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Y entonces Mary oyó el sonido de una cremallera al subir y luego las pisadas del hombre mientras corría por el suelo cubierto de hierba. Se apoyó entonces contra la pared y se dejó caer hasta la acera, encogiendo las rodillas hasta que tocaron su barbilla. Se odiaba a sí misma por los sollozos desgarradores que se le escapaban.

Al cabo de un rato se tocó entre las piernas y se miró la mano para ver si estaba sangrando. No lo estaba, gracias a Dios.

Esperó a que su respiración se calmara, y a que su estómago se apaciguara lo suficiente para poder levantarse sin vomitar. Y entonces se incorporó, dolorosa, lentamente. Oyó voces (voces de mujeres) en la distancia, dos estudiantes charlando y riendo mientras pasaban de largo. Una parte de ella quiso llamarlas, pero no consiguió que el sonido saliera de su garganta.

Sabía que estaban tal vez a 25 °C de temperatura, pero sentía frío, más que en toda su vida. Se frotó los brazos para entrar en calor.

Tardó (¿cinco minutos?, ¿cinco horas?) en recuperar el aplomo. Tenía que buscar un teléfono, marcar el 911, llamar a la policía de Toronto… o a la policía del campus, o… se lo sabía, lo había leído en los manuales del campus, del centro de crisis de violación de la Universidad de York, pero…

Pero no quería hablar con nadie, ni ver a nadie, ni… ni que nadie la viera así.

Mary se abrochó los pantalones, inspiró profundamente y se puso a caminar. Pasaron unos instantes antes de que se diera cuenta de que no se dirigía hacia su coche, sino que volvía al Edificio de Ciencias de la Vida Farquharson.

Una vez allí, se agarró al pasamanos a lo largo de los cuatro tramos de escaleras, temerosa de soltarlo, temerosa de perder el equilibrio. Por fortuna, el pasillo estaba tan desierto como antes. Volvió al laboratorio sin que nadie la viera, y los fluorescentes cobraron vida.

No tenía que preocuparse por haberse quedado embarazada. Tomaba la píldora (que no era un pecado según su punto de vista, pero sí para su madre) desde que se casó con Colm y, bueno, después de la separación, había seguido tomándola, aunque no tuviera demasiado sentido. Pero encontraría una clínica y se haría una prueba del SIDA, sólo para asegurarse.

Mary no iba a denunciarlo, ya había tomado esa decisión. ¿Cuántas veces había maldecido a aquellas mujeres que dejaban de denunciar una violación? Estaban traicionando a otras mujeres, dejando escapar a un monstruo, dándole la oportunidad de volvérselo a hacer a alguien más, a ella, ahora, pero…

Pero era fácil maldecir cuando no eras tú, cuando no habías estado allí.

Sabía lo que les pasaba a las mujeres que acusaban a los hombres de violación: lo había visto incontables veces en televisión. Intentarían establecer que era culpa suya, que no era un testigo creíble, que de algún modo ella había consentido, que su moral era escasa. «Así que dice que es una buena católica, señora O'Casey… Oh, lo siento, ya no se llama así, ¿verdad? No desde que dejó a su marido, Colm. Pero usted y el profesor O'Casey siguen legalmente casados, ¿no? Dígale al tribunal, por favor, ¿se ha acostado con otros hombres desde que abandonó a su marido?»

Ella sabía que la justicia rara vez se encontraba en un tribunal. La harían pedazos y volverían a montarla para convertirla en alguien a quien ella misma no reconocería.

Y, al final, no cambiaría nada. El monstruo escaparía.

Mary inspiró profundamente. Tal vez cambiara de opinión alguna vez. Pero lo único realmente importante ahora era la prueba física, y ella, la profesora Mary Vaughan, era al menos tan competente como cualquier mujer policía con un equipo antiviolación en eso.

La puerta de su laboratorio tenía una ventana; se colocó de modo que no pudiera verla nadie que pasara por el pasillo. Y entonces se bajó los pantalones. El sonido de su propia cremallera hizo que el corazón diera un brinco. Luego tomó un tubo de cristal para especimenes y algunos bastoncillos de algodón y, reprimiendo las lágrimas, recogió la porquería que había en su interior.

Cuando terminó, selló la probeta, escribió la fecha en tinta roja y la etiquetó: «Vaughan 666», su nombre y el número adecuado para semejante monstruo. Después selló sus bragas en un contenedor opaco, lo etiquetó con las mismas fecha y descripción, y metió ambos contenedores en el frigorífico donde se almacenaban los especímenes biológicos, colocándolos junto al ADN tomado a una paloma migratoria, una momia egipcia y un mamut velludo.

7

—¿Dónde estoy?

Ponter sabía que su voz sonaba asustada, pero, por mucho que lo intentaba, no podía controlarlo. Seguía sentado en aquella extraña silla que rodaba sobre aros, lo cual era cosa buena, porque dudaba que pudiera sostenerse en pie.

—Cálmate, Ponter —dijo su implante Acompañante—. Tu pulso es de…

—¡Que me calme! —exclamó Ponter, como si Hak hubiera sugerido una imposibilidad ridícula—. ¿Dónde estoy?

—No estoy segura —dijo la Acompañante—. No detecto ninguna señal de las torres de posición. Además, estoy completamente desconectada de la red de información planetaria, y no recibo ningún reconocimiento de los archivos de coartadas.

—¿No estás estropeada?

—No.

—Entonces… entonces esto no puede ser la Tierra, ¿verdad? Recibirías señales si…

—Estoy segura de que es la Tierra —dijo Hak—. ¿Te fijaste en el Sol cuando te subieron a ese vehículo blanco?

—¿Qué pasa con eso?

—Su temperatura de color era de 5.200 grados, y abarcaba siete centésimas partes de la esfera celeste…, igual que el Sol visto desde la órbita de la Tierra. Además, reconocí la mayoría de los árboles y plantas que vi., No, se trata sin duda de la superficie de la Tierra.

—¡Pero el hedor! ¡El aire es pestilente!

—Tendré que aceptar tu palabra —dijo Hak.

—¿Podríamos… podríamos haber viajado en el tiempo?

—Eso parece improbable —respondió la Acompañante—. Pero si puedo ver las constelaciones esta noche, sabré decir si hemos avanzado o retrocedido en el tiempo de modo apreciable. Y si consigo divisar algunos de los otros planetas y la fase de la Luna, debería poder calcular la fecha exacta.

—Pero ¿cómo volvemos a casa? ¿Cómo…?

—Una vez más, Ponter, debo rogarte que te calmes. Estás a punto de hiperventilar. Inspira profundamente. Eso es. Ahora suéltalo despacio. Eso es. Relájate. Inspira otra vez…

—¿Qué son esas criaturas? —preguntó Ponter, agitando una mano hacia la delgaducha figura con la piel marrón obscura y sin pelo y la otra figura delgaducha de piel más clara y un envoltorio de tejido alrededor de la cabeza.

—¿Mi mejor suposición? —dijo Hak—. Son gliksins.

—¡Gliksins! —exclamó Ponter, tan fuerte que las dos extrañas figuras se volvieron hacia él. Bajó la voz—. ¿Gliksins? Oh, venga ya…

—Mira esas imágenes de cráneos de allí.

Hak le hablaba a Ponter a través de un par de implantes en el caracol del oído, pero al cambiar el balance de voz de izquierda a derecha podía indicar la dirección igual que si señalara. Ponter se levantó, tembloroso, y cruzó la sala, apartándose de los extraños seres y acercándose a un panel iluminado igual al que ellos estaban mirando, con varias profundas vistas de cráneos pegadas a él.

—¡Carne verde! —dijo Ponter, mirando los extraños cráneos—. Son gliksins, ¿no?

—Eso diría yo. Ningún otro primate carece de arco ciliar, ni tiene esa proyección en la parte delantera de la mandíbula inferior.