—No quiero presión alguna en su cráneo hasta que hayamos hecho esas radiografías —dijo—. Muy bien, vamos a llevarlo a la superficie. He pedido una ambulancia cuando venía de camino.
Los cuatro salieron de la sala de control, bajaron por un pasillo y entraron en la zona de llegada a las instalaciones del ONS. En el Observatorio imperaba la higiene: ya tanto daba, pensó Louise abatida. Dejaron atrás la cámara de aspiración, un cubículo parecido a una ducha que limpiaba el polvo y la tierra de los que entraban en el ONS. Luego pasaron junto a una hilera de duchas de verdad: todo el mundo tenía que lavarse antes de entrar en el ONS, pero eso tampoco era necesario para salir. Había un puesto de primeros auxilios allí, y Louise vio que Reuben miraba brevemente la taquilla que indicaba «Camillas». Pero el hombre caminaba bastante bien, así que el médico les indicó que continuaran hacia el ascensor.
Entonces conectaron las luces de sus cascos y se dispusieron a recorrer el kilómetro y cuarto del oscuro túnel de tierra. Las paredes lisas estaban jalonadas de barras de acero y cubiertas con malla de alambre: a esas profundidades, con el peso de dos kilómetros de corteza presionando sobre ellas, las paredes de roca sin reforzar hubiesen estallado en cualquier espacio abierto.
Mientras recorrían el túnel, topándose de vez en cuando con charcos de barro, el hombre empezó a caminar con más soltura. Era evidente que se estaba recuperando de su ordalía.
Paul y el doctor Montego se enzarzaron en una animada discusión sobre cómo podía haber entrado aquel individuo en la cámara sellada. Por su parte, Louise estaba sumida en sus pensamientos sobre el detector de neutrinos destrozado… y lo que eso iba a influir en la financiación de su investigación. El aire les daba en la cara durante todo el camino: ventiladores gigantescos insuflaban constantemente atmósfera de la superficie.
Finalmente, llegaron al ascensor. Reuben había ordenado que dejaran allí estacionada la cabina, en el nivel de seis mil ochocientos pies (la rotulación de la mina era anterior al cambio canadiense al sistema métrico decimal). Todavía les estaba esperando, sin duda para mortificación de los mineros que querían bajar o subir.
Entraron en la cabina y Reuben activó repetidamente el comunicador que permitiría que el operario de la superficie supiera que era el momento de empezar a subir. El ascensor se puso en movimiento. La cabina no tenía luces internas, y Reuben, Louise y Paul habían apagado las lámparas de sus cascos para no cegarse unos a otros con el resplandor. La única iluminación procedía de los destellos de los apliques en los túneles que pasaban cada doscientos pies, visibles a través de la parte delantera descubierta de la cabina. Sumida en la extraña luz parpadeante, Louise veía atisbos intermitentes de los rasgos angulosos y los ojos hundidos del desconocido.
Mientras subían más y más, Louise notó que los oídos le zumbaban varias veces. Pronto pasaron el nivel de los cuatro mil seiscientos pies, el favorito de Louise. Inco cultivaba árboles allí para reforestar proyectos alrededor de Sudbury. La temperatura se mantenía a unos veinte grados constantes; la luz artificial añadida lo convertía en un invernadero fabuloso.
Por la cabeza de Louise pasaron pensamientos desquiciados, extrañas ideas de Expediente X sobre cómo había podido entrar el hombre en la esfera con la trampilla cerrada. Pero se los guardó para sí: si Paul y Reuben tenían ideas similares, se sentían también demasiado cortados para expresarlas en voz alta. Tenía que haber una explicación racional, se dijo Louise. Tenía que haberla.
La cabina continuó su largo ascenso, y el hombre pareció recuperarse. Sus extrañas ropas estaban todavía algo húmedas, aunque el aire que soplaba en los túneles las había secado bastante. Trató de escurrirse la camisa y unas cuantas gotas cayeron sobre el suelo metálico pintado de amarillo de la cabina del ascensor. Entonces usó su enorme mano para apartarse el pelo mojado de la frente y revelar, para sorpresa de Louise (jadeó, aunque el sonido seguramente fue inaudible con los chasquidos de la cabina) un prodigioso arco ciliar sobre cada ojo, como una versión aplastada del logo de McDonald's.
Por fin el ascensor se detuvo con un estremecimiento. Paul, Louise, el doctor Montego y el desconocido desembarcaron, dejando atrás a un pequeño grupo de mineros perplejos e irritados que estaban esperando para bajar. Los cuatro subieron la rampa que conducía a la sala grande donde los trabajadores colgaban cada día su ropa de calle y se ponían el mono. Dos enfermeros de la ambulancia estaban esperando.
—Soy Reuben Montego, el médico de la mina. Este hombre casi se ahoga y ha sufrido un trauma craneal…
Los dos enfermeros y el doctor continuaron discutiendo sobre el estado del hombre mientras lo sacaban del edificio al caluroso día de verano.
Paul y Louise los siguieron, vieron cómo el doctor, el herido y los enfermeros subían a la ambulancia y se perdían por el camino de grava. —¿Y ahora qué? —dijo Paul.
Louise frunció el ceño.
—Tengo que llamar a la doctora Mah —respondió. Bonnie Jean Mah era la directora del ONS. Su despacho estaba en la Universidad de Carleton en Ottawa, a casi quinientos kilómetros de distancia. Rara vez se la veía en el Observatorio: las operaciones del día a día quedaban en manos de los posdoctorados y los estudiantes graduados, como Louise y Paul.
—¿Qué vas a decirle? —preguntó Paul.
Louise miró en dirección a la ambulancia y su increíble pasajero.
—Je ne sais pas —dijo, sacudiendo lentamente la cabeza.
3
Había empezado mucho más serenamente.
—Día sano —había dicho Ponter Boddit en voz baja, apoyando la barbilla en un brazo mientras miraba a Adikor Huld, que estaba de pie junto al lavabo.
—Eh, dormilón —dijo Adikor, volviéndose y apoyando su musculosa espalda contra el poste rascador. Se meneó a izquierda y derecha—. Día sano.
Ponter le devolvió la sonrisa a Adikor. Le gustaba ver a Adikor moverse, le gustaba ver cómo funcionaban los músculos de su pecho. Ponter no sabía cómo habría sobrevivido a la pérdida de su mujer-compañera Klast sin el apoyo de Adikor, aunque siempre había momentos solitarios. Cuando Dos se convertían en Uno (y esto último acababa de terminar), Adikor iba con su propia mujer-compañera y su hijo. Pero las hijas de Ponter se estaban haciendo mayores, y él apenas las había visto esta vez. Naturalmente, había un montón de mujeres mayores cuyos hombres habían muerto, pero unas mujeres tan llenas de experiencia y sabiduría (¡mujeres lo bastante mayores para votar!) no querían tener nada que ver con alguien tan joven como Ponter, que sólo había visto 447 lunas.
De todas formas, aunque no tuvieran mucho tiempo para él, a Ponter le había gustado ver a sus hijas, pero…
Dependía de la luz. Pero a veces, cuando tenía el sol detrás, y ladeaba así la cabeza, Jasmel era la viva imagen de su madre. Ponter se quedaba sin aliento; echaba de menos a Klast más de lo que podía expresar.
Al otro lado de la habitación, Adikor estaba llenando la piscina, inclinado, manejando el grifo, de espaldas a Ponter. Ponter hundió la cabeza en la almohada en forma de disco y observó.
Algunas personas habían advertido a Ponter de que no se mudara a vivir con Adikor y, Ponter estaba seguro, algunos de los amigos de Adikor le habían expresado a éste probablemente una preocupación similar. No tenía nada que ver con lo ocurrido en la Academia; simplemente, trabajar y vivir juntos podía ser embarazoso. Porque aunque Saldak era una ciudad grande (su población superaba los veinticinco mil habitantes, divididos entre el Borde y el Centro), había sólo seis físicos en ella, y tres eran hembras. A Ponter y Adikor les gustaba hablar de su trabajo y debatir nuevas teorías, y ambos apreciaban tener a alguien al lado que realmente comprendiera lo que decían.