– Perdone, doña Carmen, pero, ¿usted sabía exactamente qué hora era cuando Joaquinita pasó a encender la luz?
– Manuel, exactamente, no…, pero sí hacia esa hora que anochece.
– Si Joaquinita hubiera salido una hora o dos, ¿usted lo hubiera notado, doña Carmen?
– Sí, porque me habría pedido permiso, o en seguida habría venido a decírmelo Antonia.
– Está bien, Joaquinita, no tengo nada más que preguntarte.
– ¿Quiere usted algo, señora?
– No, hija.
La chica se marchó después de hacer una ligera inclinación.
– Es un sol de chica. No sabes cómo me quiere. Parece mentira que habiéndose criado en una quintería sea tan fina, tenga tanto talento natural, tantos detalles. Fue Onofre quien la descubrió y me la trajo… Todo lo aprende en seguida.
– Sí, se ve que es chica de buena raza.
– Y volviendo a lo del crimen, Manuel, mi modesta opinión es que fue alguna de esas personas que en carnaval se emborrachan y dejan al desnudo todos sus malos instintos. Hay quien necesita matar como hay quien necesita beber.
Plinio quedó mirando al suelo sin responder. Hubo una pausa. Después, con voz muy confidenciaclass="underline"
– Doña Carmen, antes me dijo que notaba en torno a sí algo raro desde hacía algún tiempo. ¿Le importaría concretarme un poco? Doña Carmen sonrió tristemente.
– Son aprensiones, Manuel, aprensiones. A veces lo comprendo con claridad. Don Gonzalo, el médico, tiene razón; con frecuencia me fallan un poco los nervios. ¡He sufrido tentó…! Hay días que todo lo veo normal. Otros, el mundo se me viene encima y siento unas enormes ganas de morir. Me va desapareciendo cuanto más quise en el mundo. Y cuando no se tienen hijos, las viejas historias no se olvidan; pesan toda la vida.
Y quedó pensativa con la cabeza levemente vuelta hacia la calle grisantona y fría, Una lágrima cayó de sus pestañas rubias. Luego, se volvió hacia Plinio. Casi no se le veía ya hundido en el sillón, envuelto por la noche.
Luego de una larga pausa, doña Carmen dijo, con voz confidenciaclass="underline"
– Cuando entraste, Manuel, me hiciste pensar en otros tiempos. Hacía mucho que no te veía de cerca… Me recordaste una tarde de hace más de quince años… Era una fiesta de la Cruz Roja. Te pusieron de servicio en mi mesa… Con el pretexto de hablar contigo se acercó cierta persona, ¿recuerdas? Hablaba contigo y no dejaba de mirarme. Iba vestido de blanco, con su barbita tan negra. Tú te diste cuenta de la maniobra, Manuel, y sonreiste bondadosamente. ¡Cómo te lo agradecí! Más de media hora duró aquello. ¡Había tanto sol…! En la feria, que fue unos quince días después, nos hicimos novios, y tú cuando nos veías juntos nos saludabas sonriendo… ¡Qué feliz fui, Manuel, aquel año! ¡Qué feliz! Y, luego, ¿qué pasó? ¿Por qué el Señor me castigó así? ¿Qué había hecho yo? Murió en unas horas, Manuel, en unas horas… ¡Qué triste fue todo desde entonces…! Pero no sabes lo bueno, Manueclass="underline" tengo una fotografía de aquel día en el que yo presidía la mesa. La hizo Antonio Torres por encargo de Pepe y se me ve sonriendo y mirándolo…, y a él…, y a ti un poquitín… Luego te la he de enseñar, Manuel. Por eso siempre me recuerdas aquel día tan feliz, y otros…, y otros… Cuando fuimos a los toros, al palco de la presidencia con mi pobre padre, tú estabas allí de guardia también. Pepe estaba en el palco de al lado. Y me daba caramelos y a tí también. ¿Recuerdas, Manuel…? Y luego, en unas horas, Manuel, en unas horas… Violentamente inclinó la cabeza sobre la mesa y comenzó a llorar con energía y amargura.
De pronto, se abrió la puerta y se encendió la luz. Era don Onofre.
Al ver a su mujer llorando, puso un gesto de resignación mirando a Plinio. -Que ya es noche cerrada…
Doña Carmen levantó la cabeza y comenzó a secarse las lágrimas sin disimular.
Plinio se sintió muy molesto y se puso en pie.
– Bien, señores, me marcho. Posiblemente habré de molestarles otra vez…
– No dejes de venir con frecuencia, Manuel -dijo doña Carmen entre sollozos.
– Sí, señora… Hasta otro día, entonces.
Y salió, seguido de don Onofre. Éste acompañó hasta la puerta de la calle.
– La pobre -dijo don Onofre-, sus nervios… No es feliz. La falta de hijos… Siempre está pensando en su juventud.
Plinio asentía con la cabeza sin saber qué decir.
– No sé -añadió don Onofre- cómo va a acabar esto… Recordar…, recordar…
Y lo decía con la mayor amargura.
– En fin, sea lo que Dios quiera… ¿Te ha dado alguna luz sobre tu cometido, Manuel?
Manuel negó con la cabeza.
– Una cosa, don Onofre -dijo de pronto-. ¿Joaquinita salió de casa la tarde del domingo?
– No. Nos lo habría dicho.
– Entre las seis y media y ocho de la noche, ¿usted recuerda haberla visto?
– No exactamente, pero tampoco recuerdo haberla echado de menos… Es un ángel Joaquinita, Manuel…
– Ya lo sé, pero conviene saberlo todo para desechar lo que no valga y quedarse tranquilo.
– Comprendo… Tú vales mucho, Manuel.
– ¿Se llevaban bien Antonia y Joaquinita?
– Sí… Antonia se pasaba días enteros sin hablar.
– ¿Y el mayordomo y Antonia?
– ¿Que si se llevaban bien? Sí, desde luego… No es por interés, Manuel, pero dentro de la casa no busques ninguna anormalidad.
– Lo sé, lo sé…, pero…
– Sí…
Plinio salió a la calle llevando en sus oídos los gemidos de doña Carmen. Llevando los ojos deslumbrados por su blancura, por su pelo rubio, por aquellos ojos azules que él siempre admiró desde lejos, desde muy lejos…
Hacía mucho frío. Se subió el cuello de la pelliza y se llegó al Ayuntamiento. Buscó a Maleza.
– Vete y entérate si el mayordomo de doña Carmen estuvo enfermo en su casa el domingo de Piñata.
– Sí, jefe…, pero hace un frío… ¡Joróbales, qué oficio…!
Y salió calle adelante.
Las pesquisas de la pareja de guardias en el vestíbulo del teatro la noche del domingo de Piñata, no dieron ningún resultado. En las manos de las máscaras que salían los vigilantes no vieron más instrumento contundente que unos zorros.
El mismo Plinio, a primera hora de la mañana del lunes, se recorrió el teatro de cabo a rabo sin encontrar nada de interés.
Pensando en esta pista frustrada, al menos de momento, y en la falta de luz sobre el caso después de la segunda visita a casa de doña Carmen, Plinio, dando escalofríos, marchó a cenar. «De buena gana se habría acostado», pero el vicio de salir al Casino era superior a sus fuerzas. Bien lo sabía. Además había quedado con don Lotario.
Aquella noche de febrero fue fría de veras; sin embargo, Plinio y don Lotario acudieron al Casino después de cenar, como siempre. Ambos se sentaron en una mesa solitaria que había en un extremo del salón grande. Todavía, si se miraba bien por algún rincón, entre los espejos o sobre las molduras, se veía algún conffeti. En lo más alto de la lámpara una tira de serpentina había quedado enrollada en la cadena de bronce.
– ¿Qué tal tu encuesta, Manuel? -preguntó al fin don Lotario.
Plinio movió la cabeza con aire pesimista.
– ¿No ves luz?
– No… Si ha sido un accidente de carnaval, como creen todos, porque es lo más fácil de creer, no se averiguará nunca, como no sea por casualidad. Y si ha sido un crimen meditado, saldrá, pero tarde… En estas familias de los pueblos…, y de todos los sitios, los odios, las venganzas… y los amores, tienen un proceso muy largo. Los disimulos, las conveniencias, la vida dentro de casa, los retarda y disimula durante años y años.