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Don Lotario hizo un gesto escéptico. Luego, dijo:

– Pudo irse al baile para hacer hora.

Plinio asintió sin gran convicción.

– O pudo irse después… para aturdirse…, para reflexionar…, qué sé yo. Tengo la impresión -añadió Plinio- que el asesino tenía muy bien pensado dónde ir después de cometer su fechoría… El baile empezaba poco más o menos a la hora que se debió de cometer el asesinato.

– ¿Dónde encontraste esa entrada, si puede saberse?

– En un coche de la casa de don Onofre. Pienso que allí debió de desnudarse nuestro hombre… o mujer, después del crimen.

– La verdad, Manuel, es que no sé a qué demonios puede ir un asesino a un baile de máscaras una vez concluida su faena.

En éstas estaban cuando un grupo de mascarones, cubiertos todos ellos con colchas de seda, se aproximaron a los dos amigos.

– ¡Ay, Manuel…, Manuel, que no me conoces…! ¡Parece mentira! ¡Lotario…, qué torpe eres!

– ¿Os pagáis una copa?

– Manuel…, Manuel, como no descubras al asesino de la Antonia antes de transcurrir una semana, te expulso del Cuerpo.

– ¡Ay, Manuel, Manuel, Manuel!

– ¡Ay, Lotario, Lotario, Lotario!

Los mascarones pidieron unas copas en el vecino ambigú, que bebieron subiéndose las caretas discretamente. Uno de ellos, que iba provisto de una enorme garrota de palo de horca, la dejó sobre una silla junto con los guantes para poder beber con más desembarazo.

Al verle esta operación, Plinio y don Lotario se miraron como si coincidieran en una idea.

– Murió a golpes de algo, ¿verdad? -preguntó el veterinario, malicioso.

Plinio asintió con la cabeza. Y luego:

– No está mal la idea. Vamos al teatrillo.

– ¿Les decimos algo a las mujeres? -apuntó el veterinario.

– No. Volvemos en seguida.

Tomaron del guardarropa su cubretodo y cruzaron al teatrillo, que estaba poco más allá, en la acera de enfrente, al fondo del pasadizo de Toledo.

Entraron en la contaduría del teatro. Sentado tras su mesa, el empresario, don Isidoro, los miró sobre el cristal de sus gafas, cuyas lentes eran del tamaño y forma de uvas, mientras sostenía entre las manos una revista ilustrada. Al fondo, las taquilleras contaban el dinero.

– ¿De qué andan los caballeros?

– Oiga usted, don Isidoro -dijo el guardia-, ¿se han dejado esta tarde muchas cosas en el baile?

El empresario pensó un momento y luego se dirigió a una de las taquilleras:

– Ramona, ¿ha aparecido algo esta tarde?

– Sí, ¡señor: un sombrero cordobés, un guante verde y un…

La muchacha empezó a reír mirando a su compañera.

– ¿Un qué? -dijo don Isidoro, mirándolas sobre los cristales.

– Un sostén.

Y las mozas arreciaron la risa.

– ¿Nada más? -les preguntó Plinio.

– Nada más. No, señor -dijo la llamada Ramona.

– ¿Qué es lo que quiere usted encontrar? -inquirió don Isidoro.

Plinio se rascó la cabeza bajo la gorra, como dudando:

– Qué sé yo…, algo así como un instrumento contundente: palo, garrota… ¿Comprende?

Don Isidoro hizo un gesto afirmativo, como de hombre que lo comprendía absolutamente todo. Y añadió:

– Si quiere usted, cuando acabe el baile podemos hacer registro detenido. Ahora está hasta los topes y no hay manera de dar un paso.

– Lo malo es si antes lo encuentra alguien y se lo lleva -dijo Plinio como para sí.

– Ponga usted una pareja en la puerta y que observen si alguno saca algo parecido a lo que usted busca… Creo haber visto a una pareja de guardias ahí en el vestíbulo -dijo don Isidoro.

– Bueno… de todas maneras luego vendré para que demos una vuelta.

– Mejor por la mañana, porque esto acabará a las mil y quinientas -dijo don Isidoro.

– De acuerdo. Prevenga usted a las mujeres de la limpieza.

– Descuide.

Cuando salieron, Plinio dio instrucciones a la pareja que había en el vestíbulo.

– Si veis alguna máscara salir con un palo, bastón, llave inglesa o algo con que se pueda golpear de firme, no le dejéis marchar hasta comprobar que lo trajo él y que no lo encontró en el baile, ¿estamos?

– ¿Y si dicen que lo encontraron?

– Os lo lleváis para el Ayuntamiento y me llamáis.

– ¡A la orden!

– A ver si se os va a pasar…

– Descuide, jefe.

Plinio esperó pacientemente al martes para ir a visitar a doña Carmen. Pero los acontecimientos tomaron un rumbo especial el mismo lunes después de carnaval.

El pueblo quedó como sordo y opaco. Las predicaciones de Cuaresma empezaron con toda intensidad y los más asiduos a la iglesia, un poco empequeñecidos durante la semana anterior, se pusieron al ataque. Por el peso y la influencia de este cambio de banda, todo el mundo parecía un poco arrepentido del carnaval. Aquel año los predicadores tomaron por bandera de escándalo del pasado «paganismo», la muerte de la pobre Antonia, «esa santa criada de la virtuosa doña Carmen». Su muerte se achacaba a los «desafueros báquicos de la fiesta demoníaca» y no a una intención intemporal y premeditada. Pero lo cierto fue que el breve cadáver de la Antonia, durante unos días, cubría todo el pueblo como un elegante acusatorio. A Plinio le desazonaba esta situación, pues si bien el criminal que todos señalaban era el inaprensible «carnaval», sujeto muy difícil de reducir a las cárceles municipales, el crimen quedaba al desnudo. Y mucha gente, como siempre, esperaba que él fuese capaz de atrapar al criminal, aunque para ello fuera preciso volver a vestir al pueblo de máscara y poner las cosas y personas en la misma situación y lugar que estaban a la caída de la tarde del último domingo.

Sí, a Plinio le responsabilizaba mucho su fama de policía infalible. Diríase que el pueblo entero deseaba que hubiese crímenes para verlo actuar, seguro de que al final se salía con la suya. Pero Plinio, a quien en el fondo congratulaba esta fe que en él tenían sus paisanos, prefería que los crímenes se olvidasen pronto, porque así él trabajaba más a gusto.

Durante toda aquella semana Plinio andaba como fantasma, diríase que procurando esconderse de las miradas de la gente. Los comentarios y la obsesión general le quitaban visibilidad. Plinio, el martes a media tarde, llamó nuevamente en la alta puerta de nogal de la casa de doña Carmen. Le abrieron en seguida. Joaquinita, con sus pasos suaves y sus ademanes ágiles y juveniles, graciosos, le llevó hasta el comedor, donde merendaba don Onofre.

– Pasa, Manuel, pasa.

Don Onofre, bajo la escasa luz cenital que entraba por una claraboya que había en el techo del comedor, con sus ademanes delicados y suaves, mojaba bizcochos en una gran copa de jerez.

– Joaquinita, trae otra copa de jerez a Manuel.

Plinio lamentó que no le trajesen también bizcochos, pues él consideraba que la merienda más exquisita que podía tomar un mortal era mojar bizcochos de limón en jerez, ágape que él jamás se pudo permitir.

Joaquinita le puso delante una copa mediana y se la llenó de jerez. Cuando Plinio se había resignado a tomar el jerez solo, Joaquinita volvió con una bandejita de plata cargada de seis u ocho bizcochos. Plinio, sorprendido, la miró, y Joaquinita le sonrió confidencialmente.

«Cualquiera diría -pensó Plinio- que esta niña ha adivinado mi deseo.»

– ¿Has averiguado ya alguna cosa, Manuel? -dijo don Onofre, mirándole, mientras con gesto desmayado sostenía un bizcocho entre los dedos.