Reuben asintió, pero sólo porque eso parecía lo más adecuado.
—Así que tenemos una base física experimental para creer en la existencia temporal de universos paralelos —dijo Louise—. Esas pautas de interferencia aparecen aunque sólo envíes un fotón hacia un par de rendijas. Pero ¿y si los dos universos no vuelven a colapsarse en uno? ¿Y si, después de dividirse, continúan por caminos separados?
—¿Sí? —dijo Reuben, intentando seguirla.
—Bueno, imagine el universo dividiéndose en dos, quién sabe, hace docenas de miles de años, cuando había dos especies de humanidad viviendo juntas: nuestros antepasados, que eran los CroMagnons, y los antepasados de Ponter, los antiguos Neanderthales. No sé cuánto tiempo coexistieron las dos especies, pero…
—Desde hace cien mil años hasta hace tal vez veintisiete mil años —dijo Reuben.
Louise puso cara de estar impresionada, claramente sorprendida de que Reuben dispusiera de ese dato.
Reuben se encogió de hombros.
—Hemos traído a una genetista de Toronto, Mary Vaughan. Ella me lo ha dicho.
—Ah. Vale, bien, en algún momento de ese periodo, quizá se produjo una división, y los dos universos continuaron divergiendo. En uno, nuestros antepasados se hicieron dominantes. Y en el otro, los Neanderthales llegaron a convertirse en dominantes, creando su propia civilización y su propio lenguaje.
A Reuben la cabeza le daba vueltas.
—Pero… ¿pero entonces cómo volvieron los dos universos a entrar en contacto?
—Je ne sais pas —dijo Louise, negando con la cabeza.
Salieron de Sudbury, recorrieron la Carretera Regional 55 hasta la mal llamada ciudad de Lively, cerca de la cual se encontraba la mina.
—Ponter —dijo Reuben—. Probablemente ya puedes levantarte, ya no nos detendrá el tráfico.
Ponter no se movió.
Reuben cayó en la cuenta de que había hablado de un modo demasiado complejo.
—Ponter, arriba —dijo.
Oyó el sonido del periódico al arrugarse y vio la enorme cabeza de Ponter surgir en el espejo retrovisor.
—Arriba —confirmó Ponter.
—Esta noche, te alojarás en mi casa —dijo Reuben—. ¿Comprendido?
Después de una pausa, presumiblemente para que se hiciera la traducción, Ponter dijo que sí.
—Ponter tiene que comer —intervino Hak.
—Sí —contestó Reuben—. Sí, comeremos pronto.
Continuaron hasta la casa de Reuben, adonde llegaron veinte minutos más tarde. Era una casa moderna de dos plantas en un par de acres de terreno en las afueras de Lively. Ponter, Louise y Reuben entraron, y Ponter observó fascinado cómo Reuben abría la puerta principal y luego echaba el cerrojo y la cadena una vez que estuvieron dentro.
Ponter sonrió.
—Qué bueno —dijo, con deleite.
Al principio, Reuben pensó que le hacía un cumplido por la decoración, pero luego se dio cuenta de que Ponter estaba claramente complacido porque la casa tenía aire acondicionado.
—Bueno —dijo Reuben, sonriéndoles a Louise y Ponter—, bienvenidos a mi humilde morada. Poneos cómodos.
Louise miró en derredor.
—¿No estás casado? —preguntó.
Reuben vaciló; la primera y mejor interpretación de la pregunta era que ella estaba comprobando su disponibilidad. La segunda interpretación, más probable, era que de pronto había caído en la cuenta de que se había marchado al campo con un hombre a quien apenas conocía, y ahora estaba sola con él y un Neanderthal en una casa vacía. Y la tercera interpretación, advirtió Reuben, mientras advertía el caos de su salón, con revistas tiradas por aquí y allá y un plato con restos de pizza en la mesita, era que obviamente vivía solo: ninguna mujer habría soportado semejante desorden.
—No —contestó Reuben—. Lo estuve, pero…
Louise asintió.
—Tienes buen gusto —dijo, contemplando los muebles, una mezcla de caribeño y canadiense, con montones de caoba.
—Es cosa de mi esposa —dijo Reuben—. No he cambiado casi nada desde que nos separamos.
—Ah —dijo Louise—. ¿Puedo ayudarte con la cena?
—No, había pensado en preparar unos filetes. Tengo una barbacoa en la parte de atrás.
—Soy vegetariana —dijo Louise.
—Oh. Um, podría prepararte algunas verduras a la plancha… y, um, ¿una patata?
—Eso sería magnífico —dijo Louise.
—Muy bien. Hazle compañía a Ponter —dijo Reuben, y se marchó al cuarto de baño para lavarse las manos.
Más tarde, mientras trabajaba en el patio trasero, Reuben pudo ver que Louise y Ponter mantenían una conversación cada vez más animada. Presumiblemente, Hak captaba más palabras a medida que pasaba el tiempo. Finalmente, cuando los filetes estuvieron hechos, Reuben llamó al cristal para atraer la atención de Louise y Ponter, y les hizo señas para que salieran.
Un momento después, así lo hicieron.
—¡Doctor Montego! —dijo Louise, entusiasmada—. ¡Ponter es físico!
—¿Sí?
—Sí, sí. No tengo todos los detalles todavía, pero es físico sin duda… y creo que es físico cuántico.
—¿Y cómo se deduce eso? —preguntó Reuben.
—Dijo que se dedica a pensar en cómo funcionan las cosas, y yo dije, suponiendo que tal vez fuera ingeniero, si se refería a cosas grandes, y él dijo que no, no, cosas pequeñas, cosas demasiado pequeñas para verlas. Y yo dibujé algunos diagramas (material básico de la física) y él los reconoció, y dijo que eso es lo que hacía.
Reuben miró a Ponter con renovada admiración. La frente hacia atrás y el ceño prominente lo hacían parecer, bueno, un poco obtuso, pero… ¡físico! ¡Científico!
—Bueno, bueno, bueno —dijo Reuben. Les indicó que se sentaran ante una mesa redonda con un parasol. Fue sirviendo en platos los filetes y las verduras a la parrilla que había envuelto en papel de aluminio y los llevó a la mesa.
Ponter mostró su ancha sonrisa. ¡Eso sí que era comida para él! Pero entonces miró de nuevo en derredor, igual que le había visto hacer Reuben esa mañana, como si faltara algo.
Reuben usó su cuchillo para cortar un pedazo de filete y se lo llevó a la boca.
Ponter, torpemente, imitó lo que había hecho Reuben, aunque cortó un trozo mucho más grande.
Cuando terminó de masticar, Ponter emitió algunos sonidos que debían de ser palabras en su idioma. Inmediatamente fueron seguidos por una voz masculina que Reuben no había oído hasta entonces.
—Buena —dijo—. Buena comida.
La voz parecía proceder del implante de Ponter.
Reuben alzó las cejas, sorprendido, y Louise explicó:
—Empezaba a confundirme al hablar con ellos, intentando discernir cuándo era el implante que hablaba por su cuenta y cuándo traducía a Ponter. Ahora usa una voz masculina cuando traduce lo que dice Ponter, y una voz femenina para sus propias palabras.
—Es más sencillo así —dijo la familiar voz femenina de Hak.
—Sí —dijo Reuben—, desde luego que sí.
Louise usó torpemente sus largos dedos para desliar el papel de aluminio de sus verduras.
—Bueno, veamos qué más podemos averiguar.
Y durante la hora siguiente Reuben y Louise hablaron con Ponter y Hak. Pero para entonces ya habían salido los mosquitos, y en abundancia. Reuben encendió una vela ácida para espantarlos, pero el olor hizo que Ponter se atragantara. Reuben apagó la vela, y volvieron al salón. Ponter se sentó en un cómodo sillón, Louise en un extremo del sofá con sus largas piernas bajo el cuerpo y Reuben en el otro extremo.