Decidieron volver a por los guardias que hicieran la pantomima de la pelea, y se trazaron un plan de acoso.
Cada uno de ellos se situaría en un lugar estratégico, próximo a la tejera por donde estaba la casa de el Chirimoya. La orden era de detenerlo en seguida que apareciera. Plinio señaló los lugares de posta. El «Ford» lo ocultaron convenientemente.
El veterinario hubiera querido, como siempre, quedarse con Plinio, pero éste consideró que debían estar todos separados para mejor vigilancia.
Don Lotario, cuando se quedó solo en el esquinazo del campo de fútbol, pensó que no estaba a gusto, que a lo mejor le daba miedo, que lo más seguro es que fuese a él a quien le tocara intervenir. Como la cosa no tenía remedio, se ajustó bien el sombrero, montó el revólver y se pegó a la pared como un buen cazador.
Durante media hora larga, aparte de un perro olisqueante, no pasó nadie; don Lotario no sabía bien qué hacer, si fumar o no fumar, si hacer aguas o no hacerlas. Por fin decidió rezar algo en latín, que sabía desde niño, aunque no lo recordaba bien. Luego, descubrió la lucecilla del cigarro de Maleza, que se ocultaba entre las sombras, enfrente de él, a cierta distancia, y con esto se entretuvo un rato… Poco a poco se le fue el miedo, y, aburrido de todo, comenzó a jugar a que mataba invisibles enemigos. Apuntaba con el revólver, y… ¡pum!
De pronto, oyó un silbido. No le cupo duda que era de Plinio. Miró con atención. Por la parte de los charcones divisó la luz de un farol de bicicleta. Aguzó los ojos y contuvo la respiración. Pero bien pronto tuvo que soplar, porque el farol avanzaba con excesiva lentitud. Afortunadamente, quien tenía que dar la cara primero era Plinio, ya que venía en la dirección en que él se encontraba.
Al cabo de unos cinco minutos, don Lotario se dio cuenta de que el ciclista en cuestión venía a pie, con la máquina cogida del manillar. Era, en efecto, el tontarra de la tejera.
Cuando estuvo a la altura de Plinio, éste salió como una exhalación y le cogió del brazo.
– ¡Alto ahí!
Los que estaban apostados fueron apareciendo.
El pobre Chirimoya, que venía con la máquina pinchada, sorprendido, con la boca abierta, sin pestañear, miraba a Plinio. Aumentó su sorpresa cuando vio aproximarse a don Lotario y a los dos guardias. Miraba a unos y a otros aterrado. Plinio volvió el farol de la bicicleta hacia la cara de el Chirimoya. Al pobre hombre le temblaba el bocio.
– Dime lo que sepas… o te llevo a la cárcel -le ordenó Plinio con energía, al tiempo que le oprimía fuertemente el brazo.
El Chirimoya miraba alternativamente a todos, como sin comprender.
– Dime lo que viste aquella noche en el paseo de los Foudres, antes de encontrarnos a nosotros y alumbrarnos con este farol el campamento de los gitanos…
El Chirimoya tragaba saliva.
– ¿ Viste un auto?
– Sí… Hablaron… Le dieron con navajas… Se lo llevaron.
– ¿ Quiénes?
Volvió a pasarse la lengua por los resecos labios.
Plinio, teatralmente, se echó mano a la pistola.
– Los…, los de don Jerónimo… Y lo echaron en el auto y se lo llevaron. Pero no me vieron, no me vieron. Era un secreto.
Bien pasado el mediodía, don Lotario aguardaba sentado junto a una de las ventanas del casino a que Plinio saliera del Juzgado. Bebía de su vaso de cerveza, pasaba distraído los ojos por un periódico que tenía entre las manos, miraba mil veces hacia la puerta del Juzgado…
En la plaza había mucha expectación por los sucesos últimamente ocurridos. Los Jerónimos pertenecían a una familia conocidísima y su detención por el presunto asesinato de Carnicero era una verdadera sorpresa para los más avisados tomelloseros. Quien más quien menos se encontraba verdaderamente disgustado por no haber olido aquello con tiempo suficiente.
Don Lotario estaba satisfechísimo, como siempre que se concluía con felicidad un caso difícil. Y si ahora se mostraba impaciente, era por poder atar el último cabo que quedaba suelto de la tupida y larguísima historia del charco de sangre. ¿Cómo se habían enterado los Jerónimos desde Ciudad Real de la llegada de Carnicero aquella noche en el tren de las doce?
Don Lotario, además, estaba segurísimo de que éste era el único punto que interesaría a Plinio de la indagatoria que el señor juez estaba haciendo a los Jerónimos en aquellos momentos.
Otra persona de Tomelloso estaba pendiente, con verdadera ansia, de esta aclaración. Dos veces había llamado por teléfono a don Lotario en demanda de noticias: Andrés, el Ciego. El veterinario concluyó por prometerle que le llamaría inmediatamente que Plinio se lo comunicara.
Hacía las dos y media de la tarde -cinco cañas de cerveza llevaba bebidas don Lotario- se armó un gran revuelo en la plaza.
El veterinario se incorporó, concluyó por subirse en una silla para ver mejor.
Varios policías rodearon a los Jerónimos, camino del Ayuntamiento, donde estaban las cárceles municipales.
Los curiosos, un mucho anonadados por la impresión de ver a dos señoritos camino de la cárcel, un poco porque apenas conocían al muerto, y otro mucho porque en su fuero interno de iberos consideraban que ambos hermanos habían hecho bien en lavar con sangre la deshonra de su hermana, miraban con respeto y en silencio la comitiva de guardias y homicidas.
Al cabo de un rato, Plinio cruzó la plaza con paso rápido y las manos en la espalda, entre la curiosidad de los rezagados.
Don Lotario, así que lo columbró, pidió dos cervezas más a Manolo el camarero.
Apenas estuvieron sentados, el veterinario ordenó:
– Venga, Manuel, desembucha.
– Han confesado.
– Ya… Pero ¿y lo otro?
– Se enteraron de la manera más tonta. Desde casa de su abogado de Ciudad Real pidieron una conferencia con el notario de aquí. Cuando estaban hablando, hubo una interferencia, en la que pudieron oír cómo Carnicero avisaba desde Alcázar su proyecto de viaje al del Banco… El resto, casi como supusimos… A las ocho salieron de Ciudad Real. Esperaron cerca de Cinco Casas, junto al Brochero, a que el tren se acercase hacia acá, para llegar casi al mismo tiempo… Entonces fue cuando se acordaron del pozo-mina. Llegaron casi con el tren. Pararon el coche junto a San Isidro. A un chico que pide limosna le mandaron llamar a Carnicero cuando salía de la estación. El chico le dijo que le esperaba en el coche su amigo el del Banco. Llegó Carnicero junto al coche, un poco sorprendido. Al reconocerlos, ya cerca, quiso huir, pero no le dieron tiempo. Sin mediar palabra lo cosieron a puñaladas junto a las tapias y lo echaron en el coche, y se encaminaron al Brochero… Como el coche no podía pasar por la linde, llevaron el cuerpo en brazos hasta el pozo… Entonces debió de caerse la cartera, de la que a su vez se salió el retrato… Dónde está la cartera, no lo sabemos. Tal vez llevaba dinero y el que la encontró, ya se sabe… Dicen que mil veces que resucitase, mil veces que lo matarían… En fin, asunto concluido.
– Bueno, voy a decírselo a el Ciego, que me trae frito -dijo don Lotario.
– Dígale que nos invite a merendar, pero no en su casa. Mejor que sea en la huerta de la Rocío.
– Vale. ¿El domingo?
– Vale también.
Mientras don Lotario iba al teléfono, Plinio se sacudió unas motas de polvo de su flamante uniforme nuevo y dijo para sí: «Plinio, eres el más grande.»