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En seguida salió Joaquinita, sola.

– Pase usted por aquí -dijo.

Y le llevó hacia una habitación próxima. Era una especie de sala con muebles negros y tapicerías de seda amarilla. Había varias fotografías de familia. Una salamandra con las micas al rojo tenía la habitación muy caldeada.

Joaquinita rogó a Plinio que se sentara, y volvió a marchar sutilmente.

Plinio permaneció unos minutos solo. Se sentía como dejado caer sobre aquella seda amarilla que cubría el sofá. Se vio en un gran espejo que había enfrente, y con la pelliza azul, el sable, y el cigarro sucio en la boca, se sentía insignificante e inadecuado:

Se abrió la puerta de la sala que daba al interior del piso y entró don Onofre con aire compungido. Avanzó hacia Plinio, que se puso de pie, con sus ademanes laxos y feminoides. Aquel hombre tan corpulento, realmente le pareció siempre a Plinio una mujer que se había puesto encima una serie de cosas para aparecer como hombre.

– ¡Qué horror, Manuel, qué horror! -le dijo como saludo, mientras le daba la mano-. Siéntate, Manuel, por favor… Comprenderás que estoy aturdido… Esto es tan monstruoso como incomprensible… ¿Qué mal ha hecho esta mujer a nadie?

Mientras hablaba se pasaba por la cara su mano blanquísima, adornada de sortijas, procurando con mucho cuidado que no llegase al pelo perfectamente peinado a raya.

Se sentó a su vez y miraba a Plinio con su blanca cara entre dolorida y coqueta. Luego de una pausa, dijo:

– Tú dirás, Manuel, en qué puedo ayudarte.

– Venía a ver si podía usted dar algún indicio que explicase la muerte de la pobre Antonia.

– Ya te he dicho, Manuel, no sé. Esta mujer, como sabes, fue el ama de cría de Carmen. Cuando nos casamos, se la trajo. No tiene familia. Se pasaba el día trabajando. Salía de casa lo imprescindible. No tenía trato con nadie… No me explico… Yo lo que me inclino a creer, Manuel, es que se trata de lo que podríamos llamar un accidente de carnaval…, algún borracho…, qué sé yo…

– ¿Tenía algún dinero ahorrado?

– Sí, pero no lo llevaba encima, naturalmente. Carmen le mandó abrir una cartilla.

– ¿ Tiene algún heredero forzoso?

– No. Sus parientes más próximos son hijos de una prima, todavía niños, según creo.

– Y con los demás servidores de la casa: gañanes, caseros, guardas, ¿tuvo alguna rencilla importante?

Don Onofre movió la cabeza, mientras se miraba las uñas, y añadió:

– No… Apenas tenía trato con ellos y eso cuando íbamos a alguna finca a pasar una temporada. Antonia era áspera e intransigente, pero jamás se metía en lo que no le importaba.

– Francamente, no sé qué pensar de este asunto. Lo más fácil es creer lo del accidente de carnaval, como usted dice, pero la verdad es que le han pegado con mucha saña, don Onofre.

– Hay tanto bestia suelto por ahí… -dijo, haciendo un mohín de repugnancia.

– Si a usted no le importa, me gustaría hacerle unas preguntas a doña Carmen, por ver si ella, que la conocía mejor, puede darme alguna luz.

– No tengo inconveniente, Manuel, pero hasta mañana por lo menos no podrá ser. Todavía no le hemos dicho nada…, ni sabemos cómo decírselo. Habrá que prepararla poco a poco. Era para ella como una madre. Además, ya sabes que mi mujer está un poco delicada.

– Comprendo -dijo Plinio, levantándose-. Mañana vendré por la tarde, después del entierro.

– Mejor pasado mañana, Manuel. Mañana va a ser un día de muchas emociones para ella.

– Como usted quiera, pero estas cosas no conviene demorarlas.

– Comprendo.

– Hasta pasado mañana, entonces, don Onofre.

– Adiós, Manuel.

Y le extendió su blanquísima mano.

Plinio, en el último tramo de la escalera, encontró a Inocente, el padre de Joaquinita, que hablaba con otros gañanes. Al ver al jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso, callaron y quedaron mirándole. Plinio se detuvo ante ellos, sin saber qué decir. Por fin, preguntó:

– ¿Por dónde se sale al corral?

Inocente, sin añadir palabra, con mucha diligencia, abrió una puertecita que había bajo la escalera.

Plinio se asomó al egido enorme.

– Enciende la luz -le dijo.

Cuando el corral quedó iluminado, Plinio fue hacia la portada que estaba en el otro extremo, mirando hacia uno y otro lado con mucho detenimiento.

– ¿Quiere usted ver algo en particular? -dijo el hombrecillo con cara astuta.

Plinio, sin responder, se fue hacia una cocinilla donde solían lavar y echó una ojeada. Luego, a la cuadra. Después recorrió unos porches donde había carros, tílburis y un viejo lando.

– ¿No hay cochera?

– Sí, señor. Aquí.

Inocente echó delante y, al llegar a una gran portada, la desatrancó, encendió la luz y aguardó en un rincón a que Plinio pasase su revista. Había dos automóviles. Un «Ford» un poco más moderno que el de don Lotario, y un «Gran Paije», como decían en el pueblo.

Examinó ambos ayudándose con la luz del mechero. Se inclinó muy interesado sobre el suelo del «Gran Paije». Con la yema del dedo tocó dos o tres rodajitas de papel color rosa: conffeti. Luego, en el estribo, un papel estrecho, rojo. Lo tomó con disimulo y se lo guardó en el bolsillo sin decir nada.

Cuando estuvieron fuera de la cochera, Plinio quedó como pensativo.

– ¿Quiere usted ver algo más, Manuel? -preguntó Inocente.

– No, ábreme el postigo. Salgo por aquí mismo.

Cuando Plinio se encontró en la calle, bajo la luz de una esquina, miró el papelito color rojo que encontró sobre el estribo del auto grande. Decía: «Teatro de Echegaray. Grandes bailes de Carnaval. 1925. Tarde.» Y en un sello, con tinta morada, la fecha de aquel día. El jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso guardó cuidadosamente el papel en la cartera, y marchó hacia su casa con la idea de llevar a su mujer y a su hija al baile del «Círculo Liberal».

El baile del «Círculo Liberal» era el más selecto de Tomelloso. Allí acudía la verdadera crema del pueblo. Aunque Plinio era de condición muy humilde, por aquello de su prestigio y fidelidad a las instituciones, en determinadas ocasiones se codeaba con los señoritos, aunque siempre guardando las distancias y sin apearse el uniforme, que aquella noche, por cierto, era el nuevo, bien planchado, deslumbrantes los vivos en rojo y plata. El alcalde gustaba también de la compañía de Manuel González en ocasiones tales como bailes, bautizos, bodas y actos públicos, donde «podía haber jaleo».

Aquella noche, como despedida del carnaval, el baile estaba concurridísimo. Juanito Cuevas que, iba para doce años, estudiaba farmacia en Madrid, había traído la novedad del charlestón, e hizo varias exhibiciones en la pista, con su prima Florita, que fueron muy celebradas. Jorgito Casado cantó dos tangos subido en la tarima de la orquesta; y la señora del notario, según referencias, se hizo «pis» por la risa que le produjo un chiste que le contó Ramón Marín, recién llegado de Cuba.

Cuando el baile se puso demasiado divertido, Plinio y don Lotario se metieron en la sala de billares para tomarse unas copas con cierto reposo. Llevaban unos minutos silenciosos, cuando Plinio le preguntó de pronto a don Lotario:

– Si usted matase a alguien, ¿se le ocurriría después ir al baile?

Don Lotario le miró sin comprender.

– Explícate -dijo al fin.

– He encontrado una entrada cortada para el baile de esta tarde en el «Teatro de Echegaray», que muy bien pudiera haber sido utilizada por alguno que tiene relación con el crimen de hoy…, mejor dicho, de ayer -rectificó consultando el reloj.