—No, señor, porque debajo del agujero hay polvo de yeso y un enano siempre mantiene limpio su taller.
—¿De veras?
Había varias armas, algunas de ellas medio terminadas, en soportes junto al banco de trabajo. Vimes cogió la mayor parte de una ballesta.
—Martillogrande sabía hacer bien su trabajo —dijo—. Se le daban muy bien los mecanismos.
—Era famoso por ello —dijo Zanahoria, rebuscando distraídamente encima del banco—. Tenía muy buena mano para los artilugios, y como afición hacía cajas de música en sus ratos libres. Nunca pudo resistirse a un desafío mecánico. Ejem. ¿Qué es lo que estamos buscando exactamente, señor?
—No estoy seguro. Vaya, esto sí que está realmente bien…
Era un hacha de guerra, y tan pesada que el brazo de Vimes se inclinó hacia el suelo bajo su peso. Intrincadas líneas talladas cubrían la hoja. Tenía que haber supuesto semanas de trabajo.
—No es la típica especial del sábado noche, ¿eh?
—Oh, no —dijo Zanahoria—. Es un arma funeraria.
—¡Ya lo creo que sí!
—Quiero decir que está hecha para que la entierren con un enano. A cada enano le entierran con un arma. Ya sabe, ¿no? Para que se la lleve consigo a… dondequiera que vaya a ir.
—¡Pero es un trabajo realmente magnífico! Y tiene un filo tan cortante como el de una… aaargh —Vimes se chupó el dedo—, como el de una navaja.
Zanahoria puso cara de perplejidad.
—Pues claro. Enfrentarse a ellos con un arma inferior no le serviría de nada.
—¿Qué son esos ellos de los que estás hablando?
—Cualquier cosa mala con la que pueda encontrarse en su viaje después de la muerte —dijo Zanahoria, hablando en tono de sentirse un poco incómodo.
—Ah. —Vimes titubeó. Aquella era un área en la que él tampoco se sentía muy a gusto.
—Es una tradición antigua —dijo Zanahoria.
—Yo pensaba que los enanos no creían en los diablos, los demonios y todo ese tipo de cosas.
—Es cierto, pero… no estamos seguros de si ellos lo saben.
—Oh.
Vimes volvió a dejar el hacha encima del banco y cogió algo más del soporte de las herramientas. Era un caballero con armadura que mediría unos veinte centímetros de alto. En su espalda había una llave. Vimes la hizo girar, y entonces casi dejó caer la figura cuando sus piernas empezaron a moverse. La puso en el suelo y la figura empezó a andar rígidamente por él, agitando su espada.
—Se mueve un poco como Colon, ¿verdad? —dijo Vimes— ¡Relojería!
—Es lo que está haciendo furor últimamente —dijo Zanahoria—. El señor Martillogrande era muy bueno en ella.
Vimes asintió.
—Buscamos algo que no debería estar aquí —dijo—. O algo que debería estar y no está. ¿Falta algo?
—Resulta difícil decirlo, señor. No está aquí.
—¿Qué?
—Lo que sea que falta, señor —dijo Zanahoria, siempre concienzudo.
—Me refiero a cualquier cosa que te esperarías encontrar y que no esté aquí —le explicó Vimes con paciencia.
—Bueno, él tiene… tenía todas las herramientas habituales, señor. Y además de muy buena calidad. Una pena, en realidad.
—¿El qué?
—Las fundirán, por supuesto.
Vimes contempló las ordenadas hileras de martillos y limas.
—¿Por qué? ¿No puede usarlas algún otro enano?
—¿Cómo, usar las herramientas de otro enano? —La boca de Zanahoria se frunció en una mueca de asco, como si alguien le hubiera sugerido que se pusiera los pantalones cortos viejos del cabo Nobbs—. Oh, no, eso no es… correcto. Quiero decir que son… parte de él. Quiero decir que… el que otro enano las usara, después de que él haya estado usándolas durante todos estos años, quiero decir que… aaargh.
—¿De veras?
El soldadito de cuerda marchó por debajo del banco.
—No te sentirías… bien. Ejem. Sería asqueroso.
—Oh —dijo Vimes, y se levantó.
—Capi…
—¡Ay!
—Tenga cuidado con la cabeza, capitán. Lo siento.
Frotándose la cabeza con una mano, Vimes utilizó la otra para examinar el agujero en el yeso.
—Hay… algo ahí dentro —dijo—. Pásame uno de esos escoplos.
Hubo silencio.
—Un escoplo, por favor. Si eso te hace sentir mejor, estamos tratando de averiguar quién mató al señor Martillogrande. ¿Te parece bien?
Zanahoria cogió un escoplo, pero con una considerable reluctancia.
—Este escoplo es del señor Martillogrande —dijo en un tono de reproche.
—¿Quiere hacer el favor de dejar de ser un enano durante dos segundos, cabo Zanahoria? ¡Usted es un guardia! ¡Y deme el dichoso escoplo! ¡Ha sido un día muy largo! ¡Gracias!
Vimes hurgó en la mampostería con el escoplo, y un rugoso disco de plomo le cayó en la mano.
—¿Lanzado por una honda? —dijo Zanahoria.
—Aquí dentro no hay espacio suficiente para usarla —dijo Vimes—. Y de todas maneras, ¿cómo demonios habría podido llegar a incrustarse tan profundamente en la pared?
Se guardó el disco en el bolsillo.
—Bueno, pues eso parece ser todo —dijo, poniéndose en pie—. Será mejor que… ¡ay! Oh, a ver si encuentras ese soldado de relojería. Será mejor que dejemos este lugar lo más ordenado posible.
Zanahoria buscó en la oscuridad debajo del banco. Hubo una especie de roce.
—Aquí debajo hay un trozo de papel, señor.
Zanahoria salió de debajo del banco, agitando una hojita que había empezado a amarillear. Vimes la contempló entornando los ojos.
—No sé qué puede ser —dijo finalmente—. No es enanés, de eso estoy seguro. Pero esos símbolos… Ya he visto antes esas cosas, o algo muy parecido. —Le devolvió el papel a Zanahoria—. ¿Puedes sacar algo en claro de ello?
Zanahoria frunció el ceño.
—Podría sacar un sombrero —dijo—, o un bote. O una especie de crisantemo…
—Me refiero a los símbolos. Estos símbolos de aquí.
—No lo sé, capitán. Pero parecen familiares. Algo así como… ¿la escritura de los alquimistas?
—¡Oh, no! —Vimes se tapó los ojos con las manos—. ¡Los jodidos alquimistas no! ¡Oh, no! ¡Esa puta pandilla de vendedores de fuegos artificiales que están mal de la cabeza no! ¡Puedo aguantar a los Asesinos, pero a esos idiotas no! ¡No! ¡Por favor! ¿Qué hora es?
Zanahoria le echó una mirada al reloj que colgaba de su cinturón.
—Las once y media, capitán.
—Pues entonces me voy a la cama. Esos payasos pueden esperar hasta mañana. Podrías hacer de mí un hombre muy feliz diciéndome que ese papel pertenecía a Martillogrande.
—Lo dudo, señor.
—Yo también. Vamos. Salgamos por la puerta de atrás.
Zanahoria se deslizó por el hueco.
—Cuidado con la cabeza, capitán.
Vimes, que casi se había puesto de rodillas, se detuvo y miró el marco de la puerta.
—Bueno, cabo —dijo pasados unos instantes—, sabemos que no fue un troll el que lo hizo, ¿verdad? Por dos razones. Una, un troll no podría pasar por esta puerta. Está claro que la hicieron pensando en el tamaño de los enanos.
—¿Cuál es la otra razón, señor?
Vimes arrancó con mucho cuidado algo de una astilla en el dintel de la puertecita.
—La otra razón, Zanahoria, es que los trolls no tienen pelo.
El par de hebras que habían quedado enganchadas en el grano de la viga eran largas y rojas. Alguien las había dejado allí sin darse cuenta. Alguien alto. Más alto que un enano, en todo caso.
Vimes las contempló. Tenían más aspecto de hebras que de pelos. Dos finas hebras rojizas. Oh, bueno. Una pista era una pista.
Las guardó cuidadosamente dentro de un trozo de papel que tornó prestado del cuaderno de notas de Zanahoria, y se las entregó al cabo.