se sentó en una piedra a esperar el resultado de la llamada. Vio cómo el veterinario y Braulio se juntaban a mitad de camino, y luego de cambiar unas palabras, ambos, con mucha diligencia, venían hacia él.
– ¿Qué pasa? -voceó, impaciente.
– Que nos advertía Braulio que tuviésemos cuidado con el pozo -dijo el veterinario guiñando un ojo.
– ¿Con qué pozo?
– Con un pozo seco que dice que hay más allá, a ras de tierra.
– Sí, jefe, el Pozo Hondo.
– No sé qué pozo es ése.
– El pozo-mina que hicieron unos antiguos en busca de no sé qué aguas.
– ¿El pozo-mina? Pero ¿está por aquí? ¿No está por Ruidera?
– Aquí hay otro, sí, señor. Vénganse ustés.
Y el mozo echó a andar con decisión por la parte trasera de la quintería. A cosa como de unos trescientos metros, se detuvieron. En efecto, totalmente a ras del suelo, al final de la linde, sin más señal que unas piedras mal colocadas, se abría un anchísimo pozo muy redondo y bien obrado, con brocales regulares.