Mary se sintió asqueada; odiaba que su versión de la humanidad quedara tan mal.
—Los matamos para alimentarnos, y bueno, seguimos matándolos hasta que no quedó ninguno.
—Oh —dijo Ponter, en voz baja. Miró por la ventana el gran patio trasero de la casa de Reuben—. Me gustan los mamuts. No sólo su carne, que es deliciosa, sino como animales, como parte del paisaje. Hay un pequeño rebaño de mamuts que vive cerca de mi casa. Me gusta verlos.
—Nosotros tenemos sus esqueletos —dijo Mary—, y sus colmillos, y de vez en cuando se encuentra alguno congelado en Siberia, pero…
—Todos ellos —dijo Ponter, moviendo la cabeza adelante y atrás lentamente—. Los matasteis a todos…
Mary tuvo ganas de protestar: «No yo personalmente», pero eso habría sido falso: la sangre de los mamuts seguía siendo cosa suya. A pesar de todo, necesitaba algún tipo de defensa por débil que fuera.
—Sucedió hace mucho tiempo.
Ponter pareció incómodo.
—Casi tengo miedo de preguntarlo, pero hay otros grandes animales que yo solía ver en esta parte del mundo en mi versión de la Tierra. Una vez más, había supuesto que simplemente evitaban esta ciudad vuestra, pero…
Reuben meneó su afeitada cabeza.
—No, no es eso.
Mary cerró brevemente los ojos.
—Lo siento, Ponter. Eliminamos casi toda la mega-fauna… aquí, y en Europa… y en Australia —sintió un nudo en el estómago a medida que la letanía iba creciendo—, en Nueva Zelanda y en Suramérica. El único continente que tiene muchos animales grandes todavía es África, y la mayoría corren peligro de extinción.
Bliip.
—Están a punto de desaparecer —dijo Louise.
El tono de Ponter indicaba que se sentía traicionado.
—Pero has dicho que todo esto sucedió hace mucho tiempo. Mary miró su plato vacío.
—Dejamos de matar mamuts hace mucho tiempo porque, bueno, nos quedamos sin mamuts que matar. Dejamos de matar alces irlandeses y los grandes felinos que solían poblar América del Norte, y los rinocerontes lanudos, y todos los demás, porque no quedó ninguno que matar.
—Matar a todos los miembros de una especie… —dijo Ponter. Meneó lentamente su enorme cabeza.
—Hemos aprendido —dijo Mary—. Ahora tenemos programas para proteger a las especies en peligro y hemos tenido algunos éxitos. La grulla estuvo a punto de desaparecer, y el águila de cabeza calva. Y el búfalo. Todos han sido recuperados.
La voz de Ponter fue fría.
—Porque dejasteis de matarlos hasta la exterminación.
Mary pensó en argumentar que no era todo resultado de la caza; gran parte había tenido que ver con la destrucción por parte de los humanos de los hábitats naturales de esas criaturas… pero de algún modo eso no parecía mejor.
—¿Qué… qué otras especies siguen todavía en peligro de extinción? —preguntó Ponter.
Mary se encogió un poco de hombros.
—Montones de clases de aves. Las tortugas gigantes. Los osos panda. Las ballenas. Los chim…
—¿Los chim? —dijo Ponter—. ¿Qué son los…?
Ladeó la cabeza, escuchando quizás a Hak proporcionar su mejor deducción de la palabra que Mary había empezado a decir.
—Oh, no. No. ¿Los chimpancés? Pero… pero si son nuestros primos. ¿Cazáis a nuestros primos?
Mary se sintió empequeñecer. ¿Cómo podía decirle que se cazaba a los chimpancés como alimento, que los gorilas eran asesinados para poder hacer con sus manos ceniceros exóticos?
—Son valiosísimos —continuó Ponter—. No tienen precio. Sin duda tú, como genetista, debes saberlo. Son los únicos parientes cercanos vivos que tenemos: podemos aprender mucho sobre nosotros mismos estudiándolos en libertad, examinando su ADN.
—Lo sé —dijo Mary en voz baja—. Lo sé.
Ponter miró a Reuben, luego a Louise y después a Mary, midiéndolos, parecía como si los viera (como si los viera realmente) por primera vez.
—Matáis sin reparo —dijo—. Matáis a especies enteras. Incluso matáis a otros primates.
Hizo una pausa y los miró de nuevo cara a cara, como si les diera una oportunidad de rebatir lo que estaba a punto de decir, de ofrecerle una explicación lógica, un factor atenuante. Pero Mary no dijo nada, ni los otros dos, y por eso Ponter continuó.
—Y en este mundo mi especie está extinta.
—¿Entonces no tenemos que preocuparnos de que enferme? —preguntó Louise.
—No sólo eso —dijo Reuben, sonriendo ahora de oreja a oreja—, ¡sino que han levantado la cuarentena! Si el resultado de la última tanda de cultivos, que tendremos esta noche, es negativo, ¡podremos salir de aquí mañana por la mañana!
Louise dio una palmada. Mary estaba encantada también. Miró a Ponter, pero el Neanderthal tenía la cabeza gacha, pensando posiblemente todavía en la extinción de su especie en este mundo.
Mary le tocó el brazo.
—Eh, Ponter —dijo amablemente—. ¿No es una gran noticia? ¡Mañana podrás salir y ver nuestro mundo!
Ponter levantó lentamente la cabeza y miró a Mary. Ella estaba aprendiendo todavía a leer los matices de sus expresiones, pero las palabras «¿Tengo que hacerlo?» parecían encajar con sus ojos espantados y su boca levemente entreabierta.
Aunque finalmente se limitó a asentir, resignado.
—Sí —dijo Mary, en voz muy muy baja. Sabía lo que había sucedido. Aunque no todos los paleo-antropólogos estaban de acuerdo, muchos compartían su punto de vista de que, entre hacía cuarenta mil y veintisiete mil años, el Homo sapiens (los seres humanos anatómicamente modernos) completaron el primero de lo que serían muchos genocidios deliberados o inadvertidos, eliminando del planeta a la otra única especie existente del mismo género, una especie más amable que quizá tuviera más derecho al doble significado de la palabra humanidad.
—¿Nos matasteis vosotros? —preguntó Ponter.
—Ésa es una pregunta muy controvertida —dijo Mary—. No todo el mundo está de acuerdo en la respuesta.
—¿Qué crees tú que sucedió? —preguntó Ponter; sus ojos dorados clavados en los de Mary.
Mary inspiró profundamente.
—Yo… sí, sí, eso es lo que creo que sucedió.
—Nos aniquilasteis —dijo Ponter, y tanto en su propia voz como en la traducción de Hak, se notó claramente que se controlaba con dificultad.
Mary asintió.
—Lo siento. De verdad. Sucedió hace mucho tiempo. Entonces éramos salvajes. Nosotros…
Justo en aquel momento sonó el teléfono. Reuben, aliviado por la interrupción, saltó de la mesa y lo atendió.
—¿Diga?
Mary alzó la cabeza cuando la voz de Reuben se volvió más entusiasmada.
—¡Pero eso es magnífico! —continuó el doctor—. ¡Eso es maravilloso! Sí, no… sí, sí, está bien. ¡Gracias! De acuerdo. Adiós.
—¿Bien? —dijo Louise.
Reuben estaba claramente reprimiendo una sonrisa.
—Ponter tiene moquillo —dijo, colgando el auricular del teléfono.
—¿Moquillo? —repitió Mary—. Pero los humanos no contraen el moquillo.
—Eso es —dijo Reuben—. Somos naturalmente inmunes. Pero Ponter no lo es, porque su especie no ha vivido con nuestros animales domesticados durante generaciones. Para ser precisos, tiene la versión equina del moquillo. Lo causa una bacteria, el Streptococcus equii. Por fortuna, la penicilina es el tratamiento que se administra habitualmente a los caballos, y es uno de los antibióticos que le he estado dando a Ponter. Debería ponerse bien.
39
Ponter pasó la mayor parte de la tarde solo, mirando el gran patio trasero de Reuben a través de la ventana de la cocina, con una expresión triste en su gran rostro.