—Hacen falta… Dios, no sé, tal vez cuatro horas de carretera para llegar a Sudbury desde aquí.
—No se preocupe por eso —dijo Montego—. Tenemos preparado un avión de la corporación en Pearson desde anoche, por si llamaba usted. Tome un taxi al aeropuerto y podemos tenerla aquí antes de mediodía. No se preocupe; Inco le reembolsará todos los gastos.
Mary miró su apartamento, con sus estanterías blancas y sus muebles de mimbre, su colección de figuritas Royal Doulton, las láminas enmarcadas de Renoir. Podía pasarse por la Universidad de York para recoger el material adecuado, pero…
No. No quería volver allí. Todavía no… tal vez en septiembre, cuando tuviera que volver a dar clases.
Pero necesitaría el material. Y ahora era de día. Podía dejar el coche en el Aparcamiento DD, acercarse al Edificio Farquharson desde una dirección completamente distinta, sin pasar por donde…
Donde…
Cerró los ojos.
—Tendré que pasarme por York para recoger algunas cosas, pero… sí, muy bien, lo haré.
11
Faltaban veinticuatro días para el siguiente Dos que se convierten en Uno, esos fabulosos cuatro días de vacaciones que Adikor Huld anhelaba tanto cada mes. Pero, a pesar de que sería lo adecuado, desde luego no podía aguardar hasta entonces para hablar con la persona que esperaba que hablara en su favor en el dooslarm basadlarm. Podría haberla llamado con comunicación de voz, pero se perdía mucho cuando se intercambiaban sólo palabras, sin gestos o feromonas. No, esto iba a ser muy delicado: sin duda merecía un viaje al Centro.
Adikor usó su Acompañante para pedir un cubo de viaje y un conductor. La comunidad tenía más de tres mil coches; no tendría que esperar mucho a que uno viniera a recogerlo.
Su Acompañante le habló:
—Sabes que es Últimos Cinco, ¿no?
¡Cartílagos! Se le había olvidado. El efecto estaría en pleno apogeo. Sólo había ido dos veces antes al Centro durante Últimos Cinco; conocía a hombres que no lo habían hecho nunca, y de los que se había burlado diciéndoles que había escapado con vida por los pelos.
Pese a todo, probablemente era una buena precaución meterse de nuevo en la piscina antes de ir, para reducir sus propias feromonas. Fue e hizo precisamente eso.
Una vez terminado el baño, se secó con un cordón y se vistió con una camisa marrón oscuro y un pantalón marrón claro. En cuanto terminó, el cubo de viaje se posó ante la casa. Pabo, todavía buscando a Ponter, salió corriendo a ver quién había llegado. Adikor salió más despacio.
El cubo era la última versión, casi transparente por completo, con motores de efecto suelo debajo y asientos en cada esquina, una de las cuales ocupaba el conductor. Adikor subió y se sentó en el asiento acolchado, junto a éste.
—¿Va al Centro? —preguntó el conductor, un 143 con una tira calva que le corría por la cabeza, donde se había ensanchado.
—Sí.
—¿Sabe que es Últimos Cinco?
—Lo sé.
El conductor se echó a reír.
—Bueno, no le estaré esperando.
—Lo sé —dijo Adikor—. Vamos.
El conductor asintió y operó los controles. El cubo tenía un buen anulador de sonido: Adikor apenas oía los ventiladores. Se preparó para el viaje. Pasaron junto a otro par de cubos, ambos con pasajeros masculinos. Adikor pensó que los conductores probablemente se consideraban muy útiles: él no había manejado nunca un cubo de viaje, pero tal vez ese trabajo le gustaría…
—¿Cuál es su contribución?—preguntó el conductor en tono tranquilo, para trabar conversación.
Adikor siguió mirando el panorama a través de las paredes del cubo.
—Soy físico.
—¿Aquí? —dijo el conductor, parecía incrédulo.
—Tenemos unas instalaciones en una de las minas.
—Ah, sí —repuso el conductor—. He oído hablar de eso. Ordenadores modernos, ¿verdad?
Un ganso volaba sobre ellos, su cara blanca resaltaba contra su cuello y su cabeza negros. Adikor lo siguió con la mirada.
—Sí.
—¿Cómo va?
Ser acusado de un crimen cambiaba tu perspectiva de todo, advirtió Adikor. En circunstancias normales hubiese dicho «bien», en vez de contar toda la lamentable historia. Pero incluso el conductor podía ser llamado a declarar en algún momento: «Sí, adjudicador, conduje al sabio Huld, y cuando le pregunté cómo iban las cosas en sus instalaciones, dijo: "Bien." Ponter Boddit estaba muerto, pero no mostraba ningún tipo de remordimiento.»
Adikor inspiró profundamente, y luego midió sus palabras con cuidado.
—Hubo un accidente ayer. Mi compañero murió.
—Oh —dijo el conductor—. Lamento oír eso.
El paisaje era yermo en ese punto: antiguos macizos de granito y matorrales bajos.
—Yo también —dijo Adikor.
Continuaron en silencio. No había manera de que pudieran declararlo culpable de asesinato; sin duda el adjudicador diría que si no había cadáver, no había ninguna prueba de que Ponter estaba muerto, mucho menos de que hubiera sido víctima de un crimen.
Pero si…
Si lo condenaban por asesino, entonces…
¿Entonces qué? Sin duda lo despojarían de sus propiedades y se lo darían todo a la mujer-compañera de Ponter y sus hijos, pero… pero no, no, Klast llevaba ya muerta veinte meses.
Pero, aparte de quitarle sus propiedades, ¿qué más?
Seguro… seguro que eso no.
Y, sin embargo, para un asesinato, ¿qué otra pena podían imponerle? Parecía inhumano, pero había sido invocado cada vez que era necesario desde la primera generación.
Sin duda se estaba preocupando por nada. Daklar Bolbay se sentía desconsolada, sin duda, por la pérdida de Ponter… pues Ponter había sido el hombre-compañero de la propia mujer-compañera de Daklar; ambos habían estado unidos a Klast, y su muerte debía de haber golpeado a Bolbay tanto como a Ponter. ¡Y ahora ella había perdido también a Ponter! Sí, Adikor comprendía que su estado mental estuviera temporalmente desequilibrado por esta doble pérdida. Sin duda al cabo de un día o dos Bolbay recobraría la sensatez, retiraría la acusación y le ofrecería una disculpa.
Y Adikor aceptaría graciosamente la disculpa, ¿qué otra cosa podía hacer?
Pero ¿y si no retiraba los cargos? ¿Y si Adikor tenía que seguir con todo aquel absurdo hasta un tribunal? ¿Entonces qué? Bueno, tendría que…
El conductor sacó a Adikor de su ensimismamiento:
—Casi hemos llegado al Centro. ¿Tiene una dirección exacta?
—Lado norte, plaza Milbon.
Adikor vio que el conductor subía y bajaba la cabeza expresando su reconocimiento.
En efecto, se estaban acercando al Centro: las tierras despejadas daban paso a macizos de álamos y abedules, y a bloques de edificios de árboles cultivados y ladrillo gris. Era casi mediodía y las nubes habían desaparecido.
Mientras continuaban, Adikor vio la primera, y luego otra, y después varias más, caminando: las criaturas más hermosas del mundo.
Una de una pareja vio el cubo de viaje y señaló a Adikor. No era tan extraño que un hombre visitara el Centro en un momento u otro aparte de los cuatro días durante los que Dos se convertían en Uno, pero sí era notable en Últimos Cinco, a final de mes.
Adikor trató de ignorar las miradas de las mujeres mientras el conductor continuaba su viaje.
No, pensó. No, no podían declararlo culpable. ¡No había ningún cadáver!
Y, sin embargo, si lo hacían…
Adikor se agitó en su asiento mientras el cubo continuaba volando. Notó que el escroto se le contraía, como si sus contenidos quisieran escalar por dentro de su torso, para alejarse del peligro.