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– Lavaos en el pilón del aljibe -les dijo el jefe.

– Estaba casi hundido en el barrizal que hay dentro -dijo el más viejo-. Habría acabado por enterrarlo del todo… Y porque está el barro bastante duro, es como greda.

Cuando los poceros se hubieron lavado, cambiado de ropa, echado un trago de la bota que trajo don Lotario y fumado un cigarro, Plinio dio sus disposiciones.

– Vosotros -a los guardias- os quedáis aquí con el cadáver. Los poceros y nosotros vamos al pueblo. Don Lotario y yo volveremos antes de mediodía con el Juzgado y preparativos para llevarnos el cuerpo.

– Por lo menos nos dejará usted la bota para distraer el velatorio, ¡digo yo!

– Bueno.

Y se la entregó.

Ya en Tomelloso, Plinio fue a ver al juez para comunicarle el hallazgo. Dijo a la Guardia Civil que citase a la familia de Carnicero para que acudiesen a Tomelloso a reconocer el presunto cadáver de su deudo; citó también el depósito para las doce a la Relicario y al del Banco; mandó traer prestada la camioneta de Casiano el alpargatero y el ataúd de los pobres… Y cuando todas las diligencias estuvieron en marcha, expuso al señor juez su plan de llevarse a los dos hijos de don Jerónimo al Brochero, para ver cómo reaccionaban ante el cadáver… De ahí podía salir la única prueba de culpabilidad contra los Jerónimos, como les llamaban a los dos hermanos en Tomelloso.

Obtenido el placet, veterinario y jefe se dirigieron en el «Ford» a casa de don Jerónimo… Pero en esta gestión concluyó la buena suerte que acompañaba a Manuel González, alias Plinio, desde hacía cuarenta y ocho horas. Don Jerónimo no había vuelto de su prolongado viaje. Los hijos estaban en el norte de España a vender vino desde hacía varios días y se ignoraba su exacto paradero.

Plinio y don Lotario volvieron al Juzgado con las orejas gachas. Andrés, el Ciego, a quien llamaron por teléfono, nada sabía de los Jerónimos.

A media tarde, todo el pueblo sabía el hallazgo del cadáver de Carnicero. Sus familiares, así como la Relicario y el del Banco, una vez lavado el cuerpo, lo reconocieron sin excepción.

El forense, aparte de diagnosticar la muerte de Carnicero por seis puñaladas en el vientre, nada encontró entre las ropas que supusiese indicio cierto.

Llevaba puesto reloj de pulsera, sortija y una medallita de oro. Sólo se echó de menos su cartera y un maletín que, según sus familiares, trajo de Alcázar.

No hubo manera de convencer a los familiares para que dejasen el cadáver en Tomelloso. La justicia tampoco tenía argumentos suficientes para obligarles. Hecha la autopsia, la familia se llevó el cuerpo a Alcázar, perfectamente amortajado y en un ataúd de primera calidad.

La noche que se llevaron el cadáver de Carnicero, Plinio y don Lotario, sentados en su acostumbrado rincón del «Casino de San Fernando», fumaban en silencio. Llovió todo el día, bajó mucho la temperatura y todos los tomelloseros estuvieron de acuerdo en que el invierno había hecho aquel día su entrada definitiva.

Plinio se echó mil veces a sí mismo la culpa de lo ocurrido.

«¿Cómo no se me ocurrió -se repetía- comprobar si estaban los Jerónimos en el pueblo antes de ir a buscar el cadáver? Por esta imprevisión perdimos la última oportunidad… Diga usted lo que quiera, y el juez, yo estaba muy seguro de la prueba que tenía pensada. Quien no es un criminal nato, no soporta con serenidad que le pongan ante el cadáver casi olvidado de su víctima. Ha sido una lástima, una verdadera lástima… Y luego la familia, deseando llevarse su cadáver, como si fuera un manjar… ¡Oh…! ¡Le digo a usted…!»

Plinio miró a don Lotario sonriendo y le dijo con sarcasmo:

– Y pensar que, según la ley, es hoy cuando deben empezar las indagaciones sobre este caso…, hoy que han concluido…

– Es que nosotros siempre vamos delante, Manuel.

– Para buen papel.

– Y lo malo, lo que me indigna de verdad, es que no nos ha quedado ningún cabo por atar. No veo nada que pueda hacerse. Los Jerónimos, aquella noche, estaban en Ciudad Real para todos los efectos, y eso, a estas alturas, ya no hay quien lo niegue.

– ¿No nos habremos obcecado demasiado con los Jerónimos, Manuel?

– ¡No, no, y mil veces no! Yo sé mi oficio, don Lotario, y me jugaba el cuello a que fueron ellos…, los conozco muy bien… Son gente feroz en cuanto a negocios familiares se trata. Cuando se muere alguien de su familia, le llevan luto durante diez años; tienen una idea de la honra, de los muertos y de la sangre como en los tiempos de Maricastaña. Para quien burló a su hermana, la muerte sin remedio. Era una cosa bien rumiada. Son gentes que esta vez obraron a conciencia. No perdonan… Cuando José Alberca fue alcalde, les sacó una multa a los carreros de los Jerónimos por no llevar farol; desde entonces, los familiares no se hablan, y de esto hace treinta años. Tienen más orgullo que don Rodrigo. Son incapaces de hacer mal a nadie, pero quien se la haga, lo paga sin remisión.

– Un salvajismo como otro cualquiera.

– De acuerdo, pero son así… Ellos lo mataron, don Lotario. Estoy tan seguro como que la hermana no volverá jamás a Tomelloso. Mientras viva un solo varón de esa familia, ella tendrá que vivir en el destierro, fíjese usted lo que le digo. Y tampoco perdonarán al hijo de ella.

– ¿Tu idea es que ellos vinieron aquella noche de Ciudad Real porque les avisó alguien?

– Sí, seguro.

– Luego a ese alguien le tenían confiados sus propósitos.

– Claro.

– ¿Y quién puede ser ese alguien de tanta intimidad y confianza? ¿Alguien de la familia? ¿Algún primo, tal vez?

– Vaya usted a saber.

– ¿No podríamos reanudar en ese sentido nuestras investigaciones?

– No sé, lo veo todo muy negro. Esto se nos ha ido de las manos.

– No seas pesimista, Manuel. En estos sitios pequeños, tarde o temprano se sabe todo.

– Es posible, pero es que yo quiero saberlo antes que nadie.

A Plinio le hacía siempre un poco de ilusión el cambiar de uniforme. Cuando faltaban pocos días para acabar el invierno, soñaba con el día que pudiera ponerse el uniforme de dril. Hacia la Feria, ya pensaba con regusto en el uniforme de paño azul marino y en la pelliza con vivos y galones de astracán.

Aquel noviembre la cosa tuvo más emoción, ya que el Excelentísimo Ayuntamiento se dignó hacer uniformes nuevos a su Policía. Y Manuel González se vistió aquella mañana casi con emoción. Los botones dorados y los vivos rojos del uniforme destacaban sobre el recio paño azul oscuro. La gorra y la pelliza también eran de estreno. Para que no faltase detalle se lustró las botas y limpió la empuñadura y contera del sable con «Sidol»; y el revólver niquelado, con bicarbonato.

Iba radiante con su uniforme calle Socuellamos abajo. Casi le daba vergüenza mirar a la gente. En tal situación y estado de ánimo, pensó que lo mejor sería ir a que lo viese Rocío.

Entró en la buñolería, con poca gente en aquel momento, como un capitán general. La Rocío, al verlo, se quedó con los ojos muy abiertos y en el aire la mano que sostenía la navaja.

– Josú, María y José… Si párese el mismísimo archipámpano.

Plinio se sacudió con afectación una mota de ceniza y pidió café y churros. Por decir algo preguntó por don Lotario.

– Hace media hora larga que pasó por aquí, pero si supiera cómo viene su jefe esta mañana, seguro que volvía. ¡Bendito sea Dios, y qué rehermoso está usted, compadre!