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—¿Cuál es el nombre del sospechoso? —gritó otro periodista.

—¿Tiene antecedentes?

Los periodistas siguieron sacando fotos de Ponter, quien no hacía ningún esfuerzo por ocultar el rostro. En ese momento, entraron dos agentes de la Real Policía Montada del Canadá enfundados en oscuros uniformes azules.

—¿Es éste el terrorista?

—¿Terrorista? —dijo Reuben—. No hay ninguna prueba de que lo sea.

—Usted es el médico de la mina, ¿no? —preguntó uno de los policías.

Reuben asintió.

—Reuben Montego. Pero no creo que este hombre sea un terrorista.

—¡Pero voló el observatorio de neutrinos! —declaró un periodista.

—El observatorio resultó dañado, sí —dijo Reuben—, y él estaba allí cuando sucedió, pero no creo que lo pretendiera. Después de todo, estuvo a punto de ahogarse.

—De todas formas —dijo el policía, desmereciendo inmediatamente la opinión que Montego se había formado de él—, tendrá que venir con nosotros.

Reuben miró a Ponter, a los periodistas, luego a Singh.

—Ya sabe qué sucede en casos como éste —le dijo en voz baja al sij—. Si las autoridades se llevan a Ponter, nadie lo volverá a ver jamás. Singh asintió lentamente.

—Es de suponer.

Reuben se mordió el labio inferior, pensando. Entonces inspiró profundamente y habló en voz alta.

—No sé de dónde es —dijo Reuben, rodeando ahora con un brazo los enormes hombros de Ponter—, y no estoy seguro de cómo llegó aquí, pero el nombre de este hombre es Ponter y…

Reuben se detuvo. Singh lo miró. Reuben sabía que podía dejarlo ahí: sí, ya sabían el nombre del hombre. No tenía que decir nada más podría callar, y nadie pensaría que estaba loco. Pero si continuaba… Si continuaba, desataría un infierno.

—¿Puede deletrearlo? —preguntó un periodista.

Reuben cerró los ojos, haciendo acopio de valor.

—Sólo fonéticamente —dijo, mirando ahora al periodista—. Ponter. Pero el de ustedes que lo haya anotado más rápido es, estoy seguro, la primera persona en escribir ese nombre en el alfabeto inglés.

Hizo de nuevo una pausa, miró una vez más a Singh para darse ánimos, y luego continuó.

—Empezamos a sospechar que este caballero de aquí no es un Homo sapiens sapiens. Puede que sea… bueno, creo que los antropólogos todavía están discutiendo la nomenclatura adecuada para esta clase de homínido, ¿no? Parece ser lo que llaman Homo neanderthalensis u Homo sapiens neanderthalensis… en cualquier caso, al parecer es un Neanderthal.

—¿Qué? —dijo uno de los periodistas.

Otro simplemente soltó una risotada.

Y un tercero (el especialista en minas del Sudbury Star) hizo una mueca. Reuben sabía que ese periodista tenía un título en geología; sin duda había seguido un curso o dos de paleontología como parte de sus estudios.

—¿Qué le hace decir eso? —preguntó, escéptico.

—He visto radiografías de su cráneo. El doctor Singh, aquí presente, está bastante seguro de su identificación.

—¿Qué tiene que ver un Neanderthal con la destrucción del ONS? —preguntó un periodista.

Reuben se encogió de hombros, reconociendo que era una buena pregunta.

—No lo sabemos.

—Tiene que ser un fraude —dijo el periodista especializado en minas—. Tiene que serlo.

—Silo es, a mí también me han engañado, y al doctor Singh.

—Doctor Singh —inquirió un periodista—, esta… esta persona ¿es un cavernícola?

—Lo siento —dijo Singh—, pero no puedo discutir sobre un paciente excepto con otro médico implicado en su caso.

Reuben miró a Singh, asombrado.

—Doctor Singh, por favor…

—No —dijo Singh—. Hay reglas…

Reuben agachó la cabeza un momento, pensando. Luego se volvió hacia Ponter con ojos suplicantes.

—Es cosa suya —dijo.

Ponter sin duda no entendió las palabras, pero al parecer captó el significado de la situación. De hecho, a Reuben se le ocurrió que Ponter tendría una buena oportunidad de intentar escapar, si quería: aunque no era particularmente alto, era más fornido que ninguno de los policías. Pero los ojos de Ponter no tardaron en volverse hacia Singh, y Reuben advirtió que Ponter estaba mirando el sobre de papel manila que Singh sujetaba con fuerza.

Ponter se acercó a Singh. Reuben vio que uno de los policías se llevaba la mano a la canana; evidentemente, supuso que Ponter iba a atacar al médico. Pero Ponter se detuvo, justo delante de Singh, y extendió una mano carnosa con la palma hacia arriba, en un gesto que trascendía culturas.

Singh pareció vacilar un segundo, luego le entregó el sobre. No había placa visora iluminada en la sala, y ya había oscurecido. Pero había una gran ventana por donde entraba la luz de una farola del aparcamiento. Alzó entonces una de las radiografías y la colocó contra el cristal para que todo el mundo pudiera verla. Las cámaras la enfocaron inmediatamente, y se sacaron aún más fotografías. Ponter indicó entonces a Singh que se acercara. El sij así lo hizo, y Reuben lo siguió. Ponter señaló la radiografía, luego a Singh. Repitió la secuencia dos o tres veces, y luego abrió y cerró la mano izquierda estirando los dedos, el gesto (al parecer universal) para «hablar».

El doctor Singh se aclaró la garganta, contempló los rostros que llenaban la sala, y luego se encogió un poco de hombros.

—Ah… parece que tengo permiso de mi paciente para discutir sobre sus radiografías.

Sacó un bolígrafo del bolsillo del pecho de su bata y lo usó como puntero.

—¿Ven esta protuberancia redondeada en la base del cráneo? Los paleontólogos la llaman moño occipital…

8

Mary Vaughan condujo despacio los diez kilómetros hasta su apartamento en Richmond Hill. Vivía en Observatory Lane, cerca del Observatorio David Dunlap, antaño (brevemente y hacía mucho tiempo) hogar del mayor telescopio óptico del mundo, ahora reducido a poco más que una facultad de enseñanza a causa de las luces de Toronto.

Mary había comprado la casita allí en parte por su seguridad. Mientras recorría el camino de acceso, el guardia de la garita la saludó, aunque Mary no pudo mirarlo a los ojos… ni a él ni a nadie. Siguió conduciendo, dejó atrás los cuidados céspedes y los grandes pinos, dio la vuelta y bajó al aparcamiento subterráneo. Su plaza de aparcamiento estaba a un buen trecho de los ascensores, pero nunca se sentía insegura al usarla, no importaba lo tarde que fuese. Del techo colgaban cámaras entre las tuberías y los aspersores que brotaban como narices de topos curiosos. La observaban cada paso hasta los ascensores, aunque esa noche, esa noche infernal, deseaba que nadie la viera.

¿Estaba traicionando algo por la manera en que caminaba? ¿Por la rapidez de su paso? ¿Por la cabeza inclinada, por la forma como sujetaba la parte delantera de su chaqueta como si los botones de algún modo ya no proporcionaran suficiente seguridad, suficiente intimidad?

Intimidad. No, ya no había forma de que pudiera tenerla.

Entró en el vestíbulo del ascensor P2 abriendo primero una puerta y luego la otra ante sí. Entonces pulsó el único botón de llamada (desde allí sólo se podía ir hacia arriba), y esperó a que bajara una de las tres cabinas. Normalmente, mientras esperaba miraba los diversos anuncios colocados por la dirección o por otros residentes. Pero esta vez Mary mantuvo los ojos clavados en el suelo, en las pulidas losas a cuadros. No había indicadores de las plantas que mirar por encima de las puertas cerradas, ya que el vestíbulo principal cubría dos pisos, y aunque el botón de SUBIR se apagaba unos pocos segundos antes de que una de las puertas se abriera, ella decidió no mirarlo tampoco. Oh, estaba ansiosa por volver a casa, pero después de una mirada inicial, no podía soportar mirar la brillante flecha que apuntaba hacia arriba…