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—¡Ya basta! —exclamó Bonnie Jean.

15

Mary Vaughan era la única pasajera a bordo del Learjet de Inco que volaba de Toronto a Sudbury; había advertido al subir que el avión, pintado de gris oscuro en los costados, tenía escrito en la proa La pepita de níquel.

Mary aprovechó el breve tiempo de vuelo para repasar las notas en su ordenador portáticlass="underline" habían pasado años desde que publicara su estudio sobre el ADN Neanderthal en Science. Mientras leía sus notas, retorcía la cadena de oro de la que pendía la sencilla cruz que siempre llevaba al cuello.

En 1994, Mary se había labrado un nombre al recuperar material genético de un oso de treinta mil años de antigüedad que hallaron congelado en los hielos del Yukon. Dos años más tarde, cuando la Rheinisches Amt für Bodendenkmalpflege (la agencia responsable de la arqueología en la zona del Rin) decidió que era hora de ver si se podía extraer ADN del fósil más famoso de todos, el hombre de Neanderthal original, llamaron a Mary. Ella tuvo sus dudas: ese espécimen estaba disecado, no había estado congelado nunca y (las opiniones variaban) podía tener hasta cien mil años de antigüedad, tres veces más que el oso. Con todo, el desafío era irresistible. En junio de 1996 voló a Bonn y se dirigió al Rheinisches Landesmuseum, donde se alojaba el espécimen.

La parte más conocida (el cráneo con su arco ciliar) estaba expuesta al público, pero el resto de los huesos se guardaban en una caja de acero, dentro de un armario de acero, en el interior de una bóveda de acero. Un cuidador de huesos alemán llamado Hans condujo a Mary a la bóveda. Llevaban vestidos de plástico protectores y mascarillas de cirujano: había que tomar todo tipo de precauciones para no contaminar los huesos con ADN moderno. Sí, los descubridores originales sin duda habían contaminado los huesos, pero después de siglo y medio, su ADN desprotegido en la superficie tenía que haberse degradado por completo.

Mary sólo pudo tomar un trocito muy pequeño de hueso; los sacerdotes de Turín guardaban su sudario con igual celo. A pesar de todo, fue extraordinariamente difícil para ella y para Hans, como profanar una gran obra de arte. Mary tuvo que secarse las lágrimas de los ojos cuando Hans usó una sierra de orfebre para cortar un trozo semicircular, de sólo un centímetro de ancho y tres gramos de peso, del húmero derecho, el hueso mejor conservado de todos.

El duro carbonato cálcico de las capas exteriores del hueso tendría que haber aportado cierta protección al ADN original interior. Mary se llevó la muestra a su laboratorio de Toronto y la dividió en piezas diminutas.

Hicieron falta cinco meses de trabajo concienzudo para extraer un trocito de nucleótido 379 de la zona de control del ADN mitocondrial del Neanderthal. Mary usó la reacción en cadena de polimerasas para reproducir millones de copias del ADN recuperado, y lo secuenció con cuidado. Luego comparó la parte correspondiente de ADN mitocondrial de 1.600 humanos modernos: canadienses nativos, polinesios, australianos, africanos, asiáticos y europeos. Cada una de esas personas tenía al menos 371 nucleótidos iguales de 379; la desviación máxima era de sólo ocho nucleótidos.

Pero el ADN Neanderthal tenía una media de sólo 352 nucleótidos en común con los especímenes modernos; se desviaba en unas sorprendentes veintisiete bases. Mary llegó a la conclusión de que la especie humana y los Neanderthales tenían que haber divergido entre 550.000 y 690.000 años para que su ADN fuera tan diferente. En contraste, todos los humanos modernos probablemente compartían un antepasado común 150.000 o 200.000 años en el pasado. Aunque la fecha de más de medio millón de años para la divergencia entre Neanderthal y hombre moderno era mucho más reciente que la división entre el género Homo y sus parientes más cercanos, los chimpancés y bonobos, sucedida hacía cinco u ocho millones de años, todavía era lo suficientemente remota para que Mary considerara que los Neanderthales eran probablemente una especie completamente distinta de los humanos modernos, no sólo una subespecie. Homo neanderthalensis, no Homo sapiens neanderthalensis.

No todos estuvieron de acuerdo. Milford Wolpoff, de la Universidad de Michigan, estaba seguro de que los genes Neanderthales habían sido plenamente absorbidos por los europeos modernos: consideraba que cualquier prueba que demostrara algo distinto era, por tanto, una aberración o una interpretación errónea.

Pero muchos antropólogos estuvieron de acuerdo con el análisis de Mary, aunque todos (Mary incluida) dijeron que harían falta más estudios para estar seguros… si se pudiera encontrar más ADN de Neanderthal.

Y ahora, tal vez, sólo tal vez, se había encontrado más. Era imposible que aquel hombre de Neanderthal fuese real, pensaba Mary, pero silo era…

Mary cerró el portátil y miró por la ventanilla. Ontario Norte se extendía bajo ella, con las rocas del Escudo Canadiense al descubierto en bastantes puntos y álamos y abedules salpicando el paisaje. El avión comenzaba su descenso.

Reuben Montego no tenía ni idea de qué aspecto tenía Mary Vaughan, pero como no había ningún otro pasajero a bordo, no tuvo ningún problema para localizarla. Resultó que era blanca, de treinta y tantos años largos, con pelo rubio miel que mostraba raíces más obscuras. Le sobraban quizás unos cinco kilos y, al acercarse, a Reuben no le cupo duda de que no había dormido mucho la noche anterior.

—Profesora Vaughan —dijo, tendiendo la mano—. Soy Reuben Montego, el médico de la Mina Creighton. Muchas gracias por venir. —Señaló a la joven que había recogido camino del aeropuerto de Sudbury—. Ésta es Gillian Ricci, la encargada de prensa de Inco; cuidará de usted.

Reuben pensó que Mary parecía inadecuadamente complacida con la atractiva joven que le acompañaba; tal vez la profesora era lesbiana. Tomó la maleta que sostenía Mary.

—Traiga, déjeme que la ayude.

Mary le entregó la maleta, pero se colocó junto a Gillian en vez de junto a Reuben mientras recorrían la pista recalentada por el sol de verano. Tanto Reuben como Gillian llevaban gafas de sol; Mary tenía que entrecerrar los ojos para soportar el resplandor, pues evidentemente había olvidado traerlas.

Llegaron al Ford Explorer color vino de Reuben y Gillian iba a ocupar amablemente el asiento trasero cuando Mary la detuvo.

—No, yo me sentaré ahí —dijo—. Yo… ah… quiero estirar las piernas. Su extraña declaración flotó entre ellos un segundo, y entonces Reuben vio que Gillian se encogía de hombros y se pasaba al asiento de pasajeros delantero.

Fueron directamente al centro de salud St. Joseph's, en la calle Paris, dejando atrás el museo de ciencias en forma de copo de nieve. Por el camino, Reuben informó a Mary sobre el accidente en el ONS y el extraño que habían encontrado.

Mientras aparcaban, Reuben vio tres furgonetas de emisoras locales de televisión. Sin duda la seguridad del hospital mantenía a los periodistas alejados de Ponter, pero, también sin ninguna duda, los periodistas estarían siguiendo esa historia con atención.

Cuando llegaron a la habitación 3G, Ponter estaba de pie, mirando por la ventana, de espaldas a ellos. Saludaba, y Reuben advirtió que las cámaras de televisión debían de estar enfocando apuntando a su ventana. Un famoso accesible, pensó Reuben. La prensa va a adorara este tipo.

Reuben tosió amablemente, y Ponter se dio la vuelta. Quedó iluminado por detrás y seguía siendo difícil distinguir sus rasgos. Pero cuando avanzó un paso, el médico disfrutó viendo cómo Mary se quedaba boquiabierta al poner por primera vez los ojos sobre el Neanderthal. Había visto brevemente a Ponter por la tele, le había dicho, pero al parecer eso no la había preparado para la realidad.