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El cubo de viaje los dejó en la casa, y Adikor y Jasmel entraron. Jasmel se metió en la cocina para buscarle algo de comer a Pabo, y Adikor se sentó a contemplar, al otro lado de la habitación, el sillón vacío que era el lugar de lectura favorito de Ponter.

Burlar el escrutinio judicial era un problema… un problema, advirtió Adikor, científico. Tenía que haber algún modo de evitarlo, una manera de engañar a su Acompañante… y a quien estuviera monitorizando sus señales.

Adikor conocía la historia de la vida de Lonwis Trob, el creador de la tecnología de los Acompañantes: había estudiado sus muchos inventos en la Academia. Pero eso había sido hacía mucho tiempo, y recordaba pocos detalles. Por supuesto, podía preguntarle simplemente a su Acompañante los datos que necesitaba, y el Acompañante accedería a la información requerida y la mostraría en su pantallita o en cualquier monitor de pared o bloque de datos que Adikor seleccionara. Pero una petición semejante sin duda llamaría la atención de la persona que estuviera vigilándolo.

Adikor notó que se encolerizaba: los músculos tensándose, el ritmo cardíaco aumentando, la respiración cada vez más agitada. Pensó en intentar disimularlo, pero no… dejaría que la persona que lo estaba vigilando supiera cuánto lo estaban inquietando.

Por listo que hubiera sido Lonwis Trob, tenía que haber un modo de conseguir lo que quería hacer, lo que necesitaba hacer. ¿Y qué era exactamente? Define tu problema con la máxima exactitud: eso era lo que le habían enseñado en la Academia. ¿Qué hay que hacer exactamente?

No, no tenía que derrotar a los Acompañantes… lo cual era buena cosa, porque no se le había ocurrido ni una sola idea para conseguirlo. De hecho, no eran todos los Acompañantes lo que necesitaba estropear; de hecho, hacer eso sería inconsciente por su parte: los implantes garantizaban la seguridad de todo el mundo. Sólo necesitaba estropear su propio Acompañante, pero…

Pero no, tampoco era eso. Estropearlo no serviría de nada; Gaskdol Dut y los otros controladores tal vez no pudieran localizarlo si su Acompañante dejaba de funcionar, pero sabrían inmediatamente por su falta de transmisiones que algo iba mal. Y no hacía falta un Lonwis para darse cuenta de que Adikor iría a la mina, puesto que ya le habían impedido una vez acceder a ella.

No, no, el verdadero problema no era que su Acompañante funcionara. Más bien era que alguien estaba vigilando las transmisiones de su Acompañante. Eso era lo que necesitaba detener, y no sólo un instante más o menos breve sino durante varios diadécimos y… Y de repente se le ocurrió la solución perfecta.

Pero no podía conseguirlo él solo; sólo funcionaría si los controladores no tenían ni idea de lo que Adikor se proponía. Jasmel tal vez pudiera encargarse de que así fuera. Adikor suponía que solamente su Acompañante estaba siendo monitorizado Cualquier otra posibilidad habría sido escandalosa. Pero ¿cómo comunicarse en privado con Jasmel?

Se levantó y entró en la cocina.

—Vamos, Jasmel —dijo—. Llevemos a Pabo a dar un paseo.

Por la expresión de Jasmel, ésta opinaba que aquélla era la última de sus prioridades en aquel momento, pero se levantó y fue con Adikor hasta la puerta trasera. Pabo no necesitó que le insistieran para que los acompañara; trotó detrás de Jasmel.

Salieron al patio, al calor del verano. Las cigarras entonaban su agudo chirrido. La humedad era alta. Adikor salió, y Jasmel lo siguió. Pabo se adelantó, ladrando con fuerza. Después de unos centenares de pasos llegaron al arroyo que corría tras la casa. El sonido del agua corriendo ahogaba los ruidos de los insectos. Había un gran peñasco (uno de los incontables restos glaciales que salpicaban el paisaje) en mitad del arroyuelo. Adikor fue pisando sobre rocas más pequeñas hasta llegar allí, y le indicó a Jasmel que lo siguiera, cosa que ella hizo. Pabo corría ahora por la orilla del río.

Cuando Jasmel llegó al peñasco, Adikor palmeó el trozo cubierto de hiedra situado a su lado, indicándole que se sentara junto a él. Jasmel así lo hizo, y él se inclinó hacia ella y empezó a susurrar, sus palabras casi inaudibles contra el estrépito del agua que salpicaba alrededor del peñasco. No había manera, estaba seguro, de que el Acompañante detectara lo que estaba diciendo. Y, mientras le contaba a Jasmel su plan, vio crecer en su rostro una pícara sonrisa.

Ponter estaba sentado en el sofá del despacho de Reuben. Todos los demás se habían acostado… aunque era evidente que Reuben y Louise, en la habitación de al lado, no estaban durmiendo.

Ponter se sentía triste. Los sonidos y olores de ellos le recordaban a sí mismo y a Klast, a Dos convirtiéndose en Uno, todo lo que había perdido antes de venir a esa Tierra, y todo lo que había perdido desde entonces.

Había puesto la televisión y visto un canal dedicado a eso llamado religión. Parecía haber muchas variantes, pero todas ellas proponían un Dios (de nuevo aquel ridículo concepto) y un universo de edad finita, y a menudo ridículamente joven, además de una especie de existencia tras la muerte para el… no había palabra Neanderthal para ello, pero «alma» era el término que Mare había empleado. Resultó que el símbolo que Mare llevaba al cuello era un signo de esa religión concreta a la que seguía, y el tejido que envolvía la cabeza del doctor Singh era el signo de una religión diferente.

Ponter había quitado el sonido de la televisión: había sido bastante sencillo encontrar el control adecuado, aunque no creía que nada de lo que pudiera hacer molestara a la pareja de la habitación de al lado.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó la voz de Klast, y Ponter sintió que el corazón le daba un vuelco.

¡Klast!

La querida Klast, contactando con él desde…

¡Desde la otra vida!

Pero no.

No, naturalmente que no.

Era sólo Hak hablando con él. Ponter tendría ahora presumiblemente que oír a Hak hablando para siempre con la voz de Klast, si quería otra cosa que no fuera aquella personalidad masculina neutra con la que el aparato venía preprogramado. Sin duda no habría forma de acceder al equipo necesario para reprogramar el implante.

Ponter dejó escapar un largo suspiro y contestó a la pregunta de Hak.

—Estoy triste.

—¿Pero te estás ajustando? Estabas muy tembloroso cuando llegamos aquí.

Ponter se encogió un poco de hombros.

—No lo sé. Todavía estoy confuso y desorientado, pero… Ponter imaginó a Hak asintiendo compasivamente en alguna parte.

—Hará falta tiempo —dijo la Acompañante, todavía con la voz de Klast.

—Lo sé. Lo sé. Pero tengo que acostumbrarme, ¿no? Parece que voy… que vamos a pasarnos aquí el resto de la vida, ¿no?

—Me temo que sí —dijo Hak amablemente.

Ponter guardó silencio un momento, y Hak no insistió. Finalmente, Ponter dijo:

—Supongo que será mejor que acepte los hechos. Será mejor que empiece a planear una vida aquí.