Cuando Plinio estaba concluyendo su colación en el mostrador de mármol y de espaldas a la puerta, oyó que decía Rocío dirigiéndose a alguien:
– Josú, pero qué ha visto ese hombre que se va tan espantao…
– ¿Qué pasa?
– El Chirimoya, el de la tejera, que venía decidido, como todas las mañanas, y debe de haber sio al verlo a usted, ha dao una espanta y ha salido de pira.
Plinio, sin decir nada, se asomó a la puerta de dos pasos, y, en efecto, vio que el mocetón de la boina que una noche les alumbrase con el farol de su bicicleta el campamento de los gitanos marchaba con su máquina a todo pedal.
Manuel volvió junto a su desayuno, rascándose la patilla.
– Ése es un tontarro, ¿no? -preguntó a Rocío.
– ¡Digo! Es más tonto que Abundio. Tiene dos manías: ir a ver los trenes y perseguir a las mozas desde lejos con su bicicleta. Desde que se hizo con esa máquina, como él le dice, no se aparta de ella yo creo que ni para dormir.
Cuando Plinio concluyó su desayuno marchó al cuerpo de guardia con la intención de repasar las listas de las personas que estuvieron en la estación la famosa noche que apareció el charco de sangre.
Las repasó concienzudamente y en ninguna aparecía el Chirimoya. Luego preguntó a Maleza si recordaba que alguien le hubiera citado a el Chirimoya.
– En los tontos nadie repara -contestó el cabo, muy seguro de sí.
Y a Plinio, cosa rara, no le pareció mala razón.
Poco antes de las dos de la tarde, hora en que llegaba un tren, Plinio, que estaba en el herradero, dijo al veterinario:
– ¿Tiene usted él coche a punto?
– Claro, hombre, qué cosas tienes. ¿Por qué?
– Decía yo de que nos fuésemos a tomar un vermut al bar de Cecilio.
– ¿Allí, a la estación?
– Justo.
– Bueno…
El bar de Cecilio era muy pequeño. Más bien era una repostería para servir en la terraza que ponía en los paseos de la estación durante el verano. De modo que en invierno, si alguien recalaba por allí, era un acontecimiento.
Cuando llegaron Plinio y don Lotario, Cecilio salió a saludarles con mucha prosopopeya y dispuesto a departir largamente.
Los tres amigos se pusieron vermut y liaron un cigarro. Plinio, que estaba atento al reloj, preguntó a Cecilio como el que no quería la cosa, qué sabía de el Chirimoya, el de la tejera.
Cecilio hizo memoria mientras se rascaba una ceja y al fin habló:
– Ése es un tonto de nacimiento. Su hermana se quedó toda la herencia y a él, a cuenta, lo mantiene y lo viste. Parece que le ha comprado una bicicleta y está loco de contento. Se pasa el día en la estación viendo los trenes y dando vueltas por aquí. Alguna vez persigue a las mozas, no crea…
Cuando eran muy cerca de las dos, Plinio y el veterinario marcharon hacia la estación y prometieron a Cecilio volver en seguida para echar otra copa.
Cecilio dijo que de acuerdo, y que les serviría de aperitivo unos trocitos de queso en aceite muy rico que tenía guardado.
Cuando iban andando hacia las cercanías de la estación, el veterinario preguntó al guardia, un tanto mosqueado:
– ¿Qué pasa con el Chirimoya?
– Que me ha dado ya dos espantas, y me escama un poco.
– Una fue aquella noche, ¿no?
– Sí. La otra esta mañana. Vamos a ver si se repite.
En el andén de la estación había varias personas esperando al tren. Junto a un árbol, con la bicicleta recostada en el tronco, el Chirimoya. Parecía contento, silbaba y miraba con ahínco hacia «Mirasol», por donde debía venir el tren.
Plinio y el veterinario, sin ser notados, se pusieron detrás de él. Se escuchó lejano el pitido del tren. El Chirimoya se asomó más.
– ¡Ya viene! ¡Ya viene! -dijo jubiloso, volviendo la cabeza con intención de comunicárselo a quien estuviese más próximo; pero a1 ver al guardia tan cerca se le congeló la risa.
Plinio lo miró con severidad. El Chirimoya bajó los ojos y volvió la espalda, rígido, inmóvil. Al cabo de unos segundos, con muy poco disimulo, tomó la bicicleta del manillar, miró al cíelo como haciéndose el despistado, intentó silbar algo, dio un paso hacia la puerta y, de pronto, de manera atropellada, salió corriendo con su bicicleta hacia la portada de la estación.
– ¿No le decía? -preguntó Plinio al veterinario.
– Ya, ya… ¿Y qué piensas?
– ¡Psché…! No sé… Ya veremos. No puede hacer uno cálculos muy precisos sobre las manías de un tonto.
– De todas formas tú pensarás algo, vamos, digo yo…
– Hombre, pensar, lo que se dice pensar…, por aquello de que viene todos los días a la estación. Vamos a dedicarnos unas noches a observarlo sin que él nos vea.
A la segunda noche, todo estaba claro. El Chirimoya siempre hacía lo mismo. Llegaba a las doce menos minutos a la estación. Permanecía hasta que llegaba el tren. Veía a los viajeros. Cuando la estación estaba vacía, salía con su bicicleta, bien encendido el farol, y se dedicaba a darse unas vueltas a todo pedal por el paseo de los Foudres y el de Circunvalación. Después, hacia las doce y media, marchaba a casa tan contento hasta las siete de la mañana, en que salía el nuevo tren.
A la vista de esta costumbre, un domingo por la tarde el guardia y su amigo, en el Casino, prepararon su plan para el próximo lunes por la noche, ya que aquella noche iban al cine con sus respectivas familias.
Dadas las doce, detuvieron el «Ford» en el paseo de las Foudres, y con las luces apagadas aguardaron la llegada del tren, luego de cerciorarse de que el Chirimoya estaba en su puesto de costumbre.
«Cuando empezaron a salir los viajeros de la estación, Maleza y otro guardia vestidos de paisano bajaron del coche. Siguiendo las instrucciones de Plinio, que permanecía agachado en el interior, una vez que apareció el Chirimoya con su bicicleta comenzaron a hacer ademanes y forcejeos, como si lucharan.
Chirimoya, al pasar, se quedó mirando; anduvo buen trecho con la cabeza vuelta. Luego, sin dejar de mirar, dobló la esquina de San Isidro muy despacio.
– ¡Vosotros seguid la faena! -ordenó Plinio a los otros guardias, que parecían desmayar, mientras él miraba atentamente por la ventanilla trasera del coche.
– ¿Qué pasa? -preguntó don Lotario con ansiedad.
– Como pensaba, está apostado tras la esquina… ¡Arranque usted! ¡Vamos a por él a toda marcha!
Don Lotario maniobró con rapidez y el coche salió disparado hacia el final del paseo de los Foudres.
Allí estaba él Chirimoya, pegado a la pared, junto a su bicicleta, como indeciso.
– ¡Pare usted!
Al detenerse, descendieron a toda marcha. Pero el Chirimoya, al reconocerlos, reaccionó y, montando en la bicicleta, salió disparado.
– ¡Vamos tras él!
Volvieron a subir al coche y comenzaron la persecución del ciclista. Pero éste, que en lo de llevar la bicicleta no era tan tonto como parecía, se salió del paseo y comenzó a rodar por en medio de unas eras, por donde era imposible que el coche transitara.
Plinio hizo parar el auto y echó a correr a campo traviesa? pero inútilmente, pues no había modo de alcanzar a el Chirimoya.