Paul siguió insuflando aire en la boca del hombre, una y otra vez, y finalmente éste empezó a respirar por su cuenta. Expulsó agua y vómito. Paul le colocó la cabeza de lado, y el líquido que expulsaba se mezcló con la sangre del suelo, diluyéndola un poco.
Sin embargo, el hombre todavía parecía inconsciente. Louise, empapada, casi desnuda, y helada por el chapuzón, estaba empezando a sentirse cohibida. Volvió a ponerse el mono y se subió la cremallera. Sabía que Paul la estaba mirando, aunque fingiera no hacerlo.
Todavía pasaría un rato antes de que llegara el doctor Montego. El ONS no estaba sólo a dos kilómetros de profundidad, sino también a un kilómetro y cuarto de distancia en horizontal del ascensor más cercano, en el pozo número nueve. Aunque la cabina hubiera estado arriba (y no había ninguna garantía de que lo estuviera), Montego tardaría veintitantos minutos en llegar.
Louise pensó que lo mejor sería quitarle al hombre la ropa empapada. Tendió la mano hacia la camisa gris pizarra, pero… Pero no había botones, ni cremallera. No parecía un jersey, aunque carecía de cuello y…
¡Ah, allí estaban! Broches ocultos a lo largo de la parte superior de los anchos hombros. Louise intentó soltarlos, pero no cedieron. Miró los pantalones del hombre. Parecían verde oliva oscuro, aunque puede que fuesen mucho más claros cuando estaban secos. Pero no llevaba cinturón; en lugar de eso, una serie de broches y pliegues le rodeaban la cintura.
De repente a Louise se le ocurrió que el hombre podría estar sufriendo de descompresión. La cámara de detección estaba a treinta metros de profundidad, ¿quién sabía hasta dónde había caído o lo rápidamente que había subido? La presión del aire en estas profundidades de la Tierra era el 130 % de lo normal. En ese momento, Louise no supo calcular cómo afectaría a alguien la descompresión, pero en todo caso el hombre estaba recibiendo una concentración superior de oxígeno que la de la superficie, y eso sin duda tenía que ser bueno.
No había otra cosa que hacer sino esperar; el hombre respiraba y su pulso se había estabilizado. Louise finalmente tuvo oportunidad de mirar la cara del desconocido. Era ancha pero no chata, de pómulos angulosos. Y su nariz era gigantesca, del tamaño de un puño. La mandíbula inferior del hombre estaba cubierta de una barba tupida y rubia obscura, y tenía el pelo rubio liso aplastado contra la frente. Sus rasgos faciales eran vagamente de la Europa del este, aunque de cutis más bien pálido, como el de los nórdicos, no oliváceo. Los ojos, muy separados, estaban cerrados.
—¿De dónde habrá salido? —preguntó Paul, sentado ahora en el suelo junto al hombre, con las piernas cruzadas—. Nadie puede bajar ahí y…
Louise asintió.
—Y aunque pudiera, ¿cómo entraría en la cámara de detección sellada?
Hizo una pausa y se apartó el pelo de los ojos, advirtiendo por primera vez que había perdido la redecilla mientras nadaba en el tanque.
—¿Sabes? El agua pesada se ha estropeado. Si este tipo sobrevive, le espera un juicio en toda regla.
Louise sacudió la cabeza. ¿Quién podía ser ese hombre? Tal vez un canadiense nativo fanático, un indio que consideraba que la minería estaba invadiendo territorios sagrados. Pero tenía el pelo rubio, cosa rara entre los nativos. Tampoco podía tratarse de una desafortunada broma juveniclass="underline" el hombre parecía tener unos treinta y cinco años.
Era posible que fuera un terrorista o un manifestante antinuclear. Pero aunque Atomic Energy of Canada había suministrado en efecto el agua pesada, allí no se realizaban trabajos nucleares.
Fuera quien fuese, reflexionó Louise, si finalmente moría a causa de sus heridas sería un candidato de primera para los Premios Darwin. Era una clásica estupidez evolutiva: una persona hacía algo tan increíblemente estúpido que le costaba la vida.
2
Louise Benoit oyó el sonido de la puerta al abrirse. Alguien entraba en la sala situada sobre la cámara de detección.
—¡Eh! —exclamó, llamando la atención del doctor Montego—. ¡Por aquí!
Reuben Montego, un jamaiquino-canadiense de treinta y tantos años, corrió hacia ellos. Se rapaba la cabeza al cero (gracias a eso era el único en el ONS a quien se le permitía no usar redecilla), pero, como todos tenía que usar casco. El doctor se agachó, giró la muñeca izquierda del hombre herido y…
—¿Qué demonios es esto? —dijo Reuben con su marcado acento.
Louise lo vio también: algo insertado, al parecer, en la piel de la muñeca del hombre; una pantalla rectangular de alta definición y acabado mate de unos ocho centímetros de alto por dos de ancho. Mostraba una hilera de símbolos, los situados más a la izquierda cambiaban una vez por segundo. Seis pequeñas cuentas, cada una de un color distinto, formaban una ristra bajo la pantalla, y algo (tal vez una lente) estaba situado en el borde del aparato más alejado del brazo del hombre.
—¿Una especie de reloj a la moda? —dijo Louise.
Reuben decidió claramente aplazar la solución de ese misterio por el momento; colocó los dedos índice y medio sobre la arteria radial del hombre.
—Tiene buen pulso —anunció. Entonces le dio una leve palmadita en una mejilla al hombre, luego en la otra, intentando conseguir que recuperara el conocimiento—. Vamos —dijo, animándolo—. Vamos. Despierta.
Por fin el hombre se sacudió. Tosió violentamente y escupió más agua por la boca. Entonces abrió los ojos. Sus iris eran de un asombroso marrón dorado; Louise nunca había visto nada parecido. Tardaron un segundo o dos en enfocar y entonces se abrieron de par en par. El hombre parecía absolutamente asombrado de ver a Reuben. Volvió la cabeza y vio a Louise y Paul, y su expresión continuó siendo de asombro. Se movió un poco, como si intentara apartarse de ellos.
—¿Quién es usted? —preguntó Louise.
El hombre la miró, sin expresión.
—¿Quién es usted? —repitió Louise—. ¿Qué estaba intentando hacer?
—Dar —dijo el hombre, elevando su grave voz como si formulara una pregunta.
—Tengo que llevarlo al hospital —dijo Reuben—. Obviamente ha recibido un buen golpe en la cabeza. Tendremos que hacerle radiografías del cráneo.
El hombre contemplaba la cubierta metálica, como si no pudiera creer lo que estaba viendo.
—¿Dar barta dulb tinta? —dijo—. ¿Dar hoolb ka tapar? Louise se encogió de hombros.
—¿Ojibwa? —dijo. Había una reserva ojibwa no muy lejos de la mina.
—No —dijo Reuben, negando con la cabeza.
—Monta has palap— ko —dijo el hombre.
—No le comprendemos —le dijo Louise al desconocido—. ¿Habla usted inglés?
Nada.
—Parlez vous francais?
Tampoco nada.
—¿Nihongo ga dekimasu ka? —dijo Paul, y Louise supuso que significaba: «¿Habla usted japonés?»
El hombre los miró alternativamente, con los ojos todavía muy abiertos, pero no respondió.
Reuben se levantó entonces y le tendió una mano al hombre. Éste la contempló durante un segundo, luego la tomó en su propia mano, que era enorme, con los dedos como salchichas y un pulgar extraordinariamente largo. Dejó que el otro lo ayudara a ponerse en pie. Reuben rodeó entonces con un brazo la ancha espalda del hombre, ayudándolo a sostenerse. Pesaba treinta kilos más que Reuben, todos ellos músculo. Paul se situó al otro lado del hombre y usó un brazo para ayudar también a sostener al desconocido. Louise se adelantó a los tres y mantuvo abierta la puerta de la sala de control, que se había cerrado automáticamente después de que Reuben entrara.
Dentro de la sala de control, Louise se puso sus botas de seguridad y un casco, y Paul hizo lo mismo; los cascos tenían lámparas incorporadas y orejeras con las que podían protegerse los oídos en caso necesario. También se pusieron gafas de seguridad. Reuben todavía llevaba su casco. Paul encontró uno encima de una taquilla de metal y se lo ofreció al herido, pero antes de que éste pudiera responder, el doctor lo rechazó.