—Richard Dawkins lo aprobaría, supongo —dijo Mary—. Pero estabas hablando de esa… práctica de esterilización en pasado. ¿Ha terminado?
—No, pero ahora hay poca necesidad de aplicarla.
—¿Tanto éxito tuvo? ¿Ya nadie comete delitos graves?
—Casi nadie lo hace por desórdenes genéticos. Hay, naturalmente, desórdenes bioquímicos que causan una conducta antisocial, pero ésos se pueden tratar con fármacos. La esterilización sólo se emplea ya raramente.
—Una sociedad sin delitos —dijo Mary, meneando lentamente la cabeza, asombrada—. Eso debe de ser… —Hizo una pausa, preguntándose cuánto quería bajar la guardia. Entonces añadió—: Eso debe de ser fabuloso. —Frunció el entrecejo—. Pero sin duda un montón de delitos quedarán sin resolver. Quiero decir, si no sabéis quién lo cometió, entonces puede quedar sin castigo… o si tenía un desorden bioquímico, no ser tratado.
Ponter parpadeó.
—¿Delitos sin resolver?
—Sí, ya sabes: delitos que la policía —bliip—, o lo que sea que tengáis para hacer cumplir la ley, no pueda averiguar quién los cometió.
—No existen esos delitos.
Mary se enderezó. Como la mayoría de los canadienses, estaba en contra de la pena capital… precisamente porque era posible ejecutar a la persona equivocada. Todos los canadienses vivían con la vergüenza del injusto encarcelamiento de Guy Paul Morin, que había pasado diez años pudriéndose en la cárcel por un asesinato que no cometió; de Donald Marshall Jr., que estuvo encarcelado once años por un crimen que tampoco cometió; de David Milgaard, que pasó veintitrés años encarcelado por una violación con asesinato de la que era inocente. La castración era el menor de los castigos a los que Mary le hubiera gustado ver sometido a su propio violador… pero si, en su búsqueda de venganza, se le aplicaba a la persona equivocada, ¿cómo podría vivir consigo misma? ¿Y qué había del caso de Marshall? No, no eran todos los canadienses los que vivían con esa vergüenza; eran los canadienses blancos. Marshall era un indio mi'kmaq cuyas protestas de inocencia ante un tribunal blanco, al parecer, no fueron creídas simplemente porque era indio.
De todas formas, tal vez estaba pensando ahora más como una atea que como una creyente. Una creyente debería sostener que Milgaard, Morin y Marshall acabarían por recibir su justa recompensa celestial que compensaría lo que hubieran soportado aquí en la Tierra. Después de todo, el propio hijo de Dios había sido ejecutado injustamente, incluso según los parámetros de Roma: Poncio Pilatos no creía que Cristo fuera culpable del crimen del que se le acusaba.
Pero el mundo de Ponter empezaba a parecer peor aún que el juicio de Pilatos: brutales esterilizaciones forzosas con el absoluto convencimiento de que siempre encontrabas el verdadero culpable. Mary reprimió un escalofrío.
—¿Cómo podéis estar seguros de haber castigado a la persona adecuada? Más concretamente, ¿cómo podéis estar seguros de que no habéis castigado a la persona equivocada?
—Por los archivos de coartadas —dijo Ponter, como si eso fuera lo más natural del mundo.
—¿El qué?
Ponter, todavía sentado a su lado en el sofá del despacho de Reuben, alzó el brazo izquierdo y lo giró para mostrar el interior de su muñeca. Los extraños dígitos de la Acompañante parpadearon.
—Los archivos de coartadas —repitió—. Hak transmite constantemente información sobre mi localización, además de imágenes tridimensionales de lo que estoy haciendo exactamente. Naturalmente, ha estado fuera de contacto con el receptor desde que llegué aquí.
Esta vez Mary no contuvo el escalofrío.
—¿Quieres decir que vives en una sociedad totalitaria? ¿Que estás constantemente sometido a vigilancia?
—¿Vigilancia? —dijo Ponter, alzando las cejas—. No, no, no. Nadie está vigilando los datos transmitidos.
Mary parpadeó, confusa.
—Entonces, ¿qué se hace con eso?
—Se registra en mi archivo de coartadas.
—¿Y qué es eso, exactamente?
—Un archivo de memoria informatizado; un bloque de material en cuyas capas cristalinas grabamos registros inalterables.
—Pero si nadie lo controla, ¿para qué sirve?
—¿Estoy usando mal la palabra «coartada»? —dijo Hak, con la voz femenina que utilizaba para hablar por su cuenta—. Tenía entendido que una coartada era la prueba de que una persona estaba en otro lugar cuando se cometía un acto.
—Um, sí —dijo Mary—. Eso es una coartada.
—Bien, pues —continuó Hak—. El archivo de Ponter le proporciona una coartada irrefutable para cualquier crimen del que pudiera ser acusado.
Mary sintió que el estómago se le encogía.
—Dios mío… ¿Ponter recurre a ti para que tú demuestres su inocencia?
Ponter parpadeó, y Hak tradujo sus palabras con la voz masculina.
—¿A quién más debería recurrir?
—Quiero decir que aquí, en la Tierra, una persona es inocente hasta que se demuestre lo contrario.
Mientras decía esas palabras, Mary se dio cuenta de que había muchos lugares donde eso no era cierto, pero decidió no enmendar su comentario.
—¿Y yo tengo que entender que no tenéis nada comparable a nuestros archivos de coartadas? —preguntó Ponter.
—Eso es. Oh, hay cámaras de seguridad en algunos sitios. Pero no están en todas partes, y casi nadie tiene una en casa.
—Entonces, ¿cómo os aseguráis de si alguien es culpable? Si no hay ningún registro de lo que sucedió en realidad, ¿cómo podéis estar seguros de que vais a ocuparos de la persona adecuada?
—A eso me refería al mencionar los crímenes sin resolver —dijo Mary—. Si no estamos seguros… y a menudo no tenemos ni idea, entonces la persona se libra.
—Eso no parece un sistema mejor —dijo Ponter lentamente.
—Pero nuestra intimidad está protegida. Nadie nos está mirando continuamente por encima del hombro.
—Ni en mi mundo tampoco… al menos, si no eres un… No conozco la palabra. Alguien que lo muestra todo a los otros para que lo vean.
—¿Un exhibicionista? —dijo Mary, alzando sorprendida las cejas.
—Sí. Su contribución es permitir que los demás vean las transmisiones de sus Acompañantes. Tienen implantes ampliados que perciben con mayor resolución y a mayor distancia, y van a diversos lugares interesantes para que los demás puedan ver lo que está sucediendo en ellos.
—Pero sin duda, en teoría, alguien podría comprometer la seguridad de las transmisiones de cualquiera, no sólo las de un exhibicionista.
—¿Por qué querría nadie hacer eso?
—Bueno… um, no sé. ¿Porque puede?
—Yo puedo beber orina —dijo Ponter—, pero nunca he sentido la necesidad de hacerlo.
—Nosotros tenemos personas que consideran un desafío comprometer las medidas de seguridad… sobre todo las relacionadas con los ordenadores.
—Eso difícilmente parece una contribución a la sociedad.
—Tal vez no —dijo Mary—. Pero, mira, ¿y si la persona que es acusada no quiere abrir su… cómo lo llamaste? ¿Su archivo de coartadas?
—¿Por qué no iba a querer?
—Bueno, no lo sé. ¿Por una cuestión de principios?
Ponter parecía perplejo.
—O —dijo Mary— porque lo que estaban haciendo de verdad en el momento del crimen era embarazoso.