Don Lotario encogió las narices y guiñó los ojos, queriendo manifestar extrañeza.
En la plaza se veía menos gente. Las máscaras, con la careta alzada, marchaban ya hacia sus casas.
Todavía, sin embargo, Quiroga, el que todos los años se vestía de don Juan Tenorio, paseaba solitario por la glorieta con mucho meneo de estoque y pasos bizarros. Algo carcamuseaba a media voz él sólito, ausente de todo y de todos.
Un niño vestido de mujer con ropas andrajosas y holgadísimas, lloraba amargamente sentado en el borde de la acera. Otro, con el disfraz ya bajo el brazo, parecía consolarlo.
Don Lotario se acercó a ellos por ver qué les pasaba.
– ¿Qué le pasa a este niño? -preguntó al otro.
– Que se ha hecho caca.
Y don Lotario volvió con los dedos en las narices, haciendo un poco el payaso… Los crímenes le ponían muy contento.
Los adoquines de la plaza aparecían cubiertos de conffeti, de serpentinas, de papeles de colores. Y rodeando la columna de una farola, cuatro máscaras beodas jugaban al corro torpemente, al tiempo que cantaban:
En tu país
no hay luz
desde que tú
viniste aquí…
Cuando Plinio y los suyos llegaron al callejón de la Vaquería vieron que había parada mucha gente. La noche era tan oscura que apenas se distinguía otra cosa que sombras que se movían y hablaban.
Hacia la puerta de la vaquería se columbraban unas luces rojizas.
– Ahí va Plinio con el veterinario -dijo alguien.
Y las gentes se volvían para mirarlo y les hacían paso con respeto.
Plinio, entre el pasillo que les dejaban los curiosos, avanzaba el primero, con ambas manos en los bolsillos de la pelliza y el cigarro en la boca.
Llegaron hasta la puerta. Ya estaba allí el médico forense, el juez y el secretario. Dos vecinos iluminaban la escena con faroles de aceite.
El médico, que se había subido la careta y conservaba el disfraz de dominó bajo el gabán, había quitado el pañuelo negro de la cabeza de Antonia y pasaba el dedo sobre sus heridas. Al incorporarla había quedado casi sentada y, a la bailona luz de los faroles, se le veía la cara totalmente tinta en sangre. Conservaba los ojos abiertos y un mechón cano sobre la frente. Fuertemente agarrada con una mano tenía la cacharra de la leche. Un charquito de leche había sobre el halda negra de la muerta.
El médico dijo a Plinio sin dejar el cadáver:
– Le han deshecho la bóveda del cráneo a estacazos.
– ¿Quién la ha visto primero? -preguntó Plinio, dirigiéndose al auditorio.
– Un servidor -respondió el hombretón de las medias negras y la falda corta, que echaba el trompo a primera hora de la tarde junto a la calle de la Luz.
– ¿Ya te han soltado, so fresco?
– Sí, señor, a las ocho.
– A ver si otro año te pones las faldas más largas.
– Sí, señor.
Como tenía el mozo la cara pintada de pimentón, a la luz de los faroles parecía también sanguinolento.
– ¿Cuándo la viste?
– Cuando salí de… ahí, me vine por aquí cortando hacia mi casa y tropecé con la muerta. ¡Ainas me mato!
– ¡Pues vaya domingo de carnaval que llevas!
– Y que lo diga usted.
– ¿Cuánto tiempo hará que la mataron? -preguntó Plinio al médico.
– Como una hora.
Llegaron unos hombres con la camilla negra y echaron el cuerpo.
– ¿Le quitamos la lechera? -dijo uno de los dos de la camilla.
– Qué más da. Déjasela también -dijo Plinio.
Y el camillero le recogió el brazo sobre el cuerpo de modo que la lechera le quedase sobre las piernas.
Plinio y los del Juzgado esperaron a que se alejasen los de la camilla y se despejase un poco el callejón.
Cuando también marcharon los del Juzgado, Plinio entró en la vaquería con don Lotario y Maleza.
Quintero, el vaquero, detrás del mostrador blanco, miró con temor a los de la justicia que entraban.
– Quintero, ¿qué me dices de esto? -le preguntó Plinio a manera de saludo.
– Nadica sé -dijo encogiéndose de hombros.
– ¿No oíste nada?
– No, señor… Compró su leche como todas las tardes y marchó. Luego yo no he salido de aquí. La primera noticia me la dio el mascarón que ahora habló con usted.
– ¿A qué hora vino la Antonia?
– Siempre viene sobre las siete y media.
– ¿Es posible que no la haya visto nadie?
– Después de esa hora viene poca gente.
– Bastaba con que pasara uno. ¡Si estaba atravesada en la acera!
– Pues si alguien la vio, nada dijo, señor Manuel.
– ¿Y no oíste nada, nada?
– Nada, no, señor. A lo mejor otro día, pero ahora, con tanto quino de máscaras por esa calle de la Feria…
Plinio, acompañado de Maleza y de don Lotario, salió de la vaquería camino de la plaza.
– Esto del carnaval debían suprimirlo, Manuel…, por lo menos en los pueblos. Se hacen muchas barbaridades… No digo yo que en las grandes capitales, a base de baile y batallas de flores, pero en los pueblos…
– Sí, lo de siempre, todas las diversiones para los ricos; los pobres, que son tan brutos, que los parta un rayo -respondió Maleza con su habitual acritud.
– Si tú le llamas diversión matar a una pobre vieja indefensa… -añadió el veterinario.
– Eso es un accidente…
Cuando llegaron a la esquina de la calle de la Luz, Plinio, que no había hecho ningún comentario, dijo:
– Voy a acercarme a la casa de doña Carmen a ver si me dicen algo.
Y echó calle adelante, mientras Maleza y don Lotario quedaban parados en la esquina con la conversación interrumpida.
A Plinio siempre le producía una especial emoción entrar en la casa de doña Carmen, que era la primera casa del pueblo. Desde niño había aprendido a considerar a aquella familia como lo más grande que había en el mundo.
Llamó en el alto llamador de las puertas de nogal. Casi en seguida se oyó correr el resbalón. La puerta se entreabrió. Y apareció la cara blanca y ovalada de Joaquinita.
– Buenas noches. ¿Está don Onofre?
– Sí, señor…
– Dile que estoy aquí.
– Pase usted.
Plinio pasó al amplio portal de azulejos. Luego al patio, también de azulejos, con una fuente de Talavera en el centro. A Plinio, de niño, le parecía aquella fuente el colmo del refinamiento.
Junto a él iba Joaquinita, con su uniforme negro y cuello de encaje blanco, tan modosa y bella. Joaquinita era, desde hacía pocos años, criada de doña Carmen. Diríamos que su doncella. Era hija de los caseros de una finca de don Onofre. Por su belleza y talento natural la escogió doña Carmen para su servicio personal.
Cuando subían la escalera, Plinio preguntó a Joaquinita:
– ¿Sabe ya don Onofre la desgracia?
– Sí, señor.
– ¿ Quién se lo ha dicho?
– El señor cura, don Felipe y don Paulino, que lo oyeron en la plaza y vinieron en seguida a decírselo.
Toda la casa olía a maderas finas, a barniz…, «a señoritos», pensaba Plinio.
Cuando llegaron a la puerta del gabinete y Joaquinita se disponía a anunciar a Plinio, éste le dijo:
– Será mejor que le digas que quiero hablar con él a solas. Aquí espero.
– Está bien.
Y Joaquina, con su aire silencioso, respetuoso y ágil, entró cerrando la puerta tras de sí.
Plinio quedó en la galería, mirando hacia un grueso farol de hierro forjado y vidrios coloreados que alumbraba el patio.