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– Es muy hondo, muy hondo -dijo el mozo al tiempo que tiraba una piedra.

Hicieron oído y al cabo de unos instantes se oyó un golpe sordo.

– ¿Y está seco? -preguntó el veterinario.

– Seco como la tierra.

Plinio y don Lotario quedaron mirándose.

– Vaya, vaya, con el pozo-mina… -dijo el guardia, al tiempo que se rascaba el cogote.

El carrero los miraba también con cara lela, sin saber por dónde se andaba.

Plinio dio unas vueltas en torno al pozo, mirando hacia uno y otro lado, y, por fin, dijo:

– Bueno, señores, cuando quieran nos podemos ir.

Y echó a andar delante, con las manos a la espalda.

Cuando ya iban en el auto, preguntó al carrero:

– ¿Tú no encontraste nada más que la fotografía esa, ni más papeles ni más nada?

– No, señor… Bueno, también me encontré una peseta, pero a lo mejor no era del mismo, digo yo.

Desde la ventana del Casino estuvo don Lotario viendo más de dos horas encendida la luz del balcón del Juzgado, que correspondía al despacho del juez. Alguna vez se veía pasar ante los vidrios la figura un poco encorvada de Plinio, otras la del secretario, otras la del fiscal. El señor juez debía de estar sentado en un sillón.

El veterinario no podía remediar su malestar cada vez que se celebraba alguna de estas reuniones sin estar él presente. En espíritu se sentía tan justicia como el que más. Realmente pocas eran las veces que él no estaba con Plinio en los casos importantes, sea cual fuere la situación. Sin embargo, el señor juez, por sistema, lo consideraba un intruso y no lo quería en sus entrevistas con el jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso.

Don Lotario pensaba que había de llegar el día en que él tuviese una explicación muy amplia con el juececillo, como le llamaba el veterinario para sus adentros.

A eso de las nueve, Plinio franqueó la puerta del Juzgado y tomó la dirección del Casino. Sabía que don Lotario estaría comiéndose las uñas de impaciencia y venía a traerle las novedades.

Cuando llegó junto al veterinario, éste no pudo evitar una exclamación:

– Manuel, ¡dos horas!

– ¿Qué quiere usted? Hasta que los he convencido para llevar a cabo mi plan… Todo son pegas. «¿Y si no hay nadie? Dinero y trabajo perdidos…» Por fin me han hecho caso. Han avisado a los poceros, y mañana por la mañana salimos para el trabajo. Habrá que echar comida por si dura la faena.

– No te preocupes, Manuel, yo llevaré para los dos.

– ¡Hombre, no faltaba más!

– Te digo que sí, y basta. Bastante tienes tú encima para ocuparte de comidas… ¿Quiénes vamos?

– Usted, los poceros y yo.

– ¿Y los del «margen»?

Don Lotario siempre llamaba así a los del Juzgado.

– Los del «margen» irán si hay «fiambre».

– Claro, no van a molestarse…

– La verdad es que no deben si no hay para qué.

A primera hora de la mañana, fresca por cierto, don Lotario y Plinio estaban junto a la boca del pozo-mina, viendo cómo dos poceros a la vez -así lo quiso el jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso- bajaban por las covachas, bien preparados de cuerdas. La pareja formada por el cabo Maleza y el Jaro daban cuerda, que con toda precaución la habían atado entre los radios de las rueñas del «Ford» de don Lotario para mejor templar y sujetar en caso preciso.

El guardia y el veterinario, desde el brocal, miraban cómo se iban hundiendo los poceros, cada uno de ellos con casco y farol.

– ¿Quieres creer, Manuel, que estoy nerviosísimo? -dijo don Lotario.

El guardia se limitó a emitir un gruñido, que lo mismo podía significar que compartía el estado de ánimo de su amigo o que lo despreciaba.

Luego de unos minutos de silencio, habló Maleza:

– Jefe, no les ha dado mucho gusto a los poceros el que no les haya querido usted decir lo que pueden encontrar ahí abajo.

– Me parece que se lo figuran -le replicó el veterinario.

Desde arriba, apenas se veían ya las lucecitas de los poceros.

La mañana no despejaba. El sol se entreveía entre nubes de muy distinta opacidad.

Afortunadamente para los de la justicia, nadie aparecía por los alrededores. La quintería de los Rosado seguía cerrada a cal y canto.

Cuando nadie lo esperaba, habló Plinio:

– ¿Cómo se les ha ocurrido a ustedes que yo no he dicho a los poceros lo que pueden encontrarse?

– ¡Ah!, ¿sí? -dijo el veterinario mosqueado.

– ¡«Naturaca»! Van contratados por el juez con un sueldo especial si hay «fiambre».

Lejos se veían unos puntos que aparentaban ser ovejas. Más lejos, camino de Cinco Casas, pasó el tren.

Al poco dejaron de tensarse las cuerdas.

– Ya han llegado -dijo Maleza.

– ¡Silencio! No os mováis -dijo Plinio al tiempo que se tumbaba en tierra, con la oreja pegada al brocal del pozo.

Para mejor agudizar el oído entornaba los ojos y arrugaba la frente. Todos los presentes contenían la respiración. Por fin, con mucha más intensidad de la que era de esperar, se oyó un silbato.

– ¡Ahí está! -dijo Plinio con voz ronca.

Se puso en pie y, por un momento, los cuatro hombres se miraron con emoción. Luego, del coche sacó una larga maroma con un lazo corredizo en un extremo, y comenzó a soltarla al tiempo que voceaba:

– ¡Ahí va!

Cuando fue el momento oportuno, Maleza y el guardia comenzaron a tirar de la cuerda ya con la presa. Lo hacían lentamente y sólo se oía el rozar de la maroma sobre el borde de piedra del pozo.

Plinio y don Lotario, sin ver nada absolutamente miraban hacia el negro agujero. La pareja tiraba de la cuerda con mucho tiento, como si temieran lastimar a quien pendía del extremo. -¿Pesa? -casi musitó don Lotario.

Maleza hizo un gesto afirmativo.

Plinio, en silencio, y sin dejar de mirar al pozo, dio la petaca a don Lotario. Ambos liaron maquinalmente. Apenas hubieron encendido, Plinio miró de nuevo y dijo:

– Ya está aquí.

El cuerpo venía atado de los pies, cabeza abajo. El jefe y el veterinario no tuvieron más remedio que echarle mano para acabarlo de sacar, cuando llegó a la boca del pozo.

Todo el cuerpo, ropa y carne, estaba embadurnado de una especie de barrillo gris plomo. Parecía en su totalidad una estatua hecha de esta materia. Lo dejaron tumbado en tierra. Plinio y el veterinario lo contemplaban en silencio, ya sin emoción, los otros dos guardias tensaban la maroma de los dos poceros que ascendían.

El cuerpo del muerto presentaba una figura rara. Estaba doblado con los brazos hacia atrás de la cabeza. Los ojos abiertos estaban cubiertos del lodo gris. La boca no se distinguía.

– ¿Lo reconoces, Manuel?

Manuel dijo que no con la cabeza. Luego, añadió:

– Yo no lo conocía, ¿y usted?

– Yo tengo idea de haberlo visto pasear con la chica, pero ahora, la verdad, no podría decir…

– Es él -dijo Maleza, al tiempo que resollaba por la fatiga que le produjo el esfuerzo.

Y mientras seguía sacando la maroma.

Plinio lo miró, incrédulo de su observación.

– Que sí, jefe…

– ¿Era rubio o moreno?

Y quedó mirando con guasa a su subordinado.

– Hombre…

– ¡Ay, que eres un voceras…!

– Habrá que lavarlo -dijo don Lotario.

– Desde luego.

Por fin, aparecieron los poceros, jadeantes, pringados de barro gris. Se quitaron el casco y se miraron ropas y manos.