Louise y Mary estaban las dos sentadas en el salón. Mary lamentaba haber dejado en Toronto el libro que estaba leyendo. Estaba a la mitad de la última novela de Scott Turow y tenía muchas ganas de volver a ella, pero tuvo que contentarse con hojear el último ejemplar de Time. El presidente aparecía en portada esa semana; Mary creía posible que Ponter apareciera en el número siguiente. Prefería The Economist, pero Reuben no estaba suscrito. Aun así, a Mary le gustaban las críticas cinematográficas de Richard Corliss, aunque no tuviera a nadie con quien ir al cine últimamente.
Louise, en el sillón de al lado, estaba escribiendo una carta (en francés, advirtió Mary) en una libreta amarilla. Louise, con pantalones de chándal y una camiseta de INXS, tenía las largas piernas recogidas de lado bajo su cuerpo.
Reuben entró en la habitación, se sentó entre las dos mujeres y les habló en voz baja.
—Me preocupa nuestro amigo Ponter.
Louise soltó la libreta amarilla. Mary cerró su revista.
—A mí también —dijo Mary—. Parece que no se tomó muy bien la noticia de la extinción de su especie.
—No, no lo hizo —contestó Reuben—. Y ha sufrido un montón de tensión, cosa que empeorará mañana. Los periodistas se le echarán encima, por no mencionar los agentes del Gobierno, los fanáticos religiosos y demás.
Louise asintió.
—Supongo que así es.
—¿Qué podemos hacer al respecto? —preguntó Mary.
Reuben frunció el entrecejo durante un rato, como si estuviera pensando en la mejor manera de expresar algo. Finalmente, dijo:
—No hay mucha gente de mi color aquí en Sudbury. Me han dicho que las cosas están mejor en Toronto, pero incluso allí los negros son acosados por la policía de vez en cuando. «¿Qué estás haciendo aquí? ¿Este coche es tuyo? ¿Puedes enseñarnos tu documentación?» —Reuben sacudió la cabeza—. Se aprende algo cuando te pasan esas cosas. Aprendes a tener derechos. Ponter no es un criminal, ni tampoco una amenaza para nadie. No está en la frontera, así que nadie puede exigirle legalmente que demuestre que tiene derecho a quedarse en Canadá. El Gobierno puede que quiera controlarlo, la policía puede querer mantenerlo bajo vigilancia… pero eso no importa. Ponter tiene derechos.
—Estoy de acuerdo con eso —dijo Mary.
—¿Alguna de vosotras ha estado alguna vez en Japón?
Mary negó con la cabeza. Louise hizo lo mismo.
—Es un país maravilloso, pero casi no hay extranjeros —dijo Reuben—. Puedes pasarte el día entero sin ver una cara blanca, no digamos ya una negra… Vi exactamente a otros dos negros durante la semana entera que estuve allí. Pero recuerdo que estaba paseando por el centro de Tokio un día: debía de haberme cruzado con unas diez mil personas esa mañana, y todas eran japonesas. Entonces, mientras caminaba solo, veo a un tipo blanco que viene hacia mí. Y me sonríe… No me ha visto en la vida, pero ve que soy occidental también. Y me muestra esa sonrisa, como diciendo cuánto me alegro de ver a un hermano… ¡un hermano! Y de pronto me doy cuenta de que yo también le estoy sonriendo, y pensando lo mismo. Nunca he olvidado ese momento. —Miró a Louise, luego a Mary—. Bueno, el viejo Ponter puede buscar todo lo que quiera por todo el mundo y no verá una sola cara que reconozca como igual a la suya. Ese tipo blanco y yo, y todos aquellos japoneses y yo, tenemos mucho más en común que Ponter con los seis mil millones de habitantes de este planeta.
Mary miró hacia la cocina, donde Ponter seguía mirando por la ventana, con una mano cerrada bajo su larga mandíbula, sujetándola.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó.
—Ha estado prisionero casi desde que llegó —dijo Reuben—, primero en el hospital, luego aquí, en cuarentena. Estoy seguro de que necesita tiempo para pensar, para conseguir un cierto equilibrio mental. —Hizo una pausa—. Gillian Ricci me ha mandado un aviso por e-mail. Al parecer los jefazos de Inco han pensado lo mismo que yo. Quieren interrogar a Ponter en profundidad para que les hable de otras vetas de mineral que pueda conocer de su mundo. Estoy seguro de que él querrá ayudarlos, pero sigue necesitando más tiempo para aclimatarse.
—Estoy de acuerdo —dijo Mary—. ¿Pero cómo podemos asegurarnos de que lo consigue?
—Van a levantar la cuarentena mañana por la mañana, ¿no? Bueno, Gillian dice que puedo celebrar otra rueda de prensa aquí, a las diez. Naturalmente, los periodistas esperarán que Ponter esté presente… así que pienso que deberíamos sacarlo de aquí antes.
—¿Cómo? —preguntó Louise—. La policía tiene el lugar rodeado… en teoría para mantenernos a salvo de la gente que pueda intentar entrar, pero probablemente para echarle el ojo a Ponter también.
Reuben asintió.
—Uno de nosotros debería llevárselo de aquí, al campo. Soy su médico: eso es lo que prescribo. Descanso y relajación. Y eso es lo que le diré a todo el que pregunte: que tiene una baja médica para descansar, ordenada por mí. Probablemente podremos colar eso durante un día o dos antes de que la gente de Ottawa se nos eche encima, pero creo que Ponter lo necesita de verdad.
—Yo lo haré —dijo Mary, sorprendiéndose a sí misma—. Yo me lo llevaré.
Reuben miró a Louise para ver si ella quería disputar la reclamación, pero Louise simplemente asintió.
—Si les decimos a los periodistas que la rueda de prensa será a las diez, empezarán a aparecer a las nueve —dijo Reuben—. Pero si Ponter y tú os escabullís por el patio trasero a, digamos, las ocho, les tomaréis la delantera a todos. Hay una verja al fondo, detrás de todos esos árboles, pero no deberíais tener problemas para saltarla. Aseguraos de que nadie os ve.
—¿Y luego qué? —dijo Mary—. ¿Nos vamos andando?
—Os hará falta un coche —dijo Louise.
—Bueno, el mío está en la mina Creighton —informó Mary—. Pero no puedo llevarme el tuyo ni el de Reuben. Los polis seguro que nos paran si intentamos marcharnos en coche. Como dijo Reuben, tenemos que escabullirnos.
—No hay problema —dijo Louise—. Puedo hacer que un amigo os recoja mañana por la mañana en la carretera que hay detrás de la casa. Puede llevaros a la mina y allí recoges tu coche.
Mary parpadeó.
—¿De verdad?
Louise se encogió de hombros.
—Claro.
—Yo… no conozco muy bien esta zona —dijo Mary—. Necesitaremos mapas.
—¡Oooh! —dijo Louise—. Sé exactamente a quién llamar, entonces… a Garth. Tiene uno de esos Handspring Visor con un módulo GPS. Te dará la dirección de cualquier parte, e impedirá que te pierdas.
—¿Y me lo prestaría? —preguntó Mary, incrédula—. ¿No son caras esas cosas?
—Bueno, sería a mí a quien le estaría haciendo un favor. Espera, déjame que lo llame y lo arregle todo.
Louise se puso en pie y subió las escaleras. Mary la vio salir, fascinada y aturdida. Se preguntó cómo sería ser tan hermosa que podías pedir a los hombres que hicieran cualquier cosa sabiendo casi con toda certeza que dirían que sí.
Ponter, advirtió, no era el único que se sentía fuera de lugar.
Jasmel y Adikor tomaron un cubo de viaje de vuelta al Borde, a la casa que Adikor había compartido con Ponter. No hablaron mucho durante el trayecto, en parte, por supuesto, porque Adikor estaba sumido en sus pensamientos debido a la revelación de Bolbay, y en parte porque ni a él ni a Jasmel les gustaba la idea de que alguien del pabellón de archivos de coartadas estuviera controlando cada palabra que decían y cada cosa que hacían.
Con todo, tenían un problema acuciante. Adikor necesitaba volver a su laboratorio subterráneo: por ínfima que fuese la posibilidad de que Ponter pudiera ser rescatado (o, pensaba Adikor, aunque no había compartido este pensamiento con Jasmel, de que al menos pudiera recuperarse su cadáver ahogado, exonerándolo) dependía de que él volviera a bajar allí. ¿Pero cómo hacerlo? Miró a su Acompañante, en el interior de su muñeca izquierda. Podía sacárselo, suponía, cuidando de no dañar la arteria radial al hacerlo. Pero el Acompañante no sólo necesitaba del cuerpo de Adikor para conseguir energía, también transmitía sus signos vitales, y no podría hacerlo si estaba separado de él. Tampoco podía hacer un rápido trasplante a Jasmel o alguien más: el implante estaba sintonizado con los parámetros biológicos concretos de Adikor.