Contenía el jo-jó, que era como un ja-já solo que más profundo. Un ja-já es una zanja y un muro disimulados concebidos para permitir que los propietarios del terreno puedan contemplar inmensos paisajes sin que el ganado y esos dichosos pobres que resultan tan molestos siempre se estén paseando por en medio de las extensiones de hierba. Bajo el lápiz errabundo de Jodido Estúpido, la zanja se excavó hasta adquirir quince metros de profundidad, y ya se había cobrado a tres jardineros.
El laberinto era tan pequeño que la gente se perdía buscándolo.
Pero en cierto modo al patricio casi le gustaban los jardines, a su manera callada y peculiar. Lord Vetinari tenía ciertas opiniones acerca de la mayor parte de la humanidad, y los jardines hacían que se sintiera plenamente justificado en ellas.
Había montones de papeles apilados encima del césped alrededor de la silla. Varios secretarios se encargaban de renovarlos o se los iban llevando periódicamente. Los secretarios eran de distintos tipos. Al palacio afluían todas las clases y los tipos posibles de información, pero solo había un sitio en el cual llegaran a juntarse todos, del mismo modo que las distintas hebras terminan llegando a unirse en el centro de una tela de araña.
Muchos gobernantes, buenos y malos y muy a menudo muertos, saben qué es lo que ha ocurrido; un reducido número de ellos consigue llegar a ingeniárselas, mediante un gran esfuerzo, para saber qué es lo que está ocurriendo. Lord Vetinari consideraba que ambos tipos de gobernantes tenían una lamentable carencia de ambición.
—Sí, doctor Cruces —dijo sin levantar la vista.
¿Cómo demonios lo hace?, se preguntó Cruces. Sé que no he hecho ningún ruido…
—Ah, Havelock… —empezó a decir.
—¿Tiene algo que decirme, doctor?
—Se ha… extraviado.
—Sí. Y sin duda ahora ustedes lo están buscando ansiosamente. Muy bien. Que tenga un buen día.
El patricio no había movido la cabeza durante todo ese tiempo. Ni siquiera se había molestado en preguntar qué era exactamente lo que estaban buscando. Lo sabe muy bien, pensó Cruces. ¿Cómo es que nunca puedes decirle nada que él ya no sepa?
Lord Vetinari dejó un papel encima de uno de los montones, y cogió otro.
—Sigue usted aquí, doctor Cruces.
—Milord, puedo asegurarle que…
—Estoy seguro de que puede hacerlo. Oh, sí, estoy seguro de ello. No obstante, hay una pregunta que me intriga.
—¿Milord?
—¿Por qué se encontraba todavía en la sede de su gremio para que lo pudieran robar? Se me dio a entender que había sido destruido. Estoy completamente seguro de que di órdenes al respecto.
Aquella era la pregunta que el Asesino había estado esperando que no se le formulara. Pero el patricio era muy bueno en ese juego.
—Ejem. Nosotros… es decir, mi predecesor… pensó que debería servir como una advertencia y un ejemplo.
El patricio levantó la vista de los papeles y sonrió alegremente.
—¡Magnífico! —dijo—. Yo siempre he creído mucho en la efectividad de los ejemplos. Por eso estoy seguro de que podrá solucionar este pequeño problema con el mínimo de inconvenientes para todos.
—Ciertamente, milord —dijo el Asesino con expresión sombría—. Pero…
El mediodía empezó.
En Ankh-Morpork el mediodía siempre era algo que requería un cierto tiempo, dado que las doce se establecían por consenso. Por lo general, la primera campana en sonar era la del Gremio de Maestros, en respuesta a las plegarias universales de sus miembros. Luego el reloj de agua del Templo de los Dioses Menores hacía sonar el gran gong de bronce. La campana negra del Templo del Destino sonaba una vez, inesperadamente, pero a esas alturas el carillón de plata accionado a pedales del Gremio de Bufones ya estaría tintineando, los gongs, campanas y timbres de todos los gremios y templos ya estarían en pleno apogeo, y era imposible distinguir unos de otros, salvo por la mágica campana de octirón sin badajo del Viejo Tom en la torre del reloj de la Universidad Invisible, cuyos doce silencios medidos se imponían temporalmente al estruendo.
Y por último, varios compases detrás de todas las demás, sonaba la campana del Gremio de Asesinos, que siempre llegaba la última.
El reloj de sol ornamental sonó doce veces junto al patricio y luego se desplomó.
—¿Estaba diciendo…? —dijo el patricio apaciblemente.
—El capitán Vimes se está interesando por el asunto —dijo el doctor Cruces.
—Cielos. Pero eso es su trabajo.
—¿De veras? ¡He de exigir que le diga que deje de ocuparse de él!
Las palabras crearon ecos que resonaron por el jardín. Varias palomas emprendieron el vuelo.
—¿Exigir? —dijo el patricio con dulzura.
El doctor Cruces se echó atrás y buscó desesperadamente alguna clase de relleno verbal.
—Después de todo es un sirviente —dijo—. No veo por qué razón se le debería permitir involucrarse en asuntos que no le conciernen.
—Pues yo creo que él piensa que es un sirviente de la ley —dijo el patricio.
—¡Es un entrometido insolente y pagado de sí mismo!
—Cielos, cielos. Se lo está tomando usted demasiado a pecho para mi gusto. Pero dado que lo exige, llamaré al orden a Vimes sin más dilación.
—Gracias.
—No hay de qué. Y ahora, no le entretengo más.
El doctor Cruces se alejó en la dirección señalada por el gesto distraído del patricio.
Lord Vetinari volvió a inclinarse encima de sus papeles, y ni siquiera levantó la vista cuando se oyó resonar un grito ahogado en la lejanía. Lo que hizo fue bajar la mano hacia el suelo y hacer sonar una campanilla de plata.
Un secretario vino corriendo.
—Ve a traer la escalera, ¿quieres, Drumknott? —dijo el patricio—. El doctor Cruces parece haberse caído dentro del jo-jó.
La puerta trasera del taller del enano Bjorn Martillogrande se libró del pestillo y se abrió con un crujido. Se acercó para ver si había alguien allí, y se estremeció.
Cerró la puerta.
—Parece que ha empezado a soplar una brisa un poco fresca —le dijo al otro ocupante de la habitación—. Aun así, no nos iría nada mal que refrescara.
El techo del taller quedaba a un metro y medio escaso por encima del suelo. Aquello era altura más que suficiente para un enano.
AY, dijo una voz que nadie oyó.
Martillogrande contempló la cosa sujeta en el torno, y cogió un destornillador.
AY.
—Asombroso —dijo—. Creo que cuando este tubo baja por el cañón obliga a las, ejem, seis cámaras a deslizarse hacia un lado, presentando así una cámara nueva al, ejem, agujero de disparo. Eso parece bastante claro. El resorte… aquí, se ha oxidado. Puedo reemplazarlo fácilmente. ¿Sabes? —dijo, levantando la vista—, este artilugio es pero que muy interesante. Con todas esas sustancias químicas dentro de los tubos y todo lo demás, quiero decir. Qué idea tan simple. ¿Era de algún payaso? ¿Alguna clase de artilugio automático para dar golpes, quizá?
Rebuscó dentro de un cubo lleno de recortes metálicos hasta encontrar un trozo de acero, y luego seleccionó una lima.
—Luego me gustaría hacer unos cuantos esbozos —dijo.
Unos treinta segundos después hubo un suave chasquido y una nube de humo.
Bjorn Martillogrande se levantó del suelo, sacudiendo la cabeza.
—¡Bueno, ha habido suerte! —dijo—. Esto podría haber provocado un accidente muy feo.
Intentó disipar parte del humo agitando la mano, y luego se dispuso a volver a coger la lima.
La mano pasó a través de ella.
EJEM.
Bjorn volvió a intentarlo.
La lima se había vuelto tan insustancial como el humo.