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Zanahoria se inclinó sobre la pared de un aprisco.

—¿Cuchi-cuchi-cuchi-cú? —dijo. Una llama amistosa se llevó sus cejas.

—Lo que quiero decir es que Regordete era de lo más manso —dijo lady Ramkin—. El pobrecito no le hubiese hecho daño ni a una mosca.

—¿Cómo se las podría arreglar alguien para hacer estallar a un dragón? —dijo Vimes— ¿Podrías hacerlo dándole una patada?

—Oh, sí —dijo Sybil—. Pero perderías la pierna, claro está.

—Entonces no fue así como lo hicieron. ¿Hay alguna otra manera? De forma que no te hagas daño, quiero decir.

—No, la verdad es que no. Sería más fácil arreglárselas para que el dragón se hiciera estallar a sí mismo. Realmente, Sam, no me gusta nada hablar de…

—He de saberlo.

—Bueno… en esta época del año los machos luchan. Se hacen parecer más grandes de lo que son, ¿sabes? Por eso siempre los mantengo separados unos de otros.

Vimes negó con la cabeza.

—Solo había un dragón —dijo.

Detrás de ellos, Zanahoria se inclinó sobre el siguiente aprisco, donde un dragón macho en forma de pera abrió un ojo y le miró fijamente.

—¿Verdad que eres muy buen chico? —murmuró Zanahoria—. Estoy seguro de que tengo un trocito de carbón por algún sitio…

El dragón abrió el otro ojo, pestañeó, y un instante después ya estaba completamente despierto y empezando a erguirse. Las orejas se le pegaron a la cabeza. Sus fosas nasales se dilataron. Sus alas se desplegaron. Tragó aire. El gorgoteo de los ácidos en movimiento brotó de su estómago conforme las válvulas y las esclusas iban quedando abiertas. Sus pies dejaron de estar en contacto con el suelo. Su pecho se expandió…

Vimes chocó con Zanahoria a la altura de su cintura, lanzándolo al suelo.

El dragón parpadeó dentro de su aprisco. El enemigo se había esfumado misteriosamente. ¡Se había asustado y había huido!

Soplando una enorme llamarada, el dragón fue calmándose poco a poco.

Vimes se apartó las manos de la cabeza y se puso boca arriba.

—¿Por qué ha hecho eso, capitán? —dijo Zanahoria—. Yo no estaba…

—¡Ese dragón estaba atacando a otro dragón! —gritó Vimes—. ¡Uno que se negaba a echarse atrás!

Se incorporó sobre las rodillas y dio unos golpecitos, con el dedo en la coraza de Zanahoria.

—¡La pules hasta que queda realmente brillante! —dijo—. Puedes verte a ti mismo en ella. ¡Y cualquier otra cosa también puede!

—Oh, sí, naturalmente siempre está eso —dijo lady Sybil—. Todo el mundo sabe que hay que mantener alejados a los dragones de los espejos…

—Espejos —dijo Zanahoria—. Eh, el suelo estaba lleno de trocitos de…

—Sí. Le enseñó un espejo a Regordete —dijo Vimes.

—La pobre cosita debía de estar tratando de hacerse más grande que él mismo —dijo Zanahoria.

—Estamos tratando con una mente perturbada —dijo Vimes.

—¡Oh, no! ¿Eso cree?

—Sí.

—Pero… no… no puede estar en lo cierto. Porque Nobby estuvo con nosotros durante todo el tiempo.

—No me refería a Nobby —dijo Vimes tercamente—. Por muchas cosas que pudiera llegar a hacerle a un dragón, dudo de que lo hiciera estallar. En este mundo hay personas más extrañas que el cabo Nobbs, mi querido muchacho.

La expresión de Zanahoria se deslizó hacia un rictus de intrigado horror.

—Caray —dijo.

El sargento Colon recorrió las dianas con la mirada. Después se quitó el casco y se secó la frente.

—Creo que la guardia interina Angua no debería hacer ningún otro intento con el arco largo hasta que hayamos encontrado alguna manera de evitar que su… que ella se interponga.

—Lo siento, sargento.

Se volvieron hacia Detritus, que permanecía inmóvil con expresión cariacontecida detrás de un montón de arcos largos rotos. Las ballestas estaban totalmente descartadas, ya que en las inmensas manos de Detritus parecían horquillas para el pelo. En teoría el arco largo sería un arma mortífera en sus manos, tan pronto como hubiera aprendido a dominar el arte de soltarlo a su debido tiempo.

Detritus se encogió de hombros.

—Lo siento, señor —dijo—. Arcos no son armas troll.

—¡Ja! —dijo Colon—. En cuanto a usted, guardia interino Cuddy…

—Es que no consigo pillarle el tranquillo a esto de apuntar, sargento.

—¡Creía que los enanos eran famosos por sus habilidades en la batalla!

—Sí, pero… Bueno, son otro tipo de habilidades —dijo Cuddy.

—Emboscada —murmuró Detritus.

Como era un troll, el murmullo rebotó en unos cuantos edificios lejanos. La barba de Cuddy se erizó.

—Troll traicionero, voy a coger mi…

—Bueno, bueno —se apresuró a decir el sargento Colon—, me parece que dejaremos de adiestrarnos. Tendrán que… irle pillando el truco con la práctica, ¿de acuerdo?

Suspiró. No era un hombre cruel, pero había sido o un soldado o un guardia durante toda la vida, y tenía la sensación de que se estaba esperando demasiado de él. De otra manera nunca hubiese dicho lo que dijo a continuación.

—No lo sé, de veras que no lo sé. No paráis de pelear entre vosotros, destrozáis vuestras propias armas… Bueno, lo que yo me pregunto es a quién creemos estar engañando. Ya casi es mediodía, así que ahora os tomaréis unas cuantas horas libres y ya volveremos a vernos esta noche. Si pensáis que vale la pena hacer acto de presencia, claro está.

Hubo un súbito chasquido. La ballesta de Cuddy acababa de disparársele. El dardo pasó silbando junto a la oreja del cabo Nobbs y dio en el río, donde quedó clavado.

—Lo siento —dijo Cuddy.

—Tch, tch —dijo el sargento Colon.

Aquella fue la peor parte. Todo hubiese ido mejor si le hubiera gritado unos cuantos insultos al enano. De hecho, todo hubiese ido mucho mejor si Colon hubiera conseguido dar la impresión de que Cuddy valía que se desperdiciara un insulto en él.

Dio media vuelta y echó a andar hacia Pseudópolis Yard. Todos oyeron el comentario que musitó mientras se alejaba.

—¿Qué decir él? —dijo Detritus.

—«Menudo cuerpo de hombres» —dijo Angua, enrojeciendo.

Cuddy escupió en el suelo, cosa que no requirió mucho tiempo debido a la proximidad. Luego metió una mano debajo de la capa y sacó de ella, como un mago de feria que extrae un conejo de la talla diez de un sombrero de la talla cinco, su hacha de guerra de doble hoja. Y echó a correr.

Cuando hubo llegado al blanco virginal, Cuddy ya se había convertido en una mancha borrosa. Un instante después hubo un sonido de desgarro y el maniquí estalló como un montón de paja nuclear.

Los otros dos reclutas fueron hacia allí e inspeccionaron el resultado, mientras algunas briznas de paja revoloteaban por el aire para terminar cayendo al suelo.

—Sí, muy bien —dijo Angua—. Pero dijo que se suponía que luego tenías que poder hacerles preguntas.

—Pero no dijo que tuvieran que poder responder a esas preguntas —replicó Cuddy hoscamente.

—Guardia interino Cuddy, deducir un dólar por blanco —dijo Detritus, quien ya debía once dólares por arcos.

—¡Si vale la pena hacer acto de presencia! —dijo Cuddy, volviendo a extraviar el hacha en algún rincón de su persona—. ¡Especiecista!

—No creo que lo dijera en ese sentido —dijo Angua.

—Oh, eso a ti no te afecta, claro —dijo Cuddy.

—¿Por qué?

—Porque tú eres un hombre —dijo Detritus.

Angua era lo suficientemente inteligente como para dedicar unos cuantos momentos a reflexionar sobre lo que acababa de oír.