Выбрать главу

– No, señor… Ni lo veo fácil.

La verdad es que Plinio, con el bizcocho envinado en la boca, en aquel comedor suntuoso, tibio, y ante aquel señorón, se sentía incapaz de averiguar nada. Hablaron a retazos de la marcha de la campaña vinícola, de una cacería reciente a la que había asistido don Melquiades Álvarez, y de las últimas disposiciones de Primo de Rivera.

El padre y el abuelo de Carmen habían sido diputados y luego senadores del reino. Don Onofre era de familia menos distinguida, nuevos ricos de la guerra del catorce, pero él, sin embargo, sentía ahora ciertas veleidades políticas.

Se decía que quería aprovechar la influencia de la familia de su mujer para hacer carrera. El advenimiento de la dictadura había contrariado un poco sus proyectos parlamentarios y él soñaba con que el rey «diese lo antes posible de lado a los generales para volver a la normalidad constitucional».

No obstante, a Plinio, aquellas pretensiones políticas de don Onofre le parecían banales. Él no era hombre de lucha y de decisiones radicales. Era blando, poltrón y abúlico, además de afeminado. A lo más, le gustaría verse vestido de etiqueta y conseguir que alguna vez lo retratasen en el Blanco y Negro junto al rey con motivo de cualquier cacería o acto solemne.

Cuando acabó la merienda, don Onofre se levantó envuelto en su bata de seda, y entró en el despacho próximo. En seguida volvió con un gran puro habano que puso en las manos de Plinio. Don Onofre no fumaba.

Plinio lo encendió y comenzó a fumarlo con el mayor deleite. El olor a jerez esparcido por la habitación, el aroma del puro, la suave penumbra que permitía la claraboya, y la luz rojiza de la salamandra próxima, invitaban al silencio y a la quietud más que a empezar con averiguaciones y preguntas.

Plinio se sentía en el mejor de los mundos. «Esto es vivir, ¡qué demonios!», se decía.

Entró Joaquinita y dijo a su amo que unos señores de Ciudad Real querían verle.

Don Onofre quedó pensativo y luego preguntó:

– ¿Los has pasado a mi despacho?

– Sí, señor.

– ¿Está aquella salamandra encendida?

– Sí, señor.

– Bien, tráeme la americana y las botas de charol, mientras acompaño a Manuel al gabinete de la señora. Vamos, Manuel.

Se pusieron de pie. Entraron por una amplia galería acristalada que daba al jardín. Se detuvieron ante la primera puerta. Don Onofre llamó suavemente con los nudillos.

– Adelante-se oyó decir.

Entraron ambos. Junto al balcón estaba sentada doña Carmen. Todavía había mucha tarde en la calle. Ante sí tenía la señora una mesa camilla cubierta con un tapete de terciopelo rojo. Al verlos entrar cerró un libro muy pequeño de pastas verdes. Estaba vestida totalmente de luto.

– Aquí está nuestro buen amigo Manuel que desea charlar un rato contigo sobre la muerte de la pobre Antonia.

Plinio estaba medio firme con la gorra de plato sobre el antebrazo, como cuando estaba ante el alcalde.

Doña Carmen le tendió la mano suavemente,

– ¿Qué tal, Manuel?

– Bien, doña Carmen.

– ¿ Y tu mujer y tu hija?

– Muy bien, señora, muchas gracias.

– Siéntate, Manuel, siéntate.

Plinio se sentó respetuosamente en un sillón que le ofrecían y se sintió hundir hasta la incomodidad. Compuso como pudo la postura hasta quedar a su gusto y colocó la gorra de plato sobre las piernas.

– ¿No le importa que fume, señora? -dijo, esgrimiendo el puro.

– En absoluto, Manuel. Me gusta mucho el olor a tabaco.

– Bien, os dejo hablar a vuestras anchas, que tengo visita.

Don Onofre sacó su enorme y flojo corpachón por la puerta, dándole a los faldones de su bata de seda un especial revuelo.

Quedaron Plinio y doña Carmen frente a frente, sin saber por dónde empezar. Ella, a la última luz de la tarde, tenía un aire casi lírico, de estampa romántica. El pelo tan rubio y abundante le enmarcaba suavemente su cara, tan blanca. Sus ojos azules, enormes, miraban a Plinio con una mezcla de tristeza y dulzura. Sobre el negro vestido, la blancura de su cara y manos deslumbraban a Plinio, que desde su mocedad fue su alejado enamorado de ella, un enamorado sin posibles esperanzas.

– Siento mucho importunarla, señora, pero es preciso ver la forma de sacar algo en limpio del desgraciado accidente ocurrido a su ama… ¿Qué piensa usted de ello?

Doña Carmen había quedado mirando hacia un punto fijo, por encima de los hombros de Plinio. Por un momento pareció que sus ojos se humedecían. Al fin, con la voz ligeramente enronquecida, dijo:

– No sé, Manuel, no entiendo nada… Desde hace algún tiempo noto que algo raro pasa a mi alrededor, algo que no sé explicar…, como si la atmósfera de esta casa y del pueblo mismo se me fuese haciendo irrespirable… Es algo que me ahoga y no sé el qué.

Quedó doña Carmen callada. Inclinó la cabeza hacia el tapete rojo de la mesa camilla. Suavemente se pasó el pico del pañuelo por los ojos.

– ¿Quién cree usted que podría tener interés en la muerte de Antonia?

– Nadie, Manuel, nadie.

– Su comportamiento, últimamente, ¿era normal?

– Sí…, yo creo que sí.

– Usted la conocía muy bien. ¿Le manifestó alguna vez hostilidad hacia alguien?

– Ella era una mujer muy reservada, pero apenas tenía otro mundo ni otros intereses que no fuesen los de esta casa…, los míos.

– Cuando ayer tarde salió por la leche, ¿le dijo algo especial?

– No. Como siempre, me preguntó si quería alguna cosa. Ella iba y venía a la vaquería en cinco minutos. Era su segunda salida fija del día. La primera, al mercado, antes de que nos levantásemos los demás.

– ¿Qué otras personas había en la casa a esa hora?

– Onofre y Joaquinita. El mayordomo lleva más de un mes en cama.

– ¿Aquí?

– No, en su casa. Al final de la calle de Méjico.

– ¿Vio usted a…, usted perdone, doña Carmen, a su marido, mientras Antonia estuvo fuera?

– Sí. Estuvo sentado aquí conmigo. Viendo las máscaras.

– ¿Y a Joaquinita?

– No sé si entraría aquí algún momento, pero estuvo en casa toda la tarde. Mejor dicho, durante todo el carnaval. No quiso dejarme sola. Me distrae mucho hablar con ella.

– ¿Le importa a usted que la llamemos?

– No, por Dios…

Y doña Carmen tocó una campanilla de plata que había sobre la mesa. En seguida llegó Joaquinita.

– Joaquinita, guapa, Manuel quiere hacerte unas preguntas.

Joaquinita no respondió. Quedó parada casi en el centro de la habitación con ambas manos cruzadas sobre el delantal blanco, mirando a Plinio como diciéndole: «Venga, pregunte lo que quiera.»

– Vamos a ver, Joaquinita, ¿dónde estuviste ayer por la tarde?

– Aquí -contestó rápida.

– ¿En qué parte de la casa?

– Por toda la casa. A ratos con Antonia. A veces en mi cuarto. Con la señora. Serví la merienda al señor.

– ¿Recuerdas exactamente dónde estabas de seis y media a ocho de la tarde?

– No muy bien.

– Por ejemplo, a esas horas, ¿estuviste aquí sentada con la señora?

– Creo que no…, era la hora de la merienda. Andaría de un lado para otro.

– Pero ¿entraste alguna vez a ver a la señora en ese tiempo?

Joaquinita estaba como pensativa, mirando a la señora. Doña Carmen, a su vez, la miraba con su semblante dulce y confiado.

– No recuerdo.

– Procura recordar.

– Sí…, ahora recuerdo que al caer la tarde pasé a encender la luz a la señora.

Plinio miró hacia doña Carmen. Ésta asintió, sonriendo dulcemente.