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—¡Gliksins! Pero llevan extintos… bueno, ¿cuánto tiempo?

—Tal vez 400.000 meses —dijo Hak.

—Pero esto no puede ser la Tierra de hace tanto tiempo —dijo Ponter—. Quiero decir: no es posible que la civilización que hemos visto no dejara rastros en el archivo arqueológico. Como mucho, los gliksins tallaban hachas burdas de piedra, ¿no?

—Sí.

Ponter trató de no parecer histérico.

—Entonces, una vez más, ¿dónde estamos?

Reuben Montego miró asombrado al médico de Urgencias, el doctor Singh.

—¿Qué quiere decir con eso de que parece un Neanderthal?

—Los rasgos del cráneo no dejan lugar a duda —dijo Singh—. Créame: tengo un título en craneología.

—¿Pero cómo puede ser, doctor Singh? Los Neanderthales llevan extintos un millón de años.

—En realidad, sólo unos 27.000 años aproximadamente —dijo Singh—, si aceptamos la validez de algunos hallazgos recientes. Si esos hallazgos resultaran ser falsos, entonces se extinguieron hace unos 35.000 años.

—Pero entonces ¿cómo…?

—Eso no lo sé. —Singh indicó con la mano las radiografías sujetas al panel iluminado—. Pero el conjunto de caracteres aquí visibles es inconfundible. Uno o dos podrían darse en cualquier cráneo de Homo sapiens. ¿Pero todos ellos? Nunca.

—¿Qué caracteres? —preguntó Reuben.

—El arco ciliar, obviamente —dijo Singh—. Advierta que no se parece a los arcos de los demás primates: es doblemente arqueado y tiene un surco detrás. La forma en que la cara se estira hacia adelante. El prognatismo… ¡mire esa mandíbula! La falta de barbilla. El hueco retromolar. —Indicó el espacio que quedaba detrás de la última muela—. ¿Y ve esas proyecciones triangulares de la cavidad nasal? No las posee ningún otro mamífero, mucho menos un primate. —Dio un golpecito en la parte trasera de la imagen del cráneo—. ¿Y ve esta proyección redonda de atrás? Se llama el moño occipital. Es claramente Neanderthaloide.

—Me está tomando el pelo —dijo Reuben.

—Eso es algo que yo no haría nunca.

Reuben miró al desconocido, que se había levantado de la silla de ruedas y estaba ahora contemplando, con asombro, un par de radiografías de cráneos al otro lado de la habitación. Reuben miró de nuevo la radiografía que tenía delante. Tanto él como Singh estaban fuera de la sala cuando habían tomado las placas: era posible que, por algún motivo, alguien hubiera sustituido las imágenes, pero…

Pero aquellas radiografías eran reales, y eran radiografías de una cabeza viva, no de un fósiclass="underline" el cartílago nasal y el contorno de la carne eran claramente visibles. Con todo, seguía habiendo algo muy extraño en la mandíbula inferior. Partes de ella aparecían en un tono gris mucho más claro en la radiografía, como si estuvieran hechas de material menos denso. Y esas partes eran lisas, sin ninguna característica especial, como si el material fuera de composición uniforme.

—Es un fraude —dijo Reuben, señalando la anomalía de la mandíbula—. El tipo es un fraude; quiero decir: se ha hecho la cirugía plástica para parecer un Neanderthal.

Singh escrutó la radiografía.

—Hay trabajo de reconstrucción, sí… pero sólo en la mandíbula. Los rasgos craneales parecen naturales.

Reuben miró al hombre herido, que todavía estaba mirando las otras radiografías de cráneos mientras farfullaba para sí. El médico intentó imaginar el cráneo del desconocido bajo su piel. ¿Sería como el que Singh le estaba mostrando?

—Tiene varios dientes postizos —dijo Singh, todavía estudiando la radiografía—. Pero todos están sujetos a la sección de mandíbula que ha sido reconstruida. En cuanto al resto de los dientes, parecen naturales, aunque las raíces son taurodóntidas… otra característica Neanderthal.

Reuben se volvió hacia la radiografía.

—No hay cavidades —dijo, ausente.

—Eso es —respondió Singh. Se tomó un momento para calibrar las radiografías—. En cualquier caso, parece que no hay ningún hematoma subdural, ni fractura craneana. No hay ningún motivo para ingresarlo en el hospital.

Reuben miró al desconocido. ¿Quién demonios podía ser? Farfullaba en una lengua extraña, y había sido sometido a extensas operaciones de reconstrucción. ¿Podría ser miembro de algún culto extraño? ¿Por eso había irrumpido en el laboratorio de neutrinos? Tenía más o menos sentido, pero…

Pero Singh tenía razón: a excepción de la restauración maxilar, lo que veían en la radiografía era un cráneo natural. Reuben Montego cruzó despacio la habitación, atento, como si… Reuben advirtió poco después lo que estaba haciendo: se estaba acercando al desconocido no como alguien se acercaría a un ser humano, sino más bien como se acercaría aun animal salvaje. Y, sin embargo, no había nada incivilizado en sus modales.

El hombre oyó claramente acercarse a Reuben. Desvió su atención de las radiografías que lo cautivaban y se volvió para mirar al doctor.

Reuben miró al hombre. Había advertido antes que su rostro era extraño. El arco ciliar sobre cada ojo era obvio. Llevaba el pelo partido exactamente por la mitad, no con la raya a un lado, y parecía algo natural, no forzado. Y la nariz: la nariz era enorme… pero no era aguileña en lo más mínimo. De hecho, no se parecía a ninguna otra nariz que Reuben hubiera visto: carecía por completo de puente.

Reuben alzó lentamente la mano derecha, con los dedos separados, asegurándose de que el gesto no pareciera amenazador.

—¿Puedo? —dijo, acercando la mano al rostro del desconocido.

El hombre tal vez no comprendiera las palabras, pero la intención del gesto era obvia. Inclinó la cabeza hacia delante, invitando al contacto. Reuben pasó los dedos por el arco ciliar, por la frente, por todo el cráneo de delante hacia atrás, palpando el… ¿cómo lo había llamado Singh?, el moño occipital de la parte trasera, un duro bulto de hueso bajo la piel. No había ninguna duda: el cráneo que aparecía en las radiografías pertenecía a esta persona.

—Reuben —dijo el doctor Montego, tocándose el pecho—. Reuben.

Entonces hizo un gesto al desconocido con la palma hacia arriba.

—Ponter —dijo el desconocido, con voz grave y sonora.

Naturalmente, el desconocido podía estar interpretando que «Reuben» era el término que expresaba el tipo de humanidad a la que pertenecía Montego, y «Ponter» podía ser la palabra del desconocido para Neanderthal.

Singh se acercó a ellos.

—Naonihal —dijo, revelando lo que significaba la N de su placa—. Me llamo Naonihal.

—Ponter —repitió el desconocido. Otras interpretaciones eran todavía posibles, pensó Reuben, pero parecía probable que ése fuera el nombre del hombre.

Reuben miró al sij.

—Gracias por su ayuda.

Se volvió entonces hacia Ponter y le indicó que lo siguiera.

—Vamos.

El hombre se acercó a la silla de ruedas.

—No —dijo Reuben—. No, está usted bien.

Le indicó de nuevo que lo siguiera, y el hombre así lo hizo, a pie. Singh recogió las radiografías, las metió en un sobre grande y salió con ellos, camino de admisión de Urgencias.

Unas puertas de cristal esmerilado bloqueaban el camino. Cuando Singh se plantó en la alfombrilla de goma ante las puertas, éstas se deslizaron y…

Unos flashes electrónicos los deslumbraron.

—¿Es éste el tipo que se cargó el ONS? —preguntó una voz masculina.

—¿Qué cargos va a presentar Inco? —preguntó una femenina.

—¿Está herido? —preguntó otro hombre.

Reuben tardó unos instantes en digerir la escena. Reconoció a un hombre como corresponsal de la emisora local de la CBC, y a otro como el periodista especializado en sucesos mineros del Sudbury Star. No conocía a la otra docena de personas, pero empuñaban micrófonos con los logos de Global Televisión, CTV y Newsworld, y las iniciales de las emisoras locales de radio. Reuben miró a Singh y suspiró, pero suponía que eso era inevitable.