Dern tendió la mano hacia un control.
—Habla —dijo Adikor, sacudiendo asombrado la cabeza—. Había leído que los gliksins eran incapaces de hablar, debido a su lengua demasiado corta.
Escucharon al ser hablar, aunque las palabras no tenían ningún sentido.
—Resulta muy extraño —dijo Jasmel—. No se parece a nada que yo haya oído antes.
El gliksin situado en primer plano había dejado de tirar del robot, pues evidentemente se había dado cuenta de que no había más cable del que tirar. Se apartó, y otros gliksins se asomaron a echar un vistazo. Adikor tardó un instante en darse cuenta de que había machos y hembras; ambos tenían los rostros lampiños, aunque unos pocos hombres lucían barbas. Las hembras parecían más pequeñas por regla general, pero, a unas cuantas al menos, se les notaban perfectamente los pechos bajo la ropa.
Jasmel se asomó a la sala de cálculo.
—El portal parece que permanece abierto sin problemas —dijo—. Me pregunto cuánto tiempo podrá mantenerse.
Adikor se estaba preguntando lo mismo. La prueba, la evidencia que lo salvaría a él, y a su hijo Dab, y a su hermana Kelon, estaba allí mismo: ¡Un mundo alternativo! Pero Daklar Bolbay sin duda diría que las imágenes, al estar grabadas en vídeo, eran falsas, sofisticadas imágenes generadas por ordenador. Después de todo, diría, Adikor tenía acceso a los ordenadores más potentes del planeta.
Pero si el robot podía traer algo… cualquier cosa. Un objeto manufacturado tal vez, o…
Distintas zonas de la cámara fueron visibles por partes a medida que la gente se movía y revelaba lo que tenía detrás. Era una caverna en forma de tonel, tal vez de unas quince veces la altura de una persona, abierta directamente en la roca.
—Desde luego, son variados, ¿no? —dijo Jasmel—. Parece que tienen diversos tonos de piel… ¡y mirad a esa hembra de allí! Tiene el pelo naranja… ¡igual que un orangután!
—Uno de ellos se marcha corriendo —señaló Dern.
—Así es —dijo Adikor—. Me pregunto adónde va.
—¡Ponter! ¡Ponter!
Ponter Boddit alzó la cabeza. Estaba sentado en una mesa del comedor de la universidad, con dos personas del departamento de física que le ayudaban mientras comían a elaborar un itinerario por las instalaciones de ciencias físicas de todo el mundo, incluidos el CERN, el Observatorio Vaticano, Fermilab y el Super Kamiokande de Japón, el otro principal detector de neutrinos del mundo que recientemente había sufrido daños en un accidente. Un centenar de estudiantes de verano contemplaban al Neanderthal desde cerca, fascinados.
—¡Ponter! —gritó de nuevo Mary Vaughan, con la voz entrecortada. Casi se desplomó contra la mesa cuando llegó hasta ella—. ¡Ven rápido!
Ponter se dispuso a levantarse. Lo mismo hicieron los otros dos físicos.
—¿Qué ocurre? —preguntó uno de ellos.
Mary ignoró al hombre.
—¡Corre! —le jadeó a Ponter—. ¡Corre!
Ponter empezó a correr. Mary le agarró la mano y corrió también. Todavía jadeaba en busca de aire: había venido corriendo desde el laboratorio de genética, en el edificio de Ciencia Uno, donde había recibido la llamada del ONS.
—¿Qué está pasando? —preguntó Ponter.
—¡Un portal! Ha llegado un aparato… una especie de robot. ¡Y el portal sigue abierto!
—¿Dónde?
—En el observatorio de neutrinos.
Mary se llevó la mano al pecho, que subía y bajaba rápidamente. Sabía que Ponter podía dejarla atrás fácilmente. Todavía corriendo, consiguió abrir su bolso y sacó las llaves del coche y se las ofreció.
Ponter negó ligeramente con la cabeza. Durante un segundo, Mary pensó que estaba diciendo: no sin ti. Pero sin duda era más que eso: Ponter Boddit nunca había conducido un coche. Siguieron corriendo, Mary intentando mantener su ritmo, pero sus zancadas eran más largas y acababa de empezar a correr y…
Él la miró. Estaba claro que también se daba cuenta del dilema: no tenía sentido dejar atrás a Mary en el aparcamiento, ya que no podía hacer nada hasta que ella llegara.
—¿Puedo? —dijo Ponter.
Mary no tenía ni idea de qué quería decir, pero asintió. El extendió sus enormes brazos y la levantó del suelo. Mary cerró los suyos alrededor del grueso cuello y Ponter empezó a correr, sus piernas golpeando como pistones el enlosado. Mary podía sentir sus músculos hincharse mientras corría. Los estudiantes y profesores se detenían a ver pasar aquel espectáculo.
Llegaron al callejón de los bolos y Ponter corrió entonces con todas sus fuerzas, el sonido de sus pisadas tronando en el pasillo de cristal. Más y más lejos, dejando atrás el kiosco, los Tim Hortons y…
Un estudiante entraba por la puerta. Se quedó boquiabierto, pero mantuvo abierta la puerta de cristal para que Ponter y Mary pasaran mientras salían a la luz del día.
Mary miraba hacia atrás y vio cómo se levantaba el césped tras la estela de Ponter. Se agarró con más fuerza, sujetándose. Ponter conocía su coche bien, no tuvo dificultad para localizar el Neon rojo en el diminuto aparcamiento: una de las ventajas de una universidad pequeña. Siguió corriendo y Mary oyó y sintió el cambio de terreno cuando pasó de la hierba al asfalto del aparcamiento.
Una docena de metros más allá, redujo el ritmo y bajó a Mary. Ella estaba mareada por la salvaje carrera, pero consiguió recuperarse rápidamente para cubrir la corta distancia que los separaba del coche. Como tenía en la mano la llave electrónica, abrió las puertas a distancia.
Mary ocupó el asiento de conductor y Ponter el del acompañante. Ella metió la llave en el encendido, pisó a fondo y se pusieron en marcha, dejando atrás la universidad. Pronto salieron de Sudbury y se dirigieron hacia la mina Creighton. Mary no solía conducir rápido (no había muchas ocasiones de hacerlo en las calles de Toronto), pero alcanzó los ciento setenta kilómetros por hora en carretera.
Finalmente, llegaron a la mina, dejaron atrás el gran cartel de Inco, atravesaron la verja de seguridad y recorrieron dando tumbos los serpenteantes caminos que llevaban al gran edificio que albergaba el ascensor que conducía a la mina. Mary detuvo el coche, levantando una lluvia de grava, y Ponter y ella salieron deprisa.
Ahora ya no había ninguna necesidad de que Ponter esperase a Mary, y el tiempo seguía siendo esencial. Quién sabía cuánto tiempo permanecería el portal abierto; de hecho, quién sabía si estaría abierto todavía. Ponter la miró, y luego se lanzó hacia delante y la envolvió en un abrazo.
—Gracias —dijo—. Gracias por todo.
Mary le devolvió con fuerza el abrazo. Con fuerza para ella, tanta como pudo, pero presumiblemente apenas nada para lo que podría haber hecho una mujer Neanderthal.
Y entonces lo soltó.
Y él echó a correr hacia el edificio del ascensor.
44
Adikor, Jasmel y Dern continuaban mirando en el monitor la escena que tenía lugar a unas cuantas brazadas (y una infinidad) de distancia.
—Tienen un aspecto muy frágil —dijo Jasmel, frunciendo el entrecejo—. Sus brazos son como palos.
—Ésa no —señaló Dern—. Debe de estar preñada.
Adikor escrutó la pantalla.
—Eso no es una mujer. Es un hombre.
—¿Con un vientre así? —dijo Dern, incrédulo—. ¡Y yo que pensaba que estaba gordo! ¿Cuánto comen esos gliksins?
Adikor se encogió de hombros. No quería malgastar el tiempo hablando: sólo quería mirar, tratar de empaparse en todo aquello. ¡Otra forma de humanidad! Y tecnológicamente avanzada, además. Era increíble. Le hubiese encantado comparar notas con ellos sobre física, sobre biología y…