El problema ahora era librarse de los medios de comunicación, que según los guardias de seguridad de Inco estaban apostados ante las puertas de la mina Creighton. Pero Reuben y Louise elaboraron rápidamente un plan, que pusieron en práctica de inmediato.
Mary tenía un coche de alquiler, cortesía de Inco, un Dodge Neon rojo (cuando lo recogió, Mary preguntó al encargado si usaba gas noble: todo lo que recibió fue una mirada vacía por respuesta).
Mary dejó su Neon en la mina y ocupó el asiento de pasajeros del Ford Explorer negro de Louise, que tenía una matrícula personalizada: «D2O». Al cabo de un momento, Mary cayó en la cuenta de que era la fórmula química del agua pesada. Louise sacó una manta del maletero del coche (los conductores sensatos de Ontario y Quebec siempre llevan mantas o sacos de dormir por si tienen un accidente en invierno), y envolvió a Mary en ella.
Al principio a Mary le pareció horriblemente calurosa, pero, por fortuna, el coche de Louise tenía aire acondicionado; pocos estudiantes graduados podían permitirse eso, pero Mary sospechaba que Louise no tenía dificultad para conseguir un buen trato allá donde fuere.
Louise condujo por el caminito de grava hasta la entrada de la mina, y Mary, bajo la manta, hizo todo lo posible por parecer animada y voluminosa. Al cabo de un momento, Louise aceleró, como si quisiera escapar.
—Ahora mismo estamos atravesando la verja —le dijo a Mary, que no veía nada—. ¡Y funciona! La gente nos señala y están empezando a seguirnos.
Louise los condujo hasta Sudbury. Si todo salía según lo planeado, Reuben habría esperado que los periodistas echaran a correr detrás del Explorer, y luego habría llevado a Ponter a su casa en las afueras de Lively.
Louise condujo hasta el pequeño edificio de apartamentos donde vivía y aparcó. Mary oyó los otros coches detenerse junto a ellos, algunos haciendo chirriar los neumáticos dramáticamente. Louise bajó del asiento del conductor y se acercó a la puerta de pasajeros.
—Muy bien —le dijo a Mary, después de abrir la puerta—, ya puede salir.
Mary así lo hizo, y oyó las otras puertas cerrarse de golpe a medida que los conductores se apeaban.
—¡Voilá! —gritó Louise mientras ayudaba a Mary a quitarse la manta de encima, y Mary les sonrió tímidamente a los periodistas.
—¡Oh, mierda! —dijo uno de ellos.
—¡Maldición! —dijo otro.
Pero una tercera periodista (había tal vez una docena presente) fue más lista.
—Es usted la doctora Vaughan, ¿verdad? —la interpeló—. ¿La genetista?
Mary asintió.
—Bueno —exigió saber la periodista—, ¿es o no es un Neanderthal?
Mary y Louise tardaron cuarenta y cinco minutos en librarse de los periodistas, quienes, aunque decepcionados por no haber encontrado a Ponter, quedaron encantados al oír los resultados de las pruebas de ADN de Mary.
Sin embargo, Mary y Louise pudieron por fin entrar en el edificio y subir hasta el pisito de la tercera planta. Esperaron hasta que todos los periodistas se hubieron marchado (el aparcamiento se veía perfectamente desde la ventana del dormitorio de Louise). Luego la posgraduada sacó un par de botellas de vino del frigorífico, volvió con Mary al coche y condujeron hasta Lively.
Llegaron a casa de Reuben poco antes de las seis de la tarde. Reuben y Ponter no habían querido empezar todavía a preparar la cena hasta asegurarse de que Louise y Mary llegaban. Ponter había estado tumbado en el sofá del salón: Mary se dijo que tal vez se sentía un poco incómodo por el clima, cosa que no era sorprendente, teniendo en cuenta todo lo que le había sucedido.
Louise anunció que iba a ayudar a preparar la cena. Mary se enteró de que era vegetariana y de que, al parecer, se sentía mal por haber tenido que obligar a Reuben a hacer un esfuerzo extra la noche anterior. Reuben, advirtió Mary, aceptó rápidamente la oferta de ayuda de Louise… ¿qué varón heterosexual no lo haría?
—Mary, Ponter —dijo Reuben—, sentíos como en casa. Louise y yo pondremos la barbacoa en marcha.
Mary sintió que su corazón empezaba a latir más rápido, y que la boca se le secaba. No había estado a solas con un hombre desde… desde…
Pero era temprano, y…
Y Ponter no era…
Era un tópico, pero también cierto, más cierto que nada. Ponter no era como los otros hombres.
No pasaría nada; después de todo, Reuben y Louise no estarían lejos. Mary inspiró profundamente, intentando calmarse.
—Claro —dijo en voz baja—. Por supuesto.
—Magnífico —dijo Reuben—. Hay refrescos y cerveza en el frigorífico; abriremos el vino de Louise con la cena.
Louise y él se metieron en la cocina y luego, un par de minutos más tarde, se encaminaron al patio trasero. A Mary se le cortó la respiración cuando Reuben cerró las cristaleras que daban al patio, pero él no quería que escapara el fresco al exterior. Sin embargo, con las puertas cerradas y el ronroneo del aire acondicionado, Mary dudaba que Reuben y Louise pudieran oírla.
Mary volvió la cabeza para mirar a Ponter, que se había puesto en pie, Consiguió ofrecerle una débil sonrisa.
Ponter le sonrió a su vez.
No era feo; no, no lo era. Pero su cara era bastante poco común: como si alguien hubiera tomado un modelo de barro de un rostro humano normal y hubiera tirado de él hacia adelante.
—Hola —dijo Ponter, hablando por sí mismo.
—Hola.
—Embarazoso —dijo Ponter.
Mary recordó su viaje a Alemania. Había odiado ser incapaz de hacerse comprender, odiado esforzarse por leer las instrucciones de una cabina telefónica, intentar pedir en un restaurante, intentar preguntar direcciones. Qué horrible tenía que ser para Ponter (¡un científico, un intelectual!) verse reducido a comunicarse al nivel de un niño.
Las emociones de Ponter eran obvias: sonreía, fruncía el ceño, alzaba sus cejas rubias, reía; ella no lo había visto llorar, pero suponía que podía hacerlo. Todavía no tenían el vocabulario necesario para discutir cómo se sentía por estar allí; había sido más fácil hablar sobre mecánica cuántica que sobre sentimientos.
Mary asintió, comprensiva.
—Sí —dijo—, debe de ser muy embarazoso no poder comunicarse. Ponter ladeó un poco la cabeza. Tal vez había comprendido; tal vez no. Contempló el salón de Reuben como si faltara algo.
—Sus habitaciones no tienen…
Frunció el ceño, frustrado, pues al parecer quería expresar una idea para la que ni él ni su implante tenían vocabulario. Finalmente, se acercó al extremo de una voluminosa estantería, llena de novelas de misterio, deuvedés y pequeñas tallas jamaicanas. Ponter se dio media vuelta y empezó a frotarse la espalda de lado a lado contra el borde del último estante.
Mary se sorprendió al principio, pero luego comprendió lo que estaba haciendo: Ponter estaba utilizando la estantería como poste rascador. Una imagen del satisfecho Baloo de El libro de la selva de Disney se formó en su mente. Intentó contener una sonrisa. A ella le solía picar la espalda a menudo… y, pensó brevemente, había pasado mucho tiempo desde la última vez que se la rascó alguien. Si la espalda de Ponter era en efecto velluda, probablemente le picaba a menudo. Al parecer, las habitaciones de su mundo tenían aparatos de rascado de algún tipo.
Se preguntó si sería educado ofrecerse a rascarle la espalda… y ese pensamiento la hizo detenerse. Había dado por supuesto que nunca querría tocar a un hombre, jamás, ni ser tocada por ninguno. No había nada necesariamente sexual en rascar una espalda, pero, claro, los libros que Keisha le había dado confirmaban lo que ya sabía: que tampoco había nada sexual en una violación. De todas formas, no tenía ni idea de qué constituía una conducta adecuada entre hombre y mujer en la sociedad de Ponter: podría ofenderlo enormemente, o…