—¿Un trozo de tarjeta? —dijo Zanahoria.
—Tiene algo escrito —dijo Angua, raspando el barro con el filo de la daga.
—¿Y eso qué significa? —dijo Angua.
—No lo sé. Algo que hay que devolver, supongo. Quizá es la tarjeta de visita del señor DeBólver, quienquiera que sea —dijo Nobby—. ¿A quién le importa? Tomemos otra…
Zanahoria cogió la tarjeta y le dio vueltas entre las manos.
—Guárdate el alfiler —dijo Cuddy—. Solo te dan cinco por un penique. Mi primo Gimick los hace.
—Esto es importante —dijo Zanahoria, hablando muy despacio—. El capitán debería saber de esto. Me parece que lo estaba buscando.
—¿Qué puede haber de importante en eso? —dijo el sargento Colon—. Aparte de que me duele horrores el pie.
—No lo sé. El capitán lo sabrá —dijo Zanahoria con terquedad.
—Pues entonces ve y cuéntaselo —dijo Colon—.Ahora está en casa de lady Ramkin.
—Aprendiendo a ser un caballero —dijo Nobby.
—Voy a contárselo —dijo Zanahoria.
Angua miró a través de la sucia ventana. La luna no tardaría en salir. Ese era el gran problema que tenían las ciudades. Si no ibas con cuidado, aquella maldita cosa podía estar acechando detrás de una torre.
—Y será mejor que yo vuelva al sitio en el que estoy viviendo —dijo.
—Te acompañaré —se apresuró a decir Zanahoria—. Tengo que marcharme para hablar con el capitán Vimes de todos modos.
—Tendrás que desviarte de tu camino…
—De veras, me gustaría hacerlo.
Angua le miró. Zanahoria se había puesto muy solemne, y parecía hablar en serio.
—No quiero que te tomes tantas molestias por mí —dijo.
—Oh, no importa. Me gusta andar. Me ayuda a pensar.
Angua sonrió a pesar de su desesperación.
Salieron al calor más suave del anochecer. Por instinto, Zanahoria adoptó el paso del policía.
—Una calle muy antigua, esta —dijo—. Dicen que hay un arroyo subterráneo debajo de ella. Lo leí. ¿Tú qué piensas?
—¿Realmente te gusta andar? —le preguntó Angua, acompasando su paso al de Zanahoria.
—Oh, sí. Hay muchas rutas interesantes y edificios históricos que ver. Suelo ir a dar paseos durante mi día libre.
Angua le miró la cara. Por todos los dioses, pensó.
—¿Por qué te alistaste en la Guardia? —dijo.
—Mi padre dijo que eso haría un hombre de mí.
—Parece haber funcionado.
—Sí. Es el mejor trabajo que hay.
—¿De veras?
—Oh, sí. ¿Sabes lo que significa realmente la palabra «policía»?
Angua se encogió de hombros.
—No.
—Significa «hombre de la polis». Es una palabra antigua que significa ciudad.
—¿Sí?
—Lo leí en un libro. Hombre de la ciudad.
Ella volvió a lanzarle una rápida mirada de soslayo. El rostro de Zanahoria relucía bajo la luz de una antorcha que ardía en la esquina de la calle, pero tenía algún brillo interior propio.
Está orgulloso. Angua se acordó del juramento.
Está orgulloso de ser de la maldita Guardia, por el amor de los dioses…
—¿Y tú por qué te alistaste? —preguntó Zanahoria.
—¿Yo? Oh, yo… Me gusta comer y dormir bajo techo. Y de todas maneras no hay mucho donde elegir, ¿verdad? Era eso o convertirse en… ja… una costurera.[10]
—¿Y no se te da muy bien la costura?
La mirada afilada que le lanzó Angua no encontró nada más que honesta inocencia en el rostro de Zanahoria.
—Sí —dijo finalmente, dándose por vencida—, eso es. Y entonces vi aquel cartel. «¡La Guardia de la Ciudad Necesita Hombres! ¡Sé Un Hombre En La Guardia De la Ciudad!» Así que se me ocurrió probar. Después de todo, solo podía salir ganando.
Esperó para ver si Zanahoria tampoco captaba aquella. No la captó.
—El sargento Colon escribió la frase del cartel —dijo Zanahoria—. Es un pensador bastante directo.
Husmeó el aire.
—¿No hueles algo? —dijo—. Huele como… ¿un poco corno si alguien hubiera tirado una alfombrilla vieja de lavabo?
—Oh, muchísimas gracias —dijo una voz que sonaba muy próxima al suelo y hablaba desde algún lugar en la oscuridad— Oh, sí. Muchísimas gracias. Eso es muy comosellame por tu parte. Una vieja alfombrilla de lavabo. Oh, sí.
—Yo no huelo nada —mintió Angua.
—Mentirosa —dijo la voz.
—Ni oigo nada.
Las botas del capitán Vimes le decían que se encontraba en la avenida Pastelito. Sus pies estaban dando los pasos por voluntad propia mientras su mente se hallaba en otro lugar. De hecho, una parte de ella se estaba disolviendo en el más exquisito néctar Abrazodeoso destilado por la casa Jimkin.
¡Si al menos no se hubieran mostrado tan condenadamente educados! A lo largo de su existencia, Vimes había visto unas cuantas cosas que siempre intentaba olvidar sin éxito. Hasta aquel momento hubiese puesto, en el inicio de la lista, contemplar las vegetaciones de un dragón gigante mientras este inhalaba el aliento con el que tenía intención de convertir a Vimes en un montoncito de carbón de leña impuro. De vez en cuando todavía despertaba sudando ante el recuerdo de aquella pequeña luz piloto. Pero ahora se temía que ese recuerdo iba a reemplazarse por el de todos aquellos rostros impasibles de enano, contemplándolo educadamente, acompañado por la sensación de que todas sus palabras estaban cayendo dentro de un saco muy roto.
Después de todo, ¿qué podía decir? ¿«Siento que haya muerto… y eso es oficial. Hemos puesto a nuestros peores hombres en el caso»?
La casa del difunto Bjorn Martillogrande había estado llena de enanos, enanos silenciosos mirando con cara de búho y mostrándose muy educados. La noticia ya había corrido. Vimes no le estaba diciendo a nadie nada que no supiera ya. Muchos de ellos iban armados. El señor Fuerteenelbrazo estaba allí. El capitán Vimes había hablado con él antes acerca de sus discursos sobre el tema de la necesidad de hacer papilla a todos los trolls y utilizarlos luego para pavimentar carreteras. Pero ahora el enano no estaba diciendo nada. Se limitaba a poner cara de autocomplacencia. Había un aire de amenaza callada y cortés, que decía: Te escucharemos. Y después haremos lo que decidamos hacer.
Ni siquiera había estado muy seguro de cuál era la señora Martillogrande. A él todos los enanos le parecían iguales. Cuando se la presentaron —con casco, barbuda—, Vimes obtuvo unas cuantas respuestas educadas que no comprometían a nada. No, ya había cerrado el taller de su marido y luego parecía haber perdido la llave. Gracias.
Vimes había intentado indicar con toda la sutileza posible que una marcha a gran escala por el Camino de la Cantera no sería vista con muy buenos ojos por la Guardia (que probablemente la vería pasar desde un punto de observación situado a una distancia prudencial), pero no tuvo el valor de decirlo en voz alta. No podía decir «No intenten resolverlo por su cuenta, puesto que la Guardia ya anda detrás del malhechor», porque no tenía ni idea de por dónde empezar. ¿Su esposo tenía algún enemigo? Sí, alguien le hizo un agujero bien grande, pero aparte de eso, ¿tenía algún enemigo?
Por eso había salido del apuro con la mayor dignidad posible, que no era mucha, y después de una batalla consigo mismo que acabó perdiendo, cogió una botella medio llena de Abrazodeoso de la variedad Viejo Quisquilloso y se alejó en la noche.
Zanahoria y Angua llegaron al final de la calle del Brillo.
—¿Dónde te alojas? —quiso saber Zanahoria.
10
Una encuesta llevada a cabo por el Gremio de Comerciantes de Ankh-Morpork en las áreas portuarias de la ciudad encontró a 987 mujeres que dijeron que su Profesión era «costurera». Ah, y dos agujas.