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Bliip.

—Una versión incorpórea de la persona, y que el alma viaja a uno de dos destinos después de la muerte, donde la esencia seguirá viviendo. Si la persona ha sido buena, el alma va al cielo… un paraíso, en presencia de Dios. Si la persona ha sido mala, el alma va al infierno…

Bliip.

—Y es torturada…

Bliip.

—Atormentada para siempre.

Ponter guardó silencio un buen rato, y Mary trató de leer sus anchos rasgos.

—Nosotros… —dijo Ponter por fin—. Mi gente… no creemos en otra vida.

—¿Qué creéis que pasa después de la muerte? —preguntó Mary.

—Para la persona que ha muerto, absolutamente nada. Deja de ser, total y completamente. Todo lo que fue desaparece para siempre jamás.

—Eso es muy triste.

—¿Lo es? —preguntó Ponter—. ¿Por qué?

—Porque tenéis que continuar viviendo sin ellos.

—¿Vosotros tenéis contacto con aquellos que habitan en esa otra vida?

—Bueno, no. Yo no. Algunas personas dicen que sí, pero nunca se ha demostrado.

—Que me zurzan —dijo Ponter; Mary se preguntó dónde habría aprendido Hak esa expresión—. Pero si no tenéis acceso a esa otra vida, a ese reino de los muertos, entonces, ¿por qué le dais crédito?

—Nunca he visto ese mundo paralelo de donde vienes —dijo Mary—, y sin embargo creo en él. Y tú ya no puedes verlo… pero sigues creyendo también en él.

Una vez más, Hak sacó la máxima nota.

—Touché —dijo, resumiendo perfectamente una docena de palabras pronunciadas por Ponter.

Pero las revelaciones de Ponter habían intrigado a Mary.

—Nosotros sostenemos que la moralidad proviene de la religión, de la creencia en un bien absoluto y de, bueno, el miedo, supongo, a la condena… a ser enviado al infierno.

—En otras palabras —dijo Ponter—, los humanos de vuestra especie os comportáis bien sólo porque se os amenaza si no lo hacéis. Mary ladeó la cabeza, conviniendo.

—Es la prueba de Pascal —dijo—. Verás, si crees en Dios y él no existe, entonces has perdido muy poco. Pero si no crees, y existe, entonces te arriesgas al tormento eterno. Vistas así las cosas, es prudente ser creyente.

—Ah —dijo Ponter; la interjección era la misma en su lenguaje que en el de Mary, así que no hizo falta ninguna traducción por parte de Hak.

—Pero mira —continuó Mary—, aún no has contestado a mi pregunta sobre la moralidad. Sin un Dios… sin la creencia de que seréis recompensados o castigados tras el final de vuestra vida… ¿qué impulsa la moralidad entre vuestra gente? Me he pasado bastante tiempo contigo ya, Ponter, y sé que eres una buena persona. ¿De dónde procede esa bondad?

—Me comporto como lo hago porque es lo adecuado.

—¿Según qué parámetros?

—Según los parámetros de mi gente.

—¿Pero de dónde proceden esos parámetros?

—De…

Y aquí Ponter abrió mucho los ojos, grandes orbes bajo una ondulada barrera de hueso, como si hubiera tenido una epifanía… en el sentido laico de la palabra, naturalmente.

—¡De nuestra convicción de que no hay vida ninguna después de la muerte! —dijo, triunfante—. Por eso vuestra creencia me preocupa, ahora lo veo. Nuestra valoración es directa y congruente con todos los hechos observados: la vida de una persona termina por completo con la muerte; no hay ninguna posibilidad de reconciliarse con los muertos, de enmendar nada cuando se han ido, y no hay ninguna posibilidad de que, porque hayan llevado una vida moral, estén ahora en el paraíso, olvidados los problemas de esta existencia. —Hizo una pausa, y sus ojos se movieron a derecha e izquierda escrutando el rostro de Mary, buscando al parecer signos de que ella comprendía a dónde quería llegar—. ¿No lo ves? —continuó Ponter—. Si yo le hago daño a alguien… si le digo algo feo o, no sé, quizá le quito algo que le pertenece… según vuestra visión del mundo puedo consolarme con el convencimiento de que, después de muerta, todavía se puede contactar con esa persona: pueden repararse las cosas. Pero según mi visión del mundo, cuando una persona ha muerto… cosa que podría sucedernos en cualquier momento, por accidente o por un ataque al corazón o por cualquier otra causa… entonces tú, que hiciste el mal, debes vivir sabiendo que toda la existencia de esa persona terminó sin que jamás hicieras las paces con ella…

Mary reflexionó sobre esto. Sí, a la mayoría de los esclavistas no les había importado el asunto, pero sin duda algunas personas con conciencia, atrapadas en una sociedad basada en la compra y la venta de seres humanos, debieron de sentir algún remordimiento… pero ¿se habían consolado acaso con la idea de que la gente a la que estaban maltratando sería recompensada por su sufrimiento después de la muerte?

Sí, los líderes nazis eran la esencia del mal, pero ¿cuántos de los miembros de la tropa, al seguir las órdenes para exterminar a los judíos, habían conseguido dormir de noche gracias a la creencia de que los recién fallecidos estaban ahora en el paraíso?

Y no tenía que tratarse de algo de tanta envergadura. Dios era el gran compensador: si te perjudicaban en vida, se te compensaba en la muerte: el principio fundamental que había permitido a los padres enviar a sus hijos a morir en incontables guerras, una tras otra. De hecho, no importaba si le arruinabas la vida a otra persona, porque esa persona bien podía ir al cielo. Oh, tú mismo podías condenarte al infierno, pero nada de lo que le hicieras a nadie era realmente dañino a la larga. Esta existencia era un mero prólogo: la vida eterna estaba todavía por venir.

Y, en efecto, en esa existencia infinita, Dios compensaría todo lo que le hubieran hecho… a ella.

Y aquel hijo de puta, aquel hijo de puta que la había atacado, ardería en el infierno.

No, no importaba si no denunciaba nunca el delito: no había forma de que pudiera escapar a su juicio final.

Pero… pero…

—Pero ¿qué hay de tu mundo? ¿Qué les ocurre allí a los delincuentes?

Bliip.

—La gente que vulnera las leyes —dijo Mary—. La gente que intencionadamente hace daño a los demás.

—Ah —dijo Ponter—. Tenemos pocos problemas con eso ya, tras haber limpiado la mayoría de los genes malos de nuestro poso genético hace generaciones.

—¿Qué? —exclamó Mary.

—Los delitos serios se castigaron con la esterilización no sólo del perpetrador, sino también de cualquiera que compartiese el cincuenta por ciento de su material genético: hermanos y hermanas, padres, hijos. El efecto fue doble. Primero, erradicó esos genes malos de nuestra sociedad y…

—¿Cómo descubre la genética una sociedad sin agricultura? Quiero decir: nosotros lo hicimos a través del cultivo de plantas y la cría de ganado.

—Puede que nosotros no hayamos criado animales o plantas para alimentarnos, pero sí que domesticamos lobos para que nos ayudaran a cazar. Yo tengo una perra llamada Pabo a la que quiero mucho. Los lobos se adaptaban muy bien a la cría controlada: los resultados fueron obvios.

Mary asintió: eso parecía bastante razonable.

—¿Dijiste que la esterilización tuvo un doble efecto sobre vuestra sociedad?

—Oh, sí. Además de eliminar directamente los genes defectuosos, las familias tenían un fuerte incentivo para que ninguno de sus miembros se comportara de un modo demasiado antisocial.

—Supongo que era de esperar.

—Así es —dijo Ponter—. Como genetista, sin duda sabes que la única inmortalidad que realmente existe es genética. La vida es impulsada por genes que quieren asegurarse su propia reproducción, o proteger copias existentes de sí mismos. Así que nuestra justicia apuntó a los genes, no a las personas. Nuestra sociedad está ahora prácticamente libre de delitos porque nuestro sistema judicial apuntó directamente a lo que realmente impulsa toda vida: no al individuo, ni a las circunstancias, sino a los genes. Lo hicimos así, de modo que la mejor estrategia de supervivencia para los genes es obedecer la ley.