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Adikor miró a su alrededor la habitación y tomó asiento. La silla era de madera, hecha por la misma carpintera que suministraba las sillas que Ponter y él tenían en casa: la mujer era amiga de Klast.

Jasmel se sentó al otro lado de la habitación. Detrás de ella, el robot de limpieza se marchó a otra parte de la casa.

—¿Sabes qué sucederá si me declaran culpable? —preguntó Adikor. Jasmel cerró los ojos, tal vez para mirar hacia abajo.

—Sí —dijo en voz baja. Pero entonces, como si fuera una defensa, añadió—: ¿Qué diferencia hay, de todas formas? Ya te has reproducido. Tienes dos hijos.

—No —respondió Adikor—. Sólo tengo uno, un 148.

—Oh —dijo Jasmel en voz baja, tal vez avergonzada por saber menos del compañero de su padre de lo que Adikor sabía sobre las hijas de su compañero.

—Y, además, no se trata sólo de mí. Mi hijo Dab será esterilizado también, y mi hermana Kelon… todos los que compartan el cincuenta por ciento de mi material genético.

Naturalmente, ya no eran los días bárbaros de antaño: ahora era la época de las pruebas genéticas. Si Kelon o Dab demostraban que no habían heredado los genes aberrantes de Adikor, tendrían derecho a evitar ser operados. Pero aunque algunos crímenes tenían sencillas causas genéticas bien comprendidas, la tendencia asesina no tenía marcadores tan simples. Y además el asesinato era un crimen tan horrible que no podía permitirse de ningún modo que se transmitiera, por remota que fuese la posibilidad.

—Lo lamento —dijo Jasmel—. Pero…

—No hay peros —dijo Adikor—. Soy inocente.

—Entonces el adjudicador te declarará inocente.

Ah, la falta de experiencia de la juventud, pensó Adikor. Habría sido enternecedor, de no ser por lo que estaba en juego.

—Es un caso muy extraño —dijo Adikor—. Incluso yo lo admito. Pero no tenía motivo alguno para matar al hombre que amo.

—Daklar dice que siempre te resultó difícil estar a sotavento de mi padre.

Adikor sintió que se le envaraba la espalda.

—Yo no diría eso.

—Yo sí —dijo Jasmel—. Mi padre, seamos sinceros, era más inteligente que tú. No te gustaba ser un adjunto a su genio.

—«Contribuimos lo mejor que podemos» —dijo Adikor, citando el Código de la Civilización.

—Eso hacemos, en efecto —dijo Jasmel—. Y tú querías que tu contribución fuera la principal. Pero en vuestra colaboración, eran las ideas de Ponter las que se ponían a prueba.

—Eso no es motivo para matarlo —replicó Adikor.

—¿No? Mi padre ya no está, y tú eres el único que estaba con él cuando desapareció.

—Sí, ya no está. No está y…

Adikor sintió que las lágrimas se acumulaban en sus ojos, lágrimas de tristeza y de frustración.

—Lo echo mucho de menos. Lo digo con la cabeza inclinada hacia atrás: yo no lo hice. No podría haberlo hecho.

Jasmel miró a Adikor. Él notó que las aletas de la nariz de ella se dilataban, captando su olor, sus feromonas.

—¿Por qué debería creerte? —preguntó, cruzando los brazos sobre el pecho.

Adikor frunció el ceño. Había dejado claro su dolor, había tratado de argumentar emociones. Pero aquella muchacha tenía más que los ojos de Ponter: tenía también su mente. Una mente aguda y analítica, una mente que atesoraba la lógica y lo racional.

—Muy bien —dijo Adikor—. Considera esto: si soy culpable de asesinar a tu padre, seré sentenciado. Perderé no sólo mi capacidad para reproducirme, sino también mi posición y mis pertenencias. No podré continuar mi trabajo: el Consejo Gris sin duda exigirá una contribución más directa y tangible a un asesino convicto si quiero seguir siendo parte de la sociedad.

—Y bien que hará —dijo Jasmel.

—Ah, pero si no soy culpable… si nadie es culpable, si tu padre ha desaparecido, si está perdido, necesita ayuda. Necesita mi ayuda: yo soy el único que podría… recuperarlo. Sin mí, tu padre ha desaparecido para siempre. —La miró a los ojos dorados—. ¿No lo ves? La postura sensata es creerme: si estoy mintiendo y asesiné a Ponter…, bueno, ningún castigo lo devolverá. Pero si estoy diciendo la verdad y Ponter no fue asesinado, entonces la única esperanza que tiene es que yo pueda continuar buscándolo.

—Ya han registrado la mina —dijo Jasmel sin inflexiones.

—La mina sí, pero…

¿Se atrevería a decírselo? Cuando las palabras resonaban dentro de su cabeza parecía una locura; imaginaba lo loco que parecería cuando lo dijera.

—Estábamos trabajando con universos paralelos —dijo Adikor—. Es posible… remotamente posible, lo sé, pero me niego a renunciar a él, al hombre que es tan importante para ambos…, es posible que se haya, bueno, deslizado a otro de esos universos. —La miró, implorante—. Tienes que saber algo del trabajo de tu padre. Aunque le concedieras poco tiempo —vio que aquellas palabras calaban hondo—, tuvo que haberte hablado de nuestro trabajo, de sus teorías.

Jasmel asintió.

—Me habló, sí.

—Bueno, entonces, podría…, sólo podría, haber una posibilidad. Pero necesito superar este apestoso dooslarm basadlarm. Tengo que volver al trabajo.

Jasmel calló un buen rato. Adikor sabía, por sus ocasionales discusiones con su padre, que dejarla reflexionar en paz sería más efectivo que insistir, pero no pudo evitarlo.

—Por favor, Jasmel. Por favor. Es el único movimiento sensato: asumir que no soy culpable y que hay una posibilidad de que podamos recuperar a Ponter. Decide que soy culpable, y habrá desaparecido para siempre.

Jasmel guardó silencio un rato más. Luego dijo:

—¿Qué quieres de mí?

Adikor parpadeó.

—Yo, ah, pensaba que era obvio —dijo—. Quiero que hables en mi favor en el dooslarm basadlarm.

—¿Yo? exclamó Jasmel—. ¡Pero si yo soy quien te acusa de asesinato!

Adikor alzó su muñeca izquierda.

—He revisado con cuidado los documentos que me entregaron. Mi acusador es la mujer-compañera de tu madre, Daklar Bolbay, actuando en nombre de las hijas de tu madre: tú y Megameg Bek.

—Exactamente.

—Pero ella no puede actuar en tu nombre. Has visto ya 225 lunas, eres una adulta. Sí, no puedes votar todavía… ni yo tampoco, naturalmente, pero eres responsable de ti misma. Daklar sigue siendo la tabant de la joven Megameg, pero no la tuya.

Jasmel frunció el ceño.

—Yo… no había pensado en eso. Me he acostumbrado tanto a que Daklar nos cuide a mi hermana y a mí…

—Ahora eres tu propia persona ante la ley. Y nadie podría persuadir mejor a un adjudicador de que yo no maté a Ponter que su propia hija.

Jasmel cerró los ojos, inspiró profundamente y dejó escapar el aire en un largo y entrecortado suspiro.

—Muy bien —dijo por fin—. Muy bien. Si hay una posibilidad, cualquier posibilidad, de que mi padre siga vivo, tengo que aprovecharla. Tengo que hacerlo. —Asintió una sola vez—. Sí, yo seré quien hable en tu favor.

14

La sala de reuniones de la mina Creighton tenía diagramas en las paredes que mostraban la red de túneles y galerías. Un pedazo de mena de níquel ocupaba el centro de una larga mesa de madera. En un extremo de la sala había una bandera canadiense; en el otro, una gran ventana daba al aparcamiento y el agreste paisaje situado más allá.