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—Y en cuanto a vosotros —dijo Zanahoria—, os aseguro que esta noche estaré patrullando por el Camino de la Cantera, y que no quiero que haya absolutamente ningún problema. ¿Verdad que no habrá ninguno?

Hubo un movimiento vergonzoso de pies inmensos y un murmullo general.

Zanahoria se llevó la mano a la oreja.

—No lo he oído del todo bien —dijo.

Hubo un murmullo más alto, una especie de tocata interpretada de mala gana por un centenar de voces sobre el tema de «Sí, cabo Zanahoria».

—Eso está mejor. Ahora ya podéis iros. Y ya está bien de tanta tontería, ¿de acuerdo? A ver si sois buenos.

Zanahoria se sacudió el polvo de las manos y le sonrió a todo el mundo. Los trolls parecían perplejos. En teoría, Zanahoria era una delgada película de grasa esparcida sobre la calle. Pero de alguna manera inexplicable, aquello simplemente parecía no estar ocurriendo.

—Acaba de decirles a cien trolls que sean buenos —dijo Angua—. ¡Algunos de ellos acaban de bajar de las montañas! ¡Algunos de ellos tienen líquenes encima!

—Eso es lo más inteligente que hay en un troll —dijo el sargento Colon.

Y entonces el mundo estalló.

La Guardia se había ido antes de que el capitán Vimes regresara a Pseudópolis Yard. Subió por la escalera que llevaba a su despacho y se sentó en el pegajoso sillón de cuero. Luego contempló la pared con mirada inexpresiva.

Quería dejar la Guardia. Por supuesto que quería hacerlo. Ser guardia no era lo que podías llamar una buena manera de vivir. De hecho, ni siquiera era vivir.

Horas poco sociales. No poder estar seguro nunca de un día para otro de lo que realmente era la ley, en aquella ciudad tan pragmática. Ninguna vida hogareña digna de ese nombre. Mala comida, consumida cuando podías hacerlo; Vimes había llegado incluso al extremo de comer algunas de las salchichas en un panecillo de Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo. Siempre llovía o hacía un calor capaz de cocerlo todo. Nada de amistades, exceptuando al resto del destacamento, porque eran las únicas personas que vivían en tu mundo.

Mientras que dentro de unos días él, como había dicho el sargento Colon, estaría pegándose la gran vida. Nada que hacer en todo el día aparte de comer y cabalgar por ahí, montado en un gran caballo mientras le gritaba órdenes a la gente.

En momentos como aquel la imagen del viejo sargento Kepple pasaba flotando a través de la memoria de Vimes. Kepple había estado al frente de la Guardia cuando Vimes era un recluta. Y, poco después, se retiró. Todos pusieron un poco de dinero y le compraron un reloj barato, uno de aquellos que seguiría funcionando durante unos cuantos años hasta que el demonio que llevaba dentro se evaporara.

Una idea condenadamente estúpida, pensó Vimes con abatimiento mientras contemplaba la pared. Un tipo deja el trabajo, entrega su insignia y su reloj de arena y su campana, ¿y qué le damos? Un reloj.

Pero aun así Kepple volvió a trabajar al día siguiente, con su reloj nuevo. Para enseñarle los trucos del oficio a todo el mundo, dijo; para atar unos cuantos cabos sueltos, jajajá. Para asegurarme de que los jóvenes no os metéis en líos, jajajá. Un mes después, Kepple ya estaba entrando el carbón y barriendo el suelo y haciendo recados y ayudando a la gente a escribir sus informes. Cinco años después todavía estaba allí. Todavía estaba allí seis años después, cuando alguien de la Guardia se incorporó a su turno un poco más temprano de lo habitual y lo encontró en el suelo…

Y entonces salió a la luz que nadie, nadie, sabía dónde vivía Kepple, o ni siquiera si había una señora Kepple. Vimes se acordaba de que hicieron una recolecta para enterrarlo. En el funeral solo había habido guardias…

Pensándolo bien, en el funeral de un guardia siempre había guardias y nada más que guardias.

Naturalmente ahora las cosas ya no eran así. El sargento Colon llevaba años felizmente casado, quizá porque él y su esposa habían organizado sus vidas laborales de tal manera que solo se encontraban de vez en cuando, normalmente en la puerta de casa. Pero ella le dejaba comidas decentes preparadas en el horno, y estaba claro que allí había algo; tenían nietos, incluso, así que obviamente había habido momentos en los que no eran capaces de evitarse. El joven Zanahoria tenía que usar un palo para mantener alejadas de él a las mujeres jóvenes. Y el cabo Nobbs… bueno, probablemente se encargaba de hacer sus propios arreglos al respecto. Se rumoreaba que Nobby tenía el cuerpo de un hombre de veinticinco años, aunque nadie sabía dónde lo guardaba.

Lo importante era que todos los demás tenían a alguien, aunque en el caso de Nobby probablemente fuera en contra de su voluntad.

Bien, capitán Vimes, ¿de qué se trata realmente entonces? ¿Te importa esa mujer? No te preocupes demasiado por el amor, porque esa es una palabra demasiado ambiciosa para los que tienen más de cuarenta años. ¿O será solo que temes llegar a convertirte en un viejo que agoniza dentro del surco de su vida y es enterrado, en un acto de compasión, por una pandilla de tipos más jóvenes que solo lo conocieron como ese viejo carcamal que siempre estaba rondando por allí, se le enviaba a traer el café y los bollos calientes, y del que todos se reían a espaldas suyas?

Vimes quería evitar eso. Y ahora el destino le estaba ofreciendo un auténtico cuento de hadas.

Pues claro que ya sabía que lady Sybil Ramkin era rica. Pero no había esperado que le citaran en el despacho del señor Morecombe.

El señor Morecombe llevaba mucho tiempo siendo el abogado de la familia Ramkin. De hecho, llevaba siglos siéndolo. El señor Morecombe era un vampiro.

A Vimes no le gustaban nada los vampiros. Cuando estaban sobrios, los enanos eran unos pequeños mamones que respetaban la ley, e incluso los trolls podían pasar por buenos si no los perdías de vista. Pero todos los no-muertos hacían que a Vimes le picara el cuello. Lo de vivir y dejar vivir estaba muy bien, pero cuando pensabas en ello de una manera lógica enseguida descubrías que había un pequeño problema, precisamente allí donde Vimes sentía ese picor.

El señor Morecombe era flaco y larguirucho como una tortuga, y muy pálido. Había tardado eras en ir al grano y cuando por fin llegó a él, el grano dejó clavado a Vimes en su asiento.

—¿Cuánto ha dicho?

—Ejem. Creo estar en lo cierto al decir que las propiedades, incluidas las granjas, las áreas de desarrollo urbano, y la pequeña parcela de estado irreal situada cerca de la Universidad, en conjunto valen aproximadamente… siete millones de dólares al año. Sí. Siete millones estimados según el valor actual, diría yo.

—¿Y es todo mío?

—Desde el momento en que contraiga matrimonio con lady Sybil. Aunque en esta carta ella me da instrucciones de que usted debe tener acceso a todas sus cuentas a partir del momento actual.

Aquellos ojos muertos que parecían perlas habían estado observando a Vimes con mucha atención.

—Lady Sybil —dijo— posee aproximadamente una décima parte de Ankh, y tiene extensas propiedades en Morpork, a lo que, naturalmente, hay que añadir considerables tierras de labor en…

—Pero… pero… las poseeremos juntos…

—Lady Sybil se ha mostrado muy clara al respecto. Ella le cede todas las propiedades de la familia a usted en tanto que esposo suyo. Lady Sybil tiene una manera un tanto… anticuada de ver las cosas.

Deslizó un papel doblado por encima de la mesa. Vimes lo cogió, lo desdobló y lo miró.

—En el caso de que usted falleciera antes que lady Sybil —siguió diciendo el señor Morecombe con su monótona vocecita—, entonces naturalmente todo volvería a ella según es costumbre legal en el matrimonio. O a cualquier fruto de la unión, naturalmente.