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Maldición, pensó Mary. Maldición.

¿Cómo podían haber sido tan estúpidos? Cuando Hernán Cortés y sus conquistadores llegaron a América Central, traían consigo enfermedades contra las que los aztecas no tenían ninguna inmunidad, y eso que los aztecas y los españoles sólo estuvieron separados durante unos pocos miles de años, tiempo suficiente para que se desarrollaran patógenos en una parte del planeta contra los que no podían defenderse en la otra. El mundo de Ponter llevaba separado de éste al menos veintisiete mil años; aquí tenían que haber evolucionado enfermedades contra las que él no tendría ninguna resistencia.

Y…

Mary se estremeció.

Y viceversa también, naturalmente.

Reuben estaba pensando sin duda lo mismo. Se puso en pie, cruzó la habitación y descolgó el teléfono que Mary había utilizado antes.

—Hola, operadora —dijo—. Soy el doctor Reuben Montego, y esto es una emergencia médica. Necesito que me ponga en contacto con el Laboratorio para el Control de Enfermedades de Sanidad Canadiense en Ottawa. Sí, eso es… con quien se encargue del control de las enfermedades infecciosas…

24

El dooslarm basadlarm de Adikor Huld se suspendió temporalmente, en principio para la cena, pero también porque la adjudicadora Sard quería darle una oportunidad de calmarse, de recuperar la compostura y de consultar con otros cómo paliar el daño de su estallido violento.

Cuando el dooslarm basadlarm se reemprendió, Adikor se sentó de nuevo en el taburete. Se preguntó a qué genio se le había ocurrido sentar al acusado en un taburete mientras los demás daban vueltas a su alrededor. Tal vez Jasmel lo supiera; estaba estudiando historia, después de todo, y esos procedimientos eran de origen antiguo.

Bolbay avanzó hacia el centro de la sala.

—Deseo que nos traslademos al pabellón de archivos de coartadas —dijo, dirigiéndose a la adjudicadora.

Sard miró el reloj montado en el techo, evidentemente preocupada por lo mucho que estaba tardando todo aquello.

—Ya ha establecido usted que el archivo de coartadas del sabio Huld no puede mostrar nada que lleve a la desaparición de Ponter Boddit. —Frunció el ceño, y añadió, en un tono que no admitía discusión—: Estoy segura de que el sabio Huld y quienquiera que vaya a hablar en su favor estarán de acuerdo en que esto es cierto sin tener que trasladarnos todos allí para demostrarlo.

Bolbay asintió respetuosamente.

—En efecto, adjudicadora. Pero no es el cubo de coartadas del sabio Huld lo que deseo abrir. Es el de Ponter Boddit.

—No mostrará tampoco nada acerca de su desaparición —dijo Sard, y parecía exasperada—, y por el mismo motivo: las mil brazadas de roca que bloqueaban sus transmisiones.

—Cierto, adjudicadora —respondió Bolbay—. Pero no es la desaparición del sabio Boddit lo que deseo revisar. Más bien, quiero mostrarle acontecimientos que datan de hace doscientos veintinueve meses.

—¡Doscientos veintinueve! —exclamó la adjudicadora—. ¿Cómo puede algo tan antiguo tener relación con este procedimiento?

—Si me lo permite —dijo Bolbay—, creo que verá que tiene gran importancia.

Adikor se daba golpecitos sobre el arco ciliar con el pulgar, pensando. Doscientos veintinueve meses; eso era hacía poco más de dieciocho años y medio. Ya conocía a Ponter entonces: los dos pertenecían a la generación 145, y habían entrado al mismo tiempo en la Academia. Pero ¿qué hecho del pasado podía…?

Adikor se puso en pie.

—Digna adjudicadora, me opongo a esto.

Sard lo miró.

—¿Se opone? —dijo, sorprendida de oír algo semejante durante un proceso legal—. ¿Sobre qué base? Bolbay no está proponiendo abrir su archivo de coartadas… sólo el del sabio Boddit. Y como él ha desaparecido, abrir su archivo es algo que Bolbay, como tabant de sus familiares vivos más cercanos, tiene derecho a solicitar.

Adikor se enfureció consigo mismo. Sard podría haber denegado la petición de Bolbay si él hubiera mantenido cerrada la boca. Pero ahora sin duda sentía curiosidad por lo que Adikor quería que se mantuviera oculto.

—Muy bien —dijo Sard, tomando su decisión. Miró a la multitud de espectadores—. Ustedes tendrán que quedarse aquí, hasta que yo decida si esto es algo que tenga que ser visto públicamente. La familia inmediata del sabio Boddit, el sabio Huld y quien vaya a hablar en su favor pueden acompañarnos, siempre y cuando ninguno sea exhibicionista. —Por último, sus ojos cayeron sobre Bolbay—. Muy bien, Bolbay. Será mejor que esto merezca mi tiempo.

Sard, Bolbay, Adikor y Jasmel, con Megameg de la mano, recorrieron el ancho pasillo cubierto de hiedra que conducía al pabellón de coartadas. Bolbay al parecer no pudo resistirse a pinchar a Adikor mientras caminaban.

—No hay nadie que hable en tu favor, ¿eh? —dijo.

Por una vez, Adikor consiguió mantener cerrada la boca.

No había mucha gente viva todavía que hubiera nacido antes de la introducción de los Acompañantes: los pocos pertenecientes a la generación 140 y los aún menos de la 139 que no habían muerto todavía.

Para todos los demás, un Acompañante había formado parte de sus vidas desde justo después de nacer, cuando se instalaba el implante infantil inicial. La celebración del milésimo mes desde el principio de la Era de la Coartada tendría lugar al cabo de poco: se planeaban grandes festejos por todo el mundo.

Incluso allí, en Saldak, muchos miles habían nacido y habían muerto ya desde que se instalara el primer Acompañante; ese implante inicial había sido colocado en el antebrazo de su propio creador, Lonwis Trob. El gran pabellón de archivos de coartadas, junto al edificio del Consejo Gris, estaba dividido en dos alas. La del sur se topaba con un macizo de antigua roca; sería extraordinariamente difícil ampliar esa ala, y por eso se empleaba para almacenar los cubos de coartadas activos de los vivos, un número que era siempre una constante. El ala norte, aunque no era mucho más grande que la otra, podía agrandarse mucho, como se requería; cuando alguien moría, su cubo de coartadas se desconectaba del receptor y se llevaba allí.

Adikor se preguntó en qué ala estaría almacenado el cubo de Ponter ahora. Técnicamente, la adjudicadora tenía todavía que fallar si se había producido un asesinato. Esperaba que fuera en el ala de los vivos; no estaba seguro de poder mantener la compostura si tenía que enfrentarse al cubo de Ponter en el otro lado.

Adikor ya había estado en los archivos. El ala norte, el ala de los muertos, tenía una sala para cada generación, con arcadas abiertas entre sí. La primera era diminuta y sólo contenía un cubo, el de Walder Shar, el único miembro de la generación 131 que todavía vivía en Saldak cuando se introdujeron los Acompañantes. Las siguientes cuatro salas eran sucesivamente más grandes, y albergaban cubos de miembros de las generaciones 132, 133, 134 y 135, cada una diez años más joven que la precedente. A partir de la generación 136, todas las salas eran del mismo tamaño, aunque muy pocos cubos de generaciones posteriores a la 144 habían sido transferidos, pues casi todos sus miembros seguían vivos.

En el ala sur había una única sala, con treinta mil receptáculos para cubos de coartadas. Aunque en un principio en el ala sur reinaba un perfecto orden, con la colección inicial de cubos clasificados por generación y, cada generación por sexos, se había desbaratado mucho con el tiempo. Los niños nacían por grupos, de un modo ordenado, pero la gente moría a edades muy distintas, y por eso los cubos de las generaciones siguientes habían sido colocados en receptáculos vacíos, dondequiera que hubiese uno.